viernes, 18 de mayo de 2012

Relato futbolístico popular. De Félix Pettorino.

Por la cuenta mínima.


Eran las cinco en sombra de la tarde. El barrio había atardecido más bullanguero que de costumbre. Un abigarrado choclón de lolas y muchachones se agolpaba junto al añoso quiosco de una plazoleta, agitando lienzos, pancartas y banderolas bajo un viejo árbol reseco, en medio de un papelerío ceniciento y salpicado con el polvo de la calle, grotescamente diseminado por doquier, lamido y empolvado por el sol y las bocanadas de aire caliente del desierto nortino. Chiflidos y pitazos anónimos parecían competir con los jirones de gritos y palabrotas que de vez en cuando cesaban para dar paso a la letanía maestra de una de las patotas: ¡Ónde vai a htar! ¡en tar, tar!! ¡En tar, tar vai a htar!”.

         Eran del “Star Club”, con su símbolo venerando de cinco picos, igualita que la “solitaria” de la bandera nacional, engendrado bajo la ungida advocación de San Isidro, el Hacedor de Lluvias. Por la profusa invasión de los lienzos en azul, fulminados cada uno por una alba estrella pentagonal, hubiérase fantaseado que se trataba de un mitín brotado como por resorte en algún ignorado rincón del Far West. Pero la la letra de los canturreos y de los garabatos deshilachados por el griterío hacían ver muy a las claras que el ambiente distaba mucho de ser cosa propia de “gringos”. A pesar de las exóticas denominaciones futboleras, se trataba de un mundo muy distinto y hasta contrapuesto en más de algún sentido al de la gente de Yanquilandia: el de los apodados “sudacas” del “Tercer Mundo”, acaso únicamente superior en el caos que la atávica liberalidad otorga.

         Su adversario, el “Championship”, a un par de leguas de distancia dentro de la misma región, de seguro que se hallaba también, cual andante caballero de otro tiempo, en la vigilia de las armas. Una especie de “precalentamiento de la animadversión”, que suele ser tanto o más eficaz para lograr la victoria a fuerza de garra y ñeque, que el mismo esfuerzo y destreza del deporte. Y que posee la extraña virtud de mover bruscamente la balanza a la hora decisiva. Pues está comprobado que el ser dueño de casa, de la feroz moral deportiva o de la propaganda mediática suele pesar de modo mucho más determinante que el fútbol mismo.
La consigna era ¡Sí o sí!, ¡yes or yes!, “winner or winner”.... A como diera lugar. Atacar y contracar sin piedad al contrincante. Atacar hasta dejarlo abatido, sin esperanza alguna de remontar en el marcador...

Pero no faltaba el aguafiestas de siempre, que con voz apagada por el nerviosismo del momento, se atrevía a propalar:

–Y, compañeros, aunque fuera por la cuenta mínima... Y confiar después en una defensa bien “strong”, ¡y trascartón, en el contraataque, al tirante mi comandante...!

         –¿Tái loco, gil? ¡Tiene que sel por treh pepino contra cero, guon! ¡Esa eh la consigna de los Champion! La cuenta mínima quea pa’ los colipatos como voh...

         –¿A quién le venís a ‘ecir colipato, tal por cual? ¡Ni que anduvierai buhcando tu güen racimo ‘e cohcacho, guon toyento....!

         –¿Pa qué te ajizái tanto por una pura broma? Amaneciste más delicao ‘e cutis que un pollo con pepa...

         –¡Ya, ya! Cortémosla más mejor, amigazo... Mira que la pelea contra los “Cinco cacho ‘e paragua” se ve bien re bravaza y no eh pa’ ná armar bronca contra losotro mihmo...

***

         Había que despejar la cancha, incrustada en el mismo barrio de la pobla. Nocturno teatro al aire libre de drogos, marihuaneros y caídos a la botella, que en su semiinconsciencia física e “incurtura”, la tenían literalmente sembrada con toda clase de papelillos arrugados, cáscaras, cajas de vino o de cerveza y otros rastros y desperdicios menos fragantes, absolutamente inhabilitada para convertirse, de la noche a la mañana, en un improvisado campo de juego. Sin contar el hecho de que hacía ya tiempazo que se habían esfumado ambos porticos de los tres palos, convertidos en leña para abrigarse del frío y de la droga... Y a pesar de la afición de sus asiduos visitantes nocherniegos por terminar “arriba de la pelota”, se había convertido en una superficie escasamente apta para practicar allí las correrías tras un balón “jurgolero”, por lo cual no les quedaba otro remedio que hacer lo que había que hacer: dejar la cancha lo más rasa y “peinada” posible, reponiendo, eso sí, los ausentes o maltratados escaños de madera y, lo más  indispensable: alzar de nuevo los arcos (del triunfo o de la derrota), a fin de disfrutar del gran partido gran que se avecinaba y en que habrían de “medirse” entre los que ostentaban las exóticas denominaciones o “marcas registradas” de “Star Club” y “Championship”...

         Al fin llegó el día que tenía que llegar, en que ambos equipos deberían enfrentarse  a muerte según lo anunciaban los inveterados gritos y pancartas de los eufóricos asistentes. Y no era para menos, pues quien venciera en la contienda, además de un jugoso premio de un par de guatones convertibles en trago y patache, gozaría del rarísimo privilegio de competir con el ganador invicto de toda la región, honor simbolizado en una gran copa que en sus veinte o más años de historia deportiva, jamás ninguno de ambos clubes hubiese imaginado alcanzar siquiera en sueños.

         Después de varios días de labor, la cancha, a pesar del pasto raleado a trechos por el trajín de todos los días, llegó a verse al menos aceptablemente llana y normal, como en el mejor de sus días, sin sobras ni desperdicios, diríamos que “muy contenta” de recibir a los frenéticos contrincantes. Y así, en efecto, aparecieron, un equipo en pos del otro, uniformado cada uno con sus contrastantes camisetas colorinches, (Star Club, con rayas cruzadas azules y rojas vs. Championship, rombos blancos con fondo verde), entre los vítores, silbatos o pifias de un enjambre de pobladores que, en su totalidad no sumarían más de lo que semeja ser un tropel bullicioso de pájarracos jugueteando desordenadamente a baja altura.

A continuación apareció, a paso lento pero firme, quien iría a oficiar de juez de aquel partido por el señorío del balón, esto es, el caballero que, según es costumbre y tradición, resulta ser el verdadero “malo de la película”, el que suele poner casi siempre la nota estridente, al menos pintoresca, que se presta para los más ácidos comentarios, casi siempre demoledores, después de acabada la contienda. Venía vestido impecablemente, aunque de pantalón corto, todo de negro, como la solemnidad del momento lo aconsejaba, tal si se tratara de un verdadero sepelio. En efecto, la lucha sería de vida o muerte, con “alargue” y presunto desempate por penales, como lo anunciaban los mismos protagonistas, es decir, uno de los dos clubes debería abatir su estandarte y quedar definitivamente eliminado.

Para evitar incidentes que pudieran pasar a mayores, los dirigentes de la Junta de Vecinos habían dispuesto que las “barras bravas” se instalaran frente a frente, pero bien distantes, a ambos costados de  la cancha. Y así lo hicieron después de algunos amagos por ordenar a la gente, cada grupo por su lado, marchando en medio de un atronador griterío, no sin lanzarse desde lejos algunas manifestaciones orales y gestuales poco amistosas, aptas para animar la rudeza de la confrontación.
Por al lado norte cundía una y otra vez el grito del Star Club: ¡Ónde vai a htar! ¡en tar, tar!! ¡En tar, tar vai a htar!”. Y en acalorada respuesta, en el costado sur, el del Chanpionship: ¡Cham, cham, cham! ¡Pion, pion, pion!, ¡chip!, ¡chip!, chip!, ¡Champioship!, en un crescendo que era como para reventar los oídos de cualquiera. Por suerte, para tranquilidad de los viejaños de oídos enclenques, no es costumbre, como se sabe, celebrar los partidos de “jurbo” en recintos cerrados.

El clamor del público aposentado, según su preferencia, junto a a una u otra barra, llegó a su apogeo cuando el árbitro decretó el puntapié inicial, que le correspondió a los del Star Club, que, en rápida ofensiva, llegó dribleando hasta las proximidades del área championchipeña, y en un pase magistral al delantero azul, logró inquietar al arquero con un potente tiro de sombrero, que afortunadamente para este, alcanzó a manotear desviándolo hacia la línea del córner.

El jugador azul escogido para el tiro de esquina envió un potente disparo a uno de los delanteros, quien chuteó “de primera” un tiro al arco, el cual, habiendo rebotado en el horizontal, cayó justo a los pies de un defensor verde, con tan mala fortuna que, al tratar este de desviar el balón en dirección a la portería contraria, dio en el pecho de un centro forward azul, quien, cuando en plena área de gol se acomodaba para lanzar un potente tiro en dirección al arquero, recibió un atroz planchazo de parte del back central verde, quien automáticamente levantó ambos brazos en señal de absoluta inocencia. El jugador atacado se derrumbó de espaldas, agarrándose con ambas manos la pierna afectada en medio de estridentes aspavientos de dolor... Se hizo entonces necesaria la urgente presencia de una camilla, con el fin de reanudar lo antes posible las acciones del partido, lamentablemente suspendido cuando se hallaba recién en sus primeros tanteos.

Y ese fue el momento crucial, en que el hombre de negro, haciendo gala de su magistratura, en un solemne gesto de repudio a la acción del autor del “fául”, lanzó el consabido pitazo acusatorio con todas las fuerzas de sus pulmones y, junto con suspender el partido y sin siquiera examinar a la víctima, procedió a decretar el siempre “polémico” penal, como es de suponer, en contra del equipo Champioship.

El úkase referil provocó, primero un griterío ensordecedor, luego carreras precipitadas de grupos desordenados de espectadores, tanto desde el norte como desde el sur, en dirección al centro de la cancha, y, por último, una gresca descomunal entre ambos bandos rivales, entendiendo por “bandos”, tanto los jugadores como las dos parcialidades del público asistente.

De pronto, desde el foco de la imparable “rosca” en apogeo, se sintió el estampido de un disparo seguido de un silbido pavoroso que aterrizó en medio de la batahola. La camilla, por suerte, sólo tardó unos minutos en ingresar al campo de batalla, pero fue forzada a desviarse de su dirección al tumulto hasta perderse de vista.

Al rato después, portando el cuerpo exánime de un jugador de camiseta verde, en medio de llantos y lamentaciones, apareció la tétrica imagen de un improvisado cortejo fúnebre rodeado de un jadeante tropel de deudos y curiosos.




Al día siguiente se comentaba: Como ya estaba escrito, ganó el Star Club por la cuenta mínima... O sea,  por un muerto a cero.

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