domingo, 6 de mayo de 2012

Presentación del primer libro de una poeta porteña. De Félix Pettorino.

Al otro lado del espejo de Patricia Benavente.

Patricia, en la dedicatoria de este hermoso libro de poemas, me pide que acepte esta su primera obra “como recuerdo de vida pasada”.

Pero ¡qué vida!: un pasar por los años de la aún palpitante juventud plena de gozo por sus lecturas preferidas, los poetas, Jorge Teiller, Vicente Huidobro, Violeta Parra, Lucila Godoy, a los que poetiza con ungida emoción en su primer capítulo.

Luego viene “Cielo y lluvia”, donde el tópico abordado se divisa como el nostálgico recuerdo de aquel tiempo remoto en que “las estrellas de medianoche eran mías, cuando la luna brillaba en el cenit esmaltado” y no ahora, cuando “los fantasmas del pasado / están junto a la ventana  / viendo como huyen las gotas / por los cristales trizados de la casona olvidada”. Las gotas sobre el espejo de los vidrios de la ventana son las lágrimas de la amada, ya solitaria, que a pesar de que nacen desde sus pupilas llorosas, parecen derramarse por doquier.

Y casi por último, en el clímax lírico, aquel “dar”, durante “el tiempo del amor”, donde la imagen de un par de manos femeninas se ofrece al dulce sacrificio de una pasión contenida dentro del arco de una imaginaria ballesta, que al dar en el blanco elegido, se desata en un frenesí de caricias y besos que anuncian el advenimiento de un paraíso inacabable, aunque sin dejar de presentir que no es tan así, que no puede ser así, ya que todo mortal sabe que  la felicidad en esta vida es tan solo un aliento pasajero y el único consuelo que cabe es el de vivirla a fondo, hasta cuando el cruel destino condene a los amantes a su fatal separación definitiva.

Para un mejor conocimiento e íntima adhesión al profundo dolor que embarga a la amante abandonada por la prematura desaparición de su amado, cabe destacar algunos poemas (elegiremos sólo a tres de los muchos que bien pudieran también escogerse) a fin de revivir la creatividad inédita, aún en poetisas tan célebres como nuestra inmortal Gabriela, que saca a relucir extensamente, derramando lágrima tras lágrima, la nueva creadora de este flamante libro titulado “Al otro lado del espejo”.

En primer término, está el bello y perfecto soneto que alude  prematuramente al tiempo que precede al idilio, inspirado según su autora, en la frase de su colega, la poetisa bonaerense María Elena Wash, fallecida ha poco, y que dice así:

…cuando yo no te amaba todavía
-oh verdad del amor, quién lo creyera-

Reproduzco a continuación el soneto de Patricia basado en este tópico, para luego expresar la impresión que recibí de su lectura (p. 75 de su libro):

El beso alado.

Ya no tengo recuerdo si aire había
ni si la ola sin cesar golpeaba
esta orilla que siempre te esperaba
cuando yo no te amaba todavía.

El color del ocaso no lucía
ese brillo de luz que se alejaba
ni la noche tan dulce se acercaba
cuando tú no me amabas todavía.

Desde el sauce la lluvia ya florece
y de sus ramas brota un beso alado
en caricia sutil que me estremece.

Por fin canta el agua de mi pozo
un abrazo que creí ya olvidado,
enlazados quedamos en el gozo.

La proximidad del amor (que ya es inminente) se intuye, a pesar de su aparente lejanía: es aquella ola que golpeaba sin cesar dentro de su corazoncito de doncella, deseosa sin saberlo, de un amor verdadero, y por el hecho de ser verdadero, definitivo.

No había aún nada que se le pareciera a la alegría de gozar la vida en plenitud. Ni siquiera la hacía colmarse de embeleso la belleza inefable de los crepúsculos tornasolados. Ni, menos aún, podían ser realmente felices sus noches solitarias, de meditación y de preces… ¿Por qué? Porque el amado tardaba todavía, insensiblemente, en llegar hasta sus brazos ansiosos de amar y de ser amada.

Pero hay un instante, muy fugaz como todo instante, en que brota como una gota de agua, el ósculo reverdecido de las ramas caídas de un sauce llorón. Es el “beso alado”, beso que ella siente como de muy tenue y fugaz contacto, pero que es la gloriosa materialización de sus deseos adolescentes, ya que aún tratándose de una “caricia sutil”, como el del roce de un ala de ruiseñor, logran estremecerla con el sello de aquel amor que nunca morirá.

Y viene finalmente el cantar del real pozo que contiene la sangre en sus venas y en su corazón. Se halla dulcemente acrecentado por el intenso estrechar de aquellas dos almas que gozarán de las delicias de ese amor fecundo, impuesto para hacer nacer, crecer y vivir con alegría a todos los seres vivientes.

            Demasiadas palabras, ¿no es cierto? Como para estropear la singular belleza del soneto de Patricia. Pero es lo que pasa con los comentarios de los críticos. Como si fuera uno de ellos, me he limitado a balbucear lo que he sentido al leerlo. Sé que habría mucho más que decir. Se lo dejo a ustedes, mis queridos lectores.

            No quisiera seguir adelante con el tema del amor realizado con felicidad plena. Hay poemas de sobra para ello. Y también palabras de sobre de mi parte. Hay que leerla a ella, a Patricia, que es una real maestra en el tema.

            Peregrinaremos hacia aquel lugar empinado, pedregoso y solitario donde yacen en tropel los corazones rotos por el amor perdido, en este caso, por lo que es tan inevitable como definitivo: la muerte de un ser amado y lo que es peor, del amor erótico puro, de ese que se lleva por toda la vida de la pareja, hasta que la muerte separe para siempre a los amantes que sentían que su unión era más que perdurable, eterna.

            Y seleccionaremos por vía de ejemplo dos poemas de Patricia: uno que he denominado de las ansias desalentadas y el otro de los anhelos imposibles.

            Leamos primero el de las ansias desalentadas, como yo lo llamo:

Esos colores perdidos.
                   
Quisiera dormir profundo
y soñar
que fueran pinceles mis manos
y en trazos fugaces,
bajar del cielo el magenta,
aquel del atardecer furtivo y subir
desde la aurora el rosa,
el rosa de tus promesas
que lucha contra las nubes que ya borran
tu recuerdo.
O en los colores sin nombre
hacer mezclas de matices
hasta encontrar un reflejo, tal vez un tono,
tan sólo uno,
de tus susurros amados;
o quizás el brillo negro
de tus ojos tan oscuros,
como sombra del silencio.

¿De qué color son mis ansias
de estar contigo esta noche?
Ya no es verde la esperanza:
tiene el color del olvido.

¡Oh espejismo bienamado!
Si tan solo pudieras
arrullarme a la distancia,
dibujar tales palabras
que le den vida a mis sueños
y sentir tu dulce savia
recorrerme hasta los huesos
como si estuvieras cerca,
a mi lado así,
… así te siento.

            Este es el clamor desesperado de la mujer aún joven que lucha contra el desaliento, por aquella ausencia del amado que ya se torna intolerable no solo por la extremada duración del tiempo que transcurre, sino por lo inexorable de la separación. E imagina el milagro de que sus manos se tornaran en pinceles que pudieran reproducir con sus colores y matices la inefable felicidad del amor experimentado otrora con el amante, ya inevitablemente perdido para siempre. Pero hay un inconveniente. Y es que los colores y los tonos debieran naturalmente ser tan gloriosos como los de aquel tiempo vivido, que solían retratarlo a diario, por las mañanas, por las tardes y por las noches.

            Mas aquello no es posible. Habría que recurrir a los tonos inéditos, virtuales, que carecen de nombre, capaces de descubrir un simple reflejo, aunque fuera un tono de algo que al difunto le hubiera pertenecido, acaso un beso, un susurro, o lo peor por estar muerto: “quizás el brillo negro de tus ojos tan oscuros, como sombra del silencio”… Pero esas no son las ansias verdaderas de la amada, ni siquiera el verde de una esperanza “real”, sino, dolorosamente, “el color del olvido”.

            Solamente queda un engañoso consuelo: “los sueños”, “el arrullo” “a la distancia”. “sentir tu dulce savia”, “recorrerme todos los huesos como si estuvieras cerca”… ¡Un imposible! Sólo resta soñar, “así, … así te siento”. Un autoengaño desesperado, que no representa nada, porque la nada y la muerte están alli, muy activas, presentes en los sueños imposibles de un idilio que es una quimera, un deseo irrealizable, que no quiere y que no puede sentirse como tal.

            Vamos, por último, a los anhelos definitivamente vividos por la amada como sin substancia, como que no tienen consistencia alguna en la realidad, y no queda otra cosa que conformarse con la irrealidad de los sueños del amor, que ya son algo. Y con eso entramos al segundo poema, bello, como todos los que compone una poetisa sabia, como Patricia Benavente, que termina cobijándose en su excelsa poesía, el único consuelo que le queda a una genial creadora de lirismo como es ella:

            El poema es “Bésame” una de las más hondas creaciones de Patricia, que los lectores pueden leer, junto con muchas otras,  en la página 105 de su hermosísimo poemario;

Bésame.

Bésame los ojos,
bésame los sueños,
sí, tus besos en los míos
o tus manos en mi espalda
y siente…

cómo la fiebre me abrasa,
cómo mi piel se desangra

en este dolor que me lanza
en sima oscura,
me roe la fuerza y

por eso
te pido
bésame los ojos,
beso yo los tuyos,
soñemos que estoy
cuando ya no esté.

Es un canto a la resignación eterna del amor perdido por una muerte prematura. No hay nada de erotismo. Solo acatamiento del negro destino que solo aparentemente rompió con una vida en común. Sí. Aparentemente. Porque aquella unión entrañable sigue viva. Los besos soñados son tiernos y suaves, superficiales en lo físico, pero profundos en el sentimiento.

            Y ella, para disipar de una vez “ese dolor que la lanza en sima oscura y le roe su fuerza”, le hace pedir a su amado una sola cosa: un ósculo recíproco y a la vez casi impalpable a los ojos para soñar de una vez que ambos son un par de almas que se quieren intensamente desde y hasta una eternidad. Por eso ella dice: durante aquel beso espiritual “soñemos que estoy cuando ya no esté”. Es como un ansia desenfrenada de morir de una vez por todas para ir a unirse a su amado por toda una eternidad…

            Estimados lectores: si en algo aprecian el valor sublime que tiene el amor entre un hombre y una mujer y que está siempre presente, más allá de la muerte, no dejen de leer este hermoso poemario de Patricia Benavente. ¿Y qué es lo que está “Al otro lado del espejo”, tanto al frente como atrás?, me preguntaré a ustedes. Yo les daré mi intuitiva respuesta: -Al lado frontal del espejo, la que se está mirando hacia él, es Patricia. Y detrás, muy al fondo del espejo, misterioso, invisible e imaginariamente un ángel venido desde el mismo cielo, está él, “el amado inmóvil”, como diría yo parafraseando a Amado Nervo.

            Pero, estimados lectores: “Al otro lado del espejo” no termina aquí: restan todavía tres hermosos capítulos “El encanto de las olas”, “Perlas de sonido” y “Miradas”, que suman varias decenas de páginas poéticas donde Patricia luce maravillosamente su vena lírica, sin olvidar personas, sitios, paisajes y ambientes de todos los estilos, que son como un remanso de cantares, donde no deja de aparecer, aunque sea muy de tarde en tarde, el tema del amor romántico, como en aquel tan breve y precioso poema titulado “Caricia”:

En el espejo del mar
escribo tu nombre.

Por no borrarlo, las olas
con cuidado lo transportan.

En espuma lo acaricio
cuando regresa a mi arena.

Breve y bello, ¿no? Un aliciente para que empiecen hojeando el poemario y terminen deleitándose con toda su lectura.

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