sábado, 12 de mayo de 2012

Chilito lindo: ¡cuánto se sufrió por parirte ante el mundo!

        Romance del descubrimiento de Chile.
 (Canta el trovador Félix Pettorino).

Cabalga Diego de Almagro
desde sierras del Perú.
Va el pendón del rey Don Carlos
con sus huestes rumbo al sur.
Son doscientos españoles
bajo el signo de la cruz,
y dos mil indios sirvientes
sufriendo su esclavitud.

¡Ay, cuán grata es la esperanza
que lo colma de inquietud!:
“Oro del Inca” lo llaman
y dicen que abunda al sur,
allá donde ríos unen
montes al gran mar azul.

Almagro, el Adelantado,
de Manco tuvo noticias
coreadas con gran alarde
en las callejas de Lima:
“Hay -dicen- al sur del Loa,
un mundo de maravillas,
el oro de los tributos
lo traen de Loncomilla
y no hay riqueza en el Cuzco
que de ahí no sea venida”.

Ese edén se llama Chile,
no es fácil de conquistar.
Almagro ordena a su gente
gran cautela al avanzar,
que fraccionen dos columnas,
parte en tierra, parte en mar,
por oleadas sucesivas
la meseta atravesar.
Así, pase lo que pase,
siempre algunos llegarán
y ese edén que llaman Chile
no se podrá escapar.

Por el Este entra a Collao
del Titicaca hasta Paria
y con fieros gamonales
engancha a indios y llamas,
por fuerza, si no es de grado.
Luego, rumbo al Lago Aullaga,
las serranías de Chincha
cubiertas de nieve pasa
hasta llegar a Tupiza
donde lo espera la paga
de más de cien mil ducados.
Es la suma anticipada
que Pauco Tupac reúne
para la ansiosa mesnada:
los yelmos lanzan al aire
las tropas alborozadas,
todo el mundo está contento
de ser parte en la campaña.

Aguardando la cosecha
para partir a Chicuana,
se aparejan las alforjas,
bruñen y afilan las armas
y con gualdrapas de cuero
resguardan la caballada.

Ya en los dominios diaguitas,
a pocas leguas de Salta,
surgen súbitos ataques
desde fosas camufladas,
lesionan a tres soldados
con flechazos a mansalva;
cae el caballo de Almagro
rodando por una zanja.

Presto trepa en otra bestia
clamando ejemplar venganza:
los indios mueren quemados
con su familia en las ranchas,
los que viven son traídos
para transportar las arcas
y hasta deben sostener
caballos y hombres al anda.

Un día entero demoran
vadeando el río Guachipas,
el rabión arrastra mulas,
mucha carga está perdida
y también diez yanaconas
al caudal se precipitan
liberándose en su muerte:
¡ya en nada vale la vida!

Marchando hacia Galumpaya,
se dan raciones medidas:
escasea el bastimento
en esas tierras baldías.
Luego, el paso San Francisco
en la Cordillera Andina,
los aguarda con sus riscos
y sus hielos de agonía.

A doce mil pies de altura
apenas si se respira,
el frío aguza sus garras
de cóndor desde las cimas
y desgaja dedos y uñas
como hojas amarillas.

Caen también los soldados.
¡Ay!, las aves de rapiña
las carnes de los viajeros
se disputan en gran riña.
Los pocos que sobreviven
maldicen el triste día
que optaron por ir a Chile
tentados por la codicia.

Cabalga Diego de Almagro
por los campos de Paipote,
sobrepasando a su gente
con diezmada hueste al trote,
vienen a buscar pertrechos
para trescientos españoles
heridos o agonizantes
en las laderas de un monte.

A Copiapó por fin entran
jineteando a paso torpe,
siembran la muerte a su paso
antes que ella los derrote,
prosiguen hasta Coquimbo,
llega el navío del norte
y un curaca los recibe
en la plaza con su corte.

Almagro, el Adelantado,
del oro quiere noticias:
por los rincones de Chile
busca el “Dorado del Inca”.
No mira sino las piedras
que falso brillo le guiñan,
no ve el crepúsculo rojo
rielando hacia las orillas,
las cascadas sobre piedras
pasa sin verlas ni oírlas,
no ve el crespor de la nieve
en lo alto de las cimas,
ni el verdor de las terrazas
que lugareños cultivan,
ni el rosa de los jarrones
moldeado por manos indias,
no quiere escuchar los cantos
del yal que trae la brisa,
no puede oler las fragancias
de añañucas y de chilcas,
los guillaves de los cactus
los ve, pero no los mira.

Sólo quiere pepas de oro
como puños de guerrero
y doradas estatuillas
para ser fundidas luego.
Sólo ansía ricos pueblos
con sus fornidos esclavos
y metal precioso dentro.

Sólo busca yanaconas
y rehenes principescos
gran comparsa a su servicio,
fama, placer y dinero.
Desea que sus hazañas
dejen al orbe suspenso
y el rey Don Carlos lo premie
armándolo caballero.

Manda a Gómez de Alvarado,
si es posible, hasta el Estrecho,
que Almagro no viaja en balde
con tantos padecimientos.
“¡El tesoro hay que encontrarlo
aunque nos cueste mil muertos!”

Parte Gómez de Alvarado
con setenta y tres lanceros.
Apenas cruzan el Maule,
comienzan los entreveros.
Más allá, en tierras de Arauco,
una turba de guerreros
lo cerca en Reinohuelén.

Ni el caballo ni el acero
asusta a los promaucaes;
antes, los hace más fieros,
y sin cruzar el Itata,
vuelven grupa los lanceros.

Cabalga Diego de Almagro
hacia sierras del Perú,
¡ay, cómo siente perdidos
sus sueños de juventud!,
los pendones mancillados
con los reveses del sur,
allá donde ríos unen
los montes al gran lago azul.
El oro brota a raudales,
entre nubes, al trasluz,
las aves en el desierto
florido son multitud.

Almagro va cabizbajo,
¡cómo denuesta su albur!
Almagro no se da cuenta
lo que ha perdido en el sur.
Sólo la muerte lo espera
en las sierras del Perú.

¡Y Chile quedó a su espalda
envuelto en brumas de azul!

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