sábado, 26 de mayo de 2012

Algo sobre el dialecto chileno. De Félix Pettorino.

El concepto de Español de Chile, como el de cualquier otro dialecto, tropieza con graves dificultades derivadas de la complejidad del tema y de su natural falta de precisión.

                        Sin embargo, es un asunto que reclama constantemente la atención del especialista, no solo por el hecho de suponernos insertos en el particular modo de hablar que se le atribuye a este dialecto, sino también por la frecuencia con que se plantean interrogantes tales como ¿Qué es el Español de Chile?, que –desde luego– hace suponer su existencia; ¿qué distinciones cabe hacer en el Español de Chile?, ¿es posible comparar esta forma del Español con otras también dialectales de la Península Ibérica o de América y cuáles son los criterios que podrían plantearse en estas comparaciones?; los extranjerismos: ¿deforman el dialecto chileno?, y así muchísimas otras preguntas por el estilo.

                        Creo que para lograr una primera aproximación al tema, nada sería mejor que situarse desde fuera, imaginando, por ejemplo, a un ciudadano español “del montón” volteando las páginas de una novela criollista chilena:


-         “¡Benhaiga, m’hijita!
-         ¡Hácele, ñato!
-         ¡Aro, aro!
-         ¡A su salú, prienda!”


                        Todo esto nos suena a nosotros como algo muy conocido y familiar. Sin embargo, para nuestro amable peninsular no sería otra cosa que un modo extraño de expresarse, por no decir una jerigonza bastante poco comprensible.

                        En efecto: si bien en el texto en referencia hay términos que son claramente discernibles por cualquier miembro de la comunidad lingüística hispánica, como m’hijita, ñato, aro, salú, etc., la verdad es que en definitiva muestran un contenido tan particular, que resultaría imposible que lo captara por sola deducción un hablante que fuera del todo ajeno a nuestro medio lingüístico. Así, m’hijita, expresión de cariño compuesta de posesivo más diminutivo, ha llegado a ser en Chile una unidad indisoluble que no supone necesariamente una relación de “paternidad”; ñato, por su parte, es un nombre que no significa aquí, de modo alguno, como nuestro español podría creerlo, ‘un individuo de nariz chata o aplastada’, sino, por extensión de su contenido, ‘individuo a secas’, ‘fulano’. Luego, ¡aro, aro! es la clásica interjección, en este caso geminada, que se profiere para detener el canto y la música de la cueca, descansar un rato y tomarse algún trago, y nada tiene que ver con la cercha de las poleas ni con los aretes o zarcillos que usan las damas para engalanarse.

                        Más, la novedad no está solamente en el significado. Afecta también, a veces, a la forma externa del signo, a lo que De Saussure llamó el significante, v.gr.: benhaiga, por “bien haya”; hácele por “hazle”; salú por “salud”; prienda por “prenda”. En este punto, nuestro buen ciudadano español tal vez se sentiría tentado por enmendarle la plana al autor del pasaje, que es nada menos que Marta Brunet, Premio Nacional de Literatura en 1961:


-         –¡Bien haya, hijita mía!
-         ¡Hazle, chato!
-         ¡Aro, aro!
-         ¡A su salud, prenda!

lo cual nos parecería a nosotros de una artificiosidad insoportable, como que mató de una plumada todo el sabor y gracia de lo chileno que había en el texto.

                        Es que a veces la alteración dialectal del significante implica correlativamente alteración del significado. Así, benhaiga es, en principio, una mera variante de la bendición española bien haya; pero junto con el cambio operado en ella ha llegado a significar algo muy distinto, ya que se usa como interjección expresiva de admiración o entusiasmo; a su vez, chato se ha diferenciado de ñato en la medida en que ambos términos ya no significan en Chile “individuo de nariz aplastada”, sino solo el segundo; mientras el primero denota a quien, o a lo que es notablemente más bajo que lo normal (respectivamente: hombre chato, mesa chata); y el segundo se extiende al contenido de ‘individuo’ a secas; que también ha llegado a contagiar al primero: “–Eh, ñato, vení p’acá = “–Eh, chato, vení p’acá”. Algo parecido sucede en el caso de m’hijita, usada en Chile como simple expresión de cariño dirigida a una mujer.

                        Todo esto lo ignora nuestro español. Él puede haber llegado a creer que el pasaje trata de un hombre de nariz respingada que bendice a una de sus hijas: –¡Bienhaya, hijita mía! Algo así como: –¡Dios te colme de bendiciones, hija de mis entrañas!

                        ¿Qué es este Español de Chile? Desde luego, no todo lo que hay en el pasaje en referencia es ciento por ciento chileno o exclusivamente chileno, ya que hay ciertas estructuras gramaticales, como el imperativo seguido de pronombre personal enclítico y/o de vocativo, la frase nominal compuesta de posesivo y sustantivo, la fisonomía preposicional que adopta cierto complemento, etc., que revelan la inequívoca raigambre castellana del diálogo en referencia. Esto quiere decir, que no todo el castellano que hablamos en Chile puede ser caracterizado como “chileno”, por lo menos en cuanto a aquello que lo diferencia del español general y de sus modalidades dialectales. Pero hay más. Ciertos rasgos que nos podrían parecer bien “chilenos” pueden muy bien no serlo. Así, en el texto en estudio, no es la síncopa de ben por bien ni la conjugación de haiga por haya, ni el imperativo analógico hácele por el irregular apocopado hazle, ni la pérdida de la d final de salud, ni la diptongación también analítica de prienda por prenda, lo que constituye, en esencia, lo chileno, ya que ninguno de estos rasgos idiomáticos puede catalogarse en sentido estricto, y por separado, como exclusiva o integralmente característicos del habla de Chile. La razón es sencilla: en todos ellos se puede reconocer sin discusión una raíz hispánica.
                       
                        -¿Qué es entonces lo chileno? –volverá a preguntarse-. Si por la necesidad de trabajar con conceptos ceñidos y precisos, exigimos que solo lo sea lo que a la vez que sea originario de Chile, sea también propio, único o exclusivo –o lo que es peor aún- integral chileno, corremos el doble riesgo de quedarnos sin nada o casi sin nada y de llegar en muchos casos a una imposibilidad absoluta de determinar si una expresión es o no un chilenismo a carta cabal.

                        Vagamente podría decirse que en este texto de Marta Brunet no son las partes, sino el todo, la acumulación, convergencia, disposición y armonía de una serie de rasgos lingüísticos vigentes desde hace mucho dentro de nuestro territorio nacional, como manifestación popular autóctona, lo que hace posible encuadrarlo dentro del marco idiomático de la chilenidad, y más allá todavía de todo eso, la incorporación al pasaje de realidades y valores tradicionalmente chilenos, como lo es, por ejemplo, el lenguaje especial, característico, que exige la cueca, nuestro baile nacional.

            Más la Lingüística no puede satisfacerse con apreciaciones tan imprecisas como ajenas a su objeto. En lo que a la geografía del lenguaje se refiere, los estudiosos han acuñado desde hace ya algún tiempo, el concepto de isoglosa, que es la ‘línea ideal que se traza dentro del territorio en que está vigente cierto sistema lingüístico particulares, de tal manera que cada rasgo habrá de presentar un dominio geográfico perfectamente definible’.

                        Las isoglosas se clasifican atendiendo al rasgo de lingüisticos que caracterizan.  Así, la isoglosa que delimita el área de un sonido se llama isófona, v.gr.: el yeísmo, el seseo, el ceceo, la aspiración de consonante obstruyente  final de la sílaba, especialmente la -s; el relajamiento o caída  de cierras consonantes finales o intervocálicas, la asibilación de las vibrantes, etc. Habrá, además, de las isófonas, isoglosas isomorfológicas v. gr.: la pluralización en –ses de nombres agudos acabados en vocal acentuadas, como ajises, cafeses, mamases:  la formación del masculino o del femenino analógico, al estilo de dentisto o gerenta respectivamente; el predominio en  la conjugación de  -RA por -SE o viceversa; el leísmo; laísmo o loísmo; el uso de -EAR por -IAR y viceversa: etc. isosintácticas, v.gr.: tipos de orden lingüístico; predominio de la activa sobre la pasiva yviceversa; no uso de prep. a ante complemento directo; uso de que por de que (queísmo), y viceversa (dequeísmo); predominio de la impersonal con se sobre la sin se y viceversa, etc.; isoléxicas, v.gr.: califa, ‘rijoso, libidinoso’, de uso coloquial ´nuevo, algo generalizado en Chile, frente arrecho, -a, propio de Chiloé; pan batido, desde Arica a Valparaíso; pan francés, desde Santiago al sur; gamela, ‘balde’, Norte Chico; manganeso, “loco, chiflado”, Norte Grande; guanay, “bogador, remero”, zona del Maule; chumango “guanaco recién nacido”, Magallanes; Barcoiche chilotismo por Caleuche; sebiche, “encurtido de pescado con limón”, difundido desde el Perú hasta Chile; engrupir, ‘engañar con palabras’, uso chileno originado en Argentina; etc.

                        Lo anterior significa que el mapa del Dialecto Chileno –si así queremos llamar al Español que se habla en Chile– aparece diseñado por una serie de isoglosas que comprenden ciertos rasgos lingüísticos, especialmente fónicos, morfológicos sintácticos y léxicos, que sin ser en su mayoría aplicables exclusiva o totalmente a la integridad del territorio, lo abarcan o lo cruzan en variedad suficiente como para permitir una descripción científica de todo el Dialecto basado en ellas.

                        De ahí la importancia que tiene en estos momentos la investigacion lingüística que tiende al levantamiento de atlas regionales o nacionales, labor ímproba que demanda un gran despliegue de trabajo y también ... un gran presupuesto. Es así como por varios decenios se estuvo preparando el Atlas Lingüístico y Etnográfico de Colombia, bajo la dirección de don Luis Flórez, mientras que en Chile desde la década de 1950-1960 se puso en marcha el Atlas de la Zona Sur, realizado por un equipo de profesores de la U. Austral de Valdivia dirigidos incialmente por Guillermo Araya Goubet; y un intento semejante se plantea más recientemente para el Norte Grande en la Universidad de Antofagasta.

                        En suma: solo pueden hacerse mapas de rasgos lingüísticos, demarcados por isoglosas. Los dialectos no son otra cosa que entidades abstractas construidas aproximada o estadísticamente sobre la base ya más concreta de una variedad de rasgos lingüísticos inventariadas en proporción apreciable como para constituir un código comunicativo diferencial en relación con el resto del sistema.

                        En este punto de la discusión, se plantean diversos problemas no siempre muy fáciles de resolver:

La falta de coincidencia entre el contenido del término territorio lingüístico chileno y el puro y simple de territorio geopolítico chileno. Podrían recordarse al respecto los miles de chilenos que habitan actualmente la zona de Neuquén y otros lugares de la Patagonia cedida a la Argentina a fines del siglo pasado; las comarcas pobladas por aimaraes, pascuenses, mapuches, etc.; las bases de diversas naciones instaladas en nuestra Antártida, etc.

La importancia relativa de los rasgos dialectales en la configuración de los dialectos.

                        Así, los fenómenos fónicos y gramaticales, por su notable complejidad y alto índice de frecuencia, son individualmente considerados tipificadores de conductas, de modos de ser idiomáticos, ya que revelan hábitos lingüísticos, v.gr.: entonación, caída de sonidos, conjugación, manera de ordenar o construir la frase, etc. profundamente adentrados y arraigados en la población que los pone en juego al hablar.

                        Piénsese, por ejemplo, en ese voseo que caracteriza tan admirablemente al chileno y que, a pesar de los esfuerzos de la escuela, se mantiene aún vivo en nuestros coloquios, como muy distinto del argentino, paraguayo o centroamericano. Compárese, por ejemplo, “Vos venís y te la llevái” con “Vos venés y te la llevás”.

                        El léxico, en cambio, aunque de menor índice de frecuencia, da mejor cuenta “color local”., esto es, del ámbito natural y cultural que rodea a la lengua, porque –gracias a su carácter más concreto– tiñe el andamiaje lingüístico con la referencia a los seres, a las cosas, a los contenidos vigentes dentro del mundo del hablante. Por eso siempre es fácil la adscripción del léxico a una zona geográfica o sociolingüística determinada. ¿Quién negará el carácter 100% chileno de los términos de nuestra flora (bailahuén, cóguil, copihue, culén, quila) o de nuestra fauna (cachaña, culpeo, pollolla, traro, tucúquere) o aún de muchas de nuestras expresiones de vocabulario fácilmente identificables por lo típicas que son (arrotado, cahuín, charquicán, chuico, curcuncho, curiche, huaso, huila, machitún, meca, pancutra, paco, pirihuín, pisiútico, sucucho, etc.)? En este punto cobran especial importancia las voces de procedencia indígena vigentes antaño u hogaño en nuestro territorio.

La división de un área dialectal en subregiones es también un aspecto interesante del debate lingüístico, particularmente cuando se dividan zonas tan características como la del Norte Grande y el Chiloé insular. Cabe, eso sí, hacer presente que cualquiera subdivisión que se haga sin tomar en cuenta los resultados de una prolija investigación geolingüística tendrá necesariamente el carácter de provisional o aproximativa.

Interferencia de factores no geográficos. El aspecto geográfico que se plantea en la Dialectología no es el único factor de alteración de los usos idiomáticos. Existen todavía muchos otros: el sexo, el estrato generacional, la confesión ideológica, el nivel sociocultural, la actividad profesional, etc., forman todos ellos una verdadera trama de factores que se entrecruzan constantemente en cada individuo según las diversas situaciones comunicativas que debe afrontar y hacen aún más complicado el estudio de los dialectos.

                        En la consideración de la red de estas coordenadas, el problema de la inteligencia del vocabulario es siempre particularmente importante, sea v.gr.: en habla culta algo profesionalizada: “Blanqueo de divisas impedirá el bloqueamiento del encaje en la superestructura financiera”; o tb. por ejemplo: en el habla popular de los delincuentes: “Amochilaron con el bagayo de tellebis a un carruñero escabio y los tombos ni se transcurrieron”, algo así como ‘cargaron con el botín de billetes a un ladrón de gallinas borracho y los carabineros ni siquiera se dieron cuenta’.

                        Aun en nuestro medio dialectal chileno, como los hablantes de cualquier otro lugar del mundo, vivimos rodeados de lazos de intercomunicación (cada vez más notorios gracias al desarrollo inevitable de la llamada “globalización”), pero también nos hallamos entrampados a veces en barreras idiomáticas que debemos transponer. Cada signo, cada rasgo lingüístico, es un elemento al servicio de la comunicación, pero también suele serlo de la incomunicación; pero esto no es del todo negativo, por el esfuerzo a que nos obliga, ya que sin saberlo ni pretenderlo, estamos constantemente aprendiendo nuestra propia lengua, tal como lo hemos hecho desde nuestra infancia. Si alguien me dice, por ejemplo: “Debieras lustrarte las tatimbas sin calcetines” entiendo perfectamente, aunque nunca nadie me lo haya dicho antes, que las tatimbas son los ‘zapatos’.

                        Dadas ciertas estructuras fonológicas y gramaticales que aprendí a manejar desde muy temprano, voy rellenando huecos con ciertos datos, con ciertos rasgos diasistemáticos que día a día van gradualmente conformando mi particular identidad lingüística. El ideal de un individuo culto es su capacidad de adaptación a esta variada gama de circunstancias, entre las cuales tiene primerísima importancia el diálogo franco, natural y espontáneo, de donde se colige que la escuela no debe limitarse a enmendar lo que supone incorrecto en materia idiomática, sino a enriquecer el bagaje lingüístico de cada educando.

El habla llamada formal culta, propia de la comunicación oficial, es el resultado de la observación del lenguaje de la gente “instruida”, con un algo o un mucho de influjo literario, y –como apunta Bello– se prefiere en la enseñanza “porque es más uniforme en las diversas regiones en que se habla una misma lengua”. De ahí su otro nombre de “estándar”, carácter que solo lo tiene por simple aproximación o porque así se quiere que sea. Aunque ciertamente no es ni puede ser el único ideal de lenguaje, no hay duda de que es muy importante y hasta necesario conocerla para quien desea desenvolverse en un ambiente profesional, científico, artístico y, en general, más cultivado o civilizado.

En cuanto a la incorporación de extranjerismos, si acaso estos dañan o no la fisonomía peculiar del dialecto, cabe recordar que la historia de la lengua está hecha en buena parte por una ininterrumpida serie de formas foráneas que se han ido aportando por contactos culturales del más variado tipo: desde los iberos, pasando por los celtas y los germanos, hasta los árabes y los aborígenes americanos, sin descuidar, por cierto, el influjo de los pueblos auropeos, vecinos o no. Sobre este punto, hay dos hechos dignos de mención:

            A) Con el tiempo, lo extranjero deja de serlo. ¿Es –entre nosotros– extranjero lo mapuche, como podría ser copucha, laucha, piñén o poto, por ejemplo? ¿O “gringo”, “El chou (<show) que m’ hiciste porque te dije que, si seguíai así, te iba a aforrar?”.

            B) El término foráneo suele incorporarse de tal manera a la lengua extraña que tarde o temprano toma una fisonomía de significante o significado que borra por completo su origen exótico: bichicuma, “marinero gringo vagabundo”; show, ‘escándalo, a veces simulado’; belduque, “cuchillo largo”; de Bois le Duc, “ciudad de Holanda” donde se fabricaba este tipo de instrumentos.

            En suma: el extranjerismo entra en la lengua o dialecto y se adapta a ellos cuando se hace necesario. Sobre esta materia, nada se gana –y sí mucho tiempo se puede perder– combatiéndolo o patrocinándolo.

Importancia que presenta el deslinde de los rasgos dialectales. Un buen conocimiento de la realidad dialectal de un país, como Chile, permite, sin duda, comprender mejor su fisonomía étnica e histórica, su razón de ser como pueblo, en la comunidad de las otras naciones. Al respecto, no cabe duda de que existen ciertos rasgos lingüísticos que incluyen a Chile junto a otros pueblos de habla hispana. Recurriendo a los datos que ofrece la geografía lingüística, observaremos ciertos fenómenos, como el hecho de que la jota se palataliza en toda Hispanoamérica, menos en el Caribe, Sur de Méjico (Yucatán), Centro América, Colombia y Venezuela; que la –s final de sílaba solo deja de aspirarse en Méjico y Perú y zonas cercanas; que el voseo se presenta solo en las zonas costeras y en lugares apartados de Méjico y Perú; etc.

            ¿Qué revelan estos hechos? La adscripción de Chile a una vasta zona, comprendida principalmente por los países que conforman el llamado Cono Sur de América (Argentina, Chile, Paraguay y Uruguay), que se caracteriza por un desarrollo en parte más arcaizante, en parte más libre, de la lengua popular traída a estos lugares por los conquistadores, muy próxima en su raíz a la de la marinería andaluza, y no modernizada o refinada por las exigencias idiomáticas de las cortes virreinales de Méjico o del Perú.

            Es así como el habla chilena, sin desmedro alguno de su particular idiosincrasia, se halla incorporada a un ámbito dialectal americano y, dentro de Hispanoamérica, al mundo cultural de la Hispanidad.

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