viernes, 11 de mayo de 2012

El aprendiz de ladrón. De Félix Pettorino.



          Creo haber descubierto que el apropiarse de lo ajeno es realmente un instinto natural de la especie. Nos viene de ese período tan lejano (investigado hasta ahora sin éxito por la Paleontología): en que dinosaurios, plesiosaurios, iguanodontes y tantos otros lagartos gigantes hacían impunemente de las suyas; y hasta los animalejos de esa remota edad osaron también meterse en la colada: peces, mamíferos y volátiles cifraron su frágil supervivencia en apropiarse de lo ajeno, empezando por el alimento y terminando con la propia existencia del impávido ser que tenían por delante.

          ¿Y qué me dicen de las diminutas amebas, pertenecientes a un período notablemente más remoto, como el Paleozoico? ¿No eran acaso unas redomadas ladronas, tanto de nutrientes como de vidas ajenas? ¡Y lo peor es que lo siguen siendo! ¡Cuánta gente está muriendo ahora, en las vecindades del siglo XXI, por culpa de ellas! Lo he leído en los periódicos. Y lo he visto, no sin espanto, en la TV.

          Por otra parte, la historia del hombre también está atiborrada de latrocinios. Y no sólo de aquellos, tan indoloros en su ejecución, como los hurtos y los alucinantes fraudes, escamoteos y estafas. Ni hablemos mejor de los asaltos a mano armada ni de aquellos otros, más mortíferos y masivos, como son las guerras. Se puede decir, sin el menor riesgo de error, que la capacidad de rapiñar está en directa proporción con la dimensión de los imperios... Pruebas al canto: a los breves períodos de descuido o de despilfarro imperial, suele suceder la más negra de las decadencias.

          -¿A qué viene todo esto? - me acaba de preguntar mi siempre inquieta (cuando no alarmista) compañera, doña Conciencia. Le respondo con la mayor amabilidad posible:

          -A un hecho no banal: acabo de vislumbrar, sobre el escaño en que me hallo sentado (y que abandonó ha poco un hombrecillo rechoncho), un hinchado envoltorio de cuero de cocodrilo, similar al mío, pero bastante más viejo y deteriorado, y, al parecer, su buen poco relleno; en suma, una billetera que de seguro que contiene una bonita suma en billetes de los grandes ... Y justamente: hace apenas unos escasos minutos, lo había divisado manipulando en él algunos de esos papelotes azules con varios ceros a la derecha que provocan la ansiedad de tanta gente, incluso de mí mismo, no lo niego...

          Ni siquiera atiné a dar el esperado alarido que alcanzara a llegar con su estridente volumen hasta los oídos de ese pobre hombre descuidado. En lugar de eso, me solacé durante un buen rato fantaseando e imaginando cosas. Por ejemplo, a cuánto podrá remontarse la cantidad suculenta de piticlines que promete este buen hallazgo mío.

          Nótelo bien, prudente lector: no es mi deseo entrometerme en privacidades ajenas. Para tranquilidad de mi compañera, no es mi propósito, al menos por ahora, el de interiorizarme en las intimidades que atesora el promisorio bulto con que acabo de toparme. Sólo quisiera conocer algunos datos generales útiles (creo) para el descuidado perdidoso...Y ya casi, casi, estoy por decidirme a profanar (eso sí que con las mejores intenciones) el cúmulo de secretos que guarda, para satisfacer por lo menos esta curiosidad (¡por favor!: de ningún modo malsana) que me roe las vísceras.

          - Mala cosa es esta, amigo Celedonio, porque es ya un comienzo de rapiña psicológica, perfectamente inocua, según crees, pero por ahí se comienza, por ahí se comienza ..., - me advierte ceñudamente doña Conciencia, mi insobornable compañera.
          Pero yo ya estoy casi lanzado. Sólo me detiene aquella frasecilla que aprendí en los lejanos tiempos de mi infancia: y que me la empieza a refregar con majadería esta buena amiga inseparable que yo tengo, doña Conciencia, quien -a pesar de llevar nombre de mujer- no es otra cosa (supongo) que mi otro yo interior, absolutamente inalejable, por lo que he podido apreciar:

          -"¡Ni ojo en carta, ni mano en plata!"

          Y luego, con más saña, este otro baldón condenatorio:

          -"La ocasión hace al ladrón".

          Pero,como contrapartida, pugna también por acudir en mi defensa aquella réplica que emerge de labios de almas más desaprensivas:

          -"La ocasión la pintan calva".

          Y luego esta otra:
          -"Quien roba a un ladrón tiene mil años de perdón", porque -ya no me cabe la menor duda-: - Ese señor obeso, que acaba de abandonar mi asiento en el parque, de seguro que se habrá apoderado de algo ajeno, al menos una vez en su larga vida... Pues todos (o casi todos) los humanos, por nuestros genes biológicos y por los pésimos antecedentes históricos que, para mal ejemplo, nos enseñan desde pequeños en la escuela, y, más tarde, en todas partes, somos, sin excepción, esto y nada más que esto: ¡unos redomados ladrones...!

          Pero, ¡cuidado!: mi escrupulosa camarada doña Conciencia me acaba de salir de nuevo al paso con una inocente pregunta que para que usted, caro lector, lo sepa, no me ha hecho la menor mella:
          -¿Y si ese señor no fuera sino un honrado ciudadano, incapaz de adueñarse de nada ajeno, ni siquiera, como es nuestra inveterada costumbre, de un libro prestado?
          -¡Bueno! ¡Está bien! - le contesto. -No pienso sacar de la billetera de mi ex vecino de escaño ni siquiera una de los numerosos prates o gabrielas que debe haber en su interior. Sólo quiero echar un breve vistazo para saber a cuánto asciende la suma del dinero perdido, a ver si, cuando menos, pudiera haber alguna hipotética recompensa en perspectiva.

          -¡Siempre pensando en tu personal y egoísta interés! - me machaca sin compasión mi nunca bien ponderada compañera de ruta.

          Y vuelve de nuevo a la carga:

          -¿Por qué no tuviste el mismo celo para llamar a gritos a ese pobre caballero que se iba sin su dinero y sin sus inapreciables documentos?
La verdad es que no hallo cómo responder a tan maciza argumentación, pero, como es mi costumbre, no le hago el menor caso cuando se trata de fruslerías de esa clase y, además, pacientísimo lector, (usted muy bien debe saberlo): la curiosidad supera a veces al amor ..., porque ¡es más fuerte!"

          Y con una mueca despreciativa, aprieto cada vez con más fuerza el objeto de mis sueños y tribulaciones; pero, en verdad, aún no sé, no sé qué hacer...
          Después de varios minutos de rumiar y de volver a rumiar mi dilema, llego a la conclusión de que ya está bueno de especulaciones y de que debiera entrar sin mayores rodeos, a la acción directa. Así es que...: ¡la suerte está echada, todo resuelto!: Examinaré el contenido de la billetera para indagar (¡sólo para indagar!) quién demonios puede ser el propietario de tan tentador adminículo, descifrar sus datos personales: oficio, estado civil y domicilio exactos y precisos (que los debe tener escritos en algún lado, tal vez en alguna carta o tarjeta, en el carné, ¡qué sé yo!) y así poder ir a de-vol-vér-se-lo en seguida, porque, para que lo sepa Ud. señora Conciencia: Yo no soy ningún ladrón de esos.... ¡qué se ha creído usted! ¡Mujer mal pensada!

          -¡No te vayas a arrepentir después...! -insiste susurrándome al oído mi imperturbable socia a la fuerza. ¡Mira que las novedades con que te topes te pueden arrastrar a más de alguna detestable decisión: Por ejemplo: ¡el execrable pecado mortal de “¡no robarás!”, la irresistible tentación de apoderarse de la privacía de otro, de todos sus bien ganados ahorrillos! (¡una fortuna!, si es tal el billetaje que se oculta tras las escamas de ese saurio de los pantanos). Y vas a caer en el delito de hurto de un dineral, con todas sus consecuencias que es del caso imaginar: morales y, lo que es peor, para tu ego, ¡legales...!”

          -¡No, no y no! Debiera usted saberlo: ¡yo no lo haría, de ningún modo! - me defiendo, aunque en lo más recóndito de mi ansioso corazón, (que me palpita con inusitada violencia), titubeo, vacilo... La verdad: no me hallo tan seguro.

          Siento cómo me tiemblan las manos sudorosas, pero simulo fortaleza, y grito con un dejo de vacilación que me empeño en ocultar:

          -¡Ya ves que tus malos presagios no me asustan ...!

          -¿Y si no encontraras nada, en absoluto? -me contraataca con su acostumbrada calma mi compañera. ¿Qué pasaría? Pues: ¡que te quedarías como un estúpido frustrado, con una falta cometida gratuitamente y, para peor, sin asunto!

          Mas, como ya se habrá dado cuenta el que presumo astuto lector-, yo no soy hombre de amilanarse por banalidades. La sola posibilidad de encontrar novedades insospechadas, de penetrar, sin más, en el “sancta sanctorum” de lo desconocido, de desentrañar sus secretos, o de toparme de pronto con ese “golpe de suerte”, con esa especie de “entierro” que tantos buscan y rebuscan por la vida sin el menor éxito, me hace desechar, como irreales y exageradas, las prevenciones y reticencias de mi honestísima amiga. ¿Por qué no podría ser yo alguna vez, en mi anodina existencia, el individuo marcado con la fausta señal de la abundancia, que los dioses prodigan con tan escasa generosidad a los mortales?

          Mi pobre acompañante parecía apabullada con tan sólidas (como me lo parecieron) argumentaciones. Y no pronunció una palabra más, en una especie de silencio delator.

          Y sin decir ¡agua va! me dispuse a violar tan preciado hallazgo.

          Y en verdad, fue así, al menos en parte: preciado y también hallazgo, pero no, con toda propiedad, como diría un purista de la lengua española que dicen que hablamos.

          Al desplegar la cocodrilesca billetera entre mis dedos, lo primero que encontré fue ... (¡adivine usted, diligentísimo lector!) pues...: ¡Nada más ni nada menos que ...mi propia fotografía, estampada en una trivial y archiconocida cédula de identidad!: ¡la mía propia, sin duda alguna!

          Pero había también otra sorpresa, aún más inquietante: En lugar de los suculentos billetes, ¿qué cree usted, compasivo lector, que encontré? Pues: ¡papeles y más papeles, notas de cobranza, tarjetas inservibles, avisos de vencimientos, documentos por pagar, ¡y todos míos y requetemíos!

          -¿Y el dinero? - me preguntará acaso ya por tedio o aburrimiento algún curioso lector, si es que ha tenido el valor de llegar hasta este frustrante desenlace... ¿Y el dinero? ¿Qué me dice usted del dinero?

          -Si!- ¡el dinero!. Eran noventa y cinco mil pesos que había allí en mi reluciente cartera de cocodrilo. Todos y cada uno de ellos destinados a apaciguar a varios de mis más impacientes acreedores... ¡Se habían hecho humo!. ¡Ah!:¡ El hombrecillo rechoncho aquel! Por algo abandonó el escaño con tanto apuro...

          ¿No digo yo? ¡Todo ser humano es un ladrón en potencia! Y lo digo y lo repito con rabia: ¡Todos somos, genética y antropológicamente hablando, ¡unos redomados ladrones!

          Bueno, después de todo ..., al menos algún leve atisbo de conciencia (de conciencia con minúscula) debe haber tenido el gordito aquel: Sin meditarlo un momento, tuvo siquiera la amabilidad de dejar al menos mis documentos...

          Y, además, me queda otro consuelo. Y de los grandes:

          ¡Oh, doña Conciencia mía, amiga personal de toda una vida!: -¡Tú sí que eres honrada

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