domingo, 13 de mayo de 2012

Caperucita Verde, 2ª parte. Concluye en la 3ª parte, mes de mayo. De Félix Pettorino

Y se le puso firme en su cabeza de niña buena la idea de que tenía que salir no más a preguntarle al feroz animal qué había que hacer para que él se pusiera bien aguachadito como el lobo de San Francisco, y así no anduviera comiéndose a los venados ni a los borreguillos, ni a las aves multicolores que revoloteaban por el bosque, ni tampoco a la gente, como lo quiso hacer el verano pasado con ella y su abuelita.

Y Caperucita sentía mucho miedo, pero tenía también hartas ganas de no sentirse tan asustada... Y también quería andar esparciendo una bondad parecida a la del santo de la poesía, así es que se vistió de pies a cabeza con su capita y capucha verde, y con sus zuecos y medias también verdes, y tomó su cesta de juncos con el firme propósito de acudir hasta el bosque cercano de los alerces con el pretexto de ir a coger fresas para la casa...

Pero como el pequeño lector debe haberse dado cuenta, su real voluntad y decisión era la de ir a toparse con el Sr. Lobo, aunque la verdad es que a lo mejor no, y podría darse un hermoso paseo en medio del fresco murmullo del follaje y sólo limitarse a mirar y a oír a la Madre Naturaleza y a llenar hasta el tope la cesta esmeralda con las más gordotas y sonrosadas frutillas que fuera capaz de encontrar por las cercanías de la floresta ... Sin embargo, se le presentó una dificultad, en la que no había pensado hasta que estuvo bien trajeada de verde: tendría que ir a la sala de costura a pedirle permiso a su abuelita, que, como ustedes saben, era muy buena, pero a veces se ponía un poco estricta cuando pensaba que había algún peligro de por medio.

La niña, para no despertar los temores de la anciana, no se atrevió a decirle nada acerca de sus proyectos franciscanos sobre Don Lobo (“a lo mejor ni lo divisaba siquiera”) y sólo le pidió que la dejara dar una vueltecita por el borde de los alerzales, a ver si podía traerle algunas fresas para que le preparara aquellas sabrosísimas mermeladas que la viejecita acostumbraba hacer durante los últimos días del otoño.

Pero la abuela se anduvo asustando su buen poco, porque al tiro se acordó del feroz animal que tantos sustos y malos ratos le había traído, y tuvo hartas ganas de decir “que no, que no y que requetenó”. Pero al ver a su nietecita tan entusiasmada con la dulce promesa de fruta fresca (que ya estaba escaseando en la despensa) y, además, porque ya no era una niña tan chiquitita así, le dijo al final que “bueno”, pero que tuviera cuidado y que no se atreviera ni por jugar a entrar en la espesura de la arboleda...

Así es que después de muchas preguntas y vacilaciones, le dio (¡por fin!) el ansiado permiso, a condición de que, en caso de apuro, llamara al señor Guardabosques con los chiflidos más potentes que pudiera, y que la excursión la hiciera a pleno día, lo más cerca posible de la casa y sin demorarse mucho (“no más de una horita”) y un montón de otras cosas más que ya ni me acuerdo...: “-¡Sólo afuerita del bosque no más!” fueron sus últimas palabras, al despedirse de ella...). Y no dejó de mirarla llena de preocupación hasta que la grácil Caperucita se perdió como un vilano bailarín en la lejanía.

Bien, es el caso, queridos niños, que ya tenemos a nuestra heroína vestida toda de verde, caminando, trotando y hasta brincando a ratos como una cabrita del monte, con su canastilla de juncos más liviana que una pluma (como que iba vacía), rumbo al alerzal erguido en medio de una hondonada, como a unas veinte cuadras de distancia, poco después de una loma inflamada de verde y cubierta de hierbas atestadas de flores de todas las formas y tonos, que tú, querido lector, podrías pintar con tu fantasía... ¡Era como para quedarse ahí todo el rato y no seguir avanzando un paso más en busca de esa bestia tan dañina!

Y el cielo estaba tan azul, que parecía un inmenso lago de aguas mansas y cristalinas, surcado de vez en cuando por tropas de algodones deshilachados de un color blanco purísimo. Caperucita iba, pues, tan feliz de la vida, disfrutando de aquella belleza y frescura que el Buen Dios había puesto a su alrededor, que a ratos hasta se olvidaba de la “peligrosa” misión que tenía por delante... Pero no dejaba de preocuparse de lo que tendría que decirle al “Hermano Lobo” (como lo llamaba el Santo de la poesía) para convencerlo que de aquí en adelante tendría que portarse bien, para que la gente lo quisiera y lo alimentara como Dios manda..., y no le tuviera tanto susto:

- “Señor don Lobo: Sé por un santo llamado Francisco que usted en el fondo es bueno de verdad. ¿Podríamos conversar un rato como dos hermanos?”

¡Justo sería eso lo que le diría! A ver si con esa manera amistosa de empezar la conversación, el animal se aguacharía y se pondría tan manso y amoroso como su Pompón. Como lo recordarán, era el nombre de su gracioso faldero lanudo.

Pero la niña ni siquiera sospechaba la amarga sorpresa que la esperaba en cuanto lograra remontar la loma, siempre cubierta de pasto y matorrales hasta la misma cumbre. ¡Adivinen ustedes, mis inteligentes lectores, lo que vio nuestra simpática heroína!

Apretó fuerte, fuerte sus lindos ojazos negros como el carbón para mirar lejos, bien lejos, lo más lejos que pudiera ... ¿Y se imaginan ustedes que fue lo que vio?

¡Ay! ¡No saben cuánto me cuesta decírselo!: ¡Ayayay!: ...¡Sólo un gran hoyo negro de humedad y abandono, sin ninguna planta, todo cubierto de piedras, trozos de troncos mal cortados y ramas secas o deshojadas tiradas a diestra y siniestra por el suelo...! ¡Y el alerzal había desaparecido, como si se lo hubiera tragado la tierra!

¿Qué podría haber pasado? Caperucita, muy afligida, se puso a pensar. Por un momento creyó que se había perdido de nuevo, como la otra vez, cuando era más chiquita, y se le apareció el temible Lobo Feroz...

Pero no, no podía ser, porque se había detenido en la misma cumbre de la loma, justo bajo la sombra de un arrayán, con su típico tronco de color canela, desde donde ella se solía solazar contemplando la grandiosidad del bosque de alerces, algunos de ellos hasta con sus miles de años de vida, todos como soldados gigantes listos para iniciar un magnífico desfile de titanes...

Luego miró hacia atrás: allá lejos, en lontananza, entre unas araucarias que parecían esqueletos de paraguas enormes, se divisaba la monona casucha donde ella vivía feliz con su abuelita. Hasta una especie de resorte de humo algodonoso y espeso revelaba que, tan puntual y hacendosa como siempre, estaba ya preparando el almuerzo. Y el imponente alerzal debería mostrar su verde figura, justo al frente, sólo a unas dos o tres cuadras de distancia, y ...¡no había nada que mirar!

Para asegurarse bien de lo que pudiera haber pasado, avanzó resueltamente en dirección al “bosque fantasma”, cuando a poco andar entre unos matorrales, empezó a sentir bien bajito unos gemidos, como los que hacen los gatitos cuando tienen hambre y buscan inútilmente a la mamá, que anda “patiperreando” por los tejados.

Justo a la vuelta de una frondosa mata de boldo, sentado a medias sobre un peñasco deforme, con el rostro hundido entre sus grandes manazas, estaba el señor Guardabosques sollozando como cabro chico ... Al ver a Caperucita, lanzó un suspiro seguido por unos cuantos hipos y gimoteos y se desahogó bramando:

-¡Oh, Dios! ¡Mi bosque de alerces, mis pudúes, mis loicas, mis choroyes, mis mariposas, mis abejitas, mis queridas fucsias que cuidaba con tanto esmero...! ¡Hasta el lobo que se las daba de tan guapo ha desaparecido!

Caperucita se dio por fin cuenta que no estaba viendo visiones: ¡Era bien cierto que el bosque monumental de tantos siglos de vida se había esfumado como si lo hubiera arrancado de raíz un vendaval espantoso o se lo hubiera tragado la tierra en un terremoto de verdad! Pero ni ella ni su abuelita habían sentido nada... Además, no había tiempo, por ahora, de pensar y de angustiarse más por tamaño cataclismo.

Llena de compasión por el sufrimiento de quien había sido siempre el gran protector y amigo de su familia y de toda la región, se acercó a él con la suavidad y la ternura que eran habituales en su temperamento de niña buena, para calmar y reconfortar al hombre desvalido. Y mientras le palpaba la cabeza cana con una de sus delicadas manitas, le susurró con dulzura:

-No llore, por favor, señor Guardabosques. Todo este desastre que vemos debe de ser por el maleficio de alguna Bruja Mala de esas que habitan en las grietas de las Montañas Azules y que sirven de dormitorio a los siniestros vampiros ... Ya vendrán en nuestro auxilio los Ángeles Custodios, que - como usted sabe- nunca nos han fallado.... La abuela me enseñó a rezar unas letanías para que acudan a socorrernos lo más pronto posible . Ya verá, ya verá usted como vuelve a aparecer el bosque, con sus grandes alerces, sus venados enanos, sus pajaritos de guata roja, sus loros parlanchines, sus mariposas y abejas juguetonas y sus fucsias color obispo... Y de seguro que se asomará hasta el mismo Lobo, que debe andar harto hambriento por ahí...

El señor Guardabosques levantó la cara toda sucia por los lagrimones que no dejaban de salirle, sacó un pañuelo arrugado, se secó la nariz a medias y se apresuró a contestar:

-¡Ay, mi querida niña! ¡No sería tan difícil si se tratara del encantamiento de una bruja infeliz! Es algo mucho peor, que ni su Ángel Guardián, que hace buena pareja con el mío, y ni siquiera los dos juntos serían capaces de reparar tanto estropicio, con todo lo avispados y poderosos que son... Porque esto no es cosa de hechizo, sino algo real, ¿me entiende? Y al decir real, maltrató la palabra retorciéndola con los dientes: ¡re-al!

-¿Re-al?- musitó apenas Caperucita.

-¡Sí! ¡re-al! O sea, no se puede hacer nada con la ayuda de las fuerzas celestiales, porque esto no es cosa de Brujas ni del Diablo... ¡Si todo está desaparecido, cuando no muerto, pudriéndose en el suelo! ¡Qué pena, Señooor! Dicho lo cual, se plantó a gemir de nuevo sin la menor vergüenza de que Caperucita lo estuviera mirando...

La niña, con mucha aflicción, y con los ojos bien abiertos por la sorpresa y la pena que le daba ver a un gigantón tan abatido, se esforzaba por consolarlo con sus manos de seda, a medida que le iba diciendo:

- Y si no es obra de espíritus malos..., ¿quién podría ser entonces, señor Guardabosques?

- ¿No lo adivina usted, Caperucita? - se esforzó por preguntar el hombrote, un poco más reconfortado con la tierna actitud de la chica.

- No. No tengo la menor idea - se limitó a contestarle.

- E ...Es un A-se-se-rra-de-dero, balbuceó Ño Jacinto, que así se llamaba el señor Guardabosques.

- ¿Un Ha cer qué...? se atrevió a preguntar Caperucita.

- ¡Un Aserradero! bramó entre lágrimas el hombre. Con sus enormes máquinas que parecían dinosaurios, pero mucho más grandes y fortachos, ese “Monstruo” del diantre, con el permiso de usted, convirtió en palos y astillas el gran alerzal en menos que canta un gallo... Y yo no alcancé ni a sacar mi escopeta para corretearlos como se lo merecen esos malandrines...

- ¿En palos y astillas? - musitó apenas Caperucita.

- ¡Y también en esos cerros de aserrín que se ven al fondo de la quebrada! - gritó con desesperación Ño Jacinto mientras señalaba con su índice tembloroso unas elevaciones cafesosas que parecían cerros de verdad, pero todos pelados, sin una pizca de pasto.

- ¡Allá lejos los estoy divisando...! ¡Qué feos se ven! - ratificó la niña.

- ¡Sí, sí...! Ahí está el bosque, el hermoso alerzal de antes, que demoró tantos siglos en crecer, convertido en un montón de cerros horribles de aserrín y astillas! ¡Y con él se me fueron o se me murieron todos mis animalitos, mis luciérnagas, mis mariposas, mis choroyes, mis loicas! Sólo ha quedado esa horrible maquinaria que hoy descansa muy satisfecha de todas las maldades que ha cometido, a la espera de dar buena cuenta de todos los bosques que llegue a pillar... Hasta el pobre señor Don Lobo anda todo descalabrado y enfermo, como si lo hubieran molido a palos ... El infeliz animal ya no tiene fuerzas para arrancarse a otros bosques, porque están muy requete lejos y, así como me lo dejaron, no alcanzaría a llegar ni a la vuelta de la loma.

- ¿El pobre señor Don Lobo? - preguntó extrañada Caperucita.

Pero el Guardabosques continuó con sus lamentaciones, como si no la hubiera oído:

- ¿Qué se puede hacer, Señorcito mío? Se acabó el mundo en que yo vivía y trabajaba, me he quedado solo en este desierto ... ¡qué pena, qué dolor más re grande, patroncita!

Y mientras decía esto, se retorcía las manos de desesperación y luego se puso de nuevo a llorar a moco tendido.

Caperucita no hallaba qué hacer ni qué decirle para consolarlo. En realidad se trataba de una situación bastante triste, que parecía no tener ningún remedio por donde se la mirara. Y no atinó a hacer otra cosa que a palmotearle el hombro con su acostumbrada dulzura, a la vez que le preguntaba:

- ¿Y el Sr. Lobo Feroz? ¿Es que no se sintió capaz de hacerle frente a esa especie de ogro que ..., ¿cómo se llama? ...¿el Hacer Rateros ...?

El Guardabosques, sin levantar su testa medio calva y medio canosa, ya que la mantenía metida entre sus corpulentos brazos, murmuró entre dientes:

- ¿Es que no sabe, no tiene idea usted, Caperucita, de lo que es realmente un Ase-ase-rradero?

La niña, después de pensarlo un poco, se atrevió a contestar:

- Yo creo que debe ser un Ogro inmenso o un Gigante tan feo y enorme, que para vivir tiene que alimentarse de los árboles más grandes que encuentre. Y se los come enteritos de un prun...
(Concluirá en los próximos días)

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