sábado, 26 de mayo de 2012

A falta de automóvil, buena es una bicicleta. De Félix Pettorino.

¡Cómprate un auto, Perico!

Don Pedro González, como lo dice su nombre, era una persona del montón. Del montón, pero con unas ansias locas de salir alguna vez de ese mediocre estado que él mismo repudiaba como nadie. Condición que estimaba más que desdorosa, empantanada eternamente en el barro de una pobreza aunque digna, molesta, estresante, y lo peor: mal mirada por el resto de sus conciudadanos.

         Poseedor del vulgarizado título de contador, veía cómo sus vecinos prosperaban a la velocidad del rayo, mientras él, día a día, se iba  a su trabajo montado en el sillín de su vieja bici sumergido bajo un magma de calillas tan ineludibles como poco ostentosas: el arriendo de una estrecha casucha de dos dormitorios más un patio apenas suficiente para sostener el tendido de la ropa recién lavada, la fatigosa e interminable odisea diaria hacia la pega y la escuela con el benjamín a cuestas, los gastos de colegio de sus tres chiquillos, la alimentación familiar, el vestuario, especialmente el uniforme colegial, las tenidas seudo vistosas de su mujer, el sombrío terno gris heredado antaño como tenida formal de oficina, los servicios básicos (agua, luz y celular) con la amenaza mensual de multa y suspensión ipso facto del suministro, todo siempre in crescendo al ritmo del IPC... Ni qué hablar del sinfín de tarjetas de crédito que abultaban engañosamente su billetera y con ello, deudas, deudas y más deudas, intereses, comisiones y los gastos de administración de las grandes empresas proveedoras, sin contar los desembolsos periódicos, más continuos y onerosos de lo que él hubiera calculado, en médicos, exámenes, radiografías, remedios y otras zarandajas, producto de olvidos y negligencias sanitarias, o acaso también, de la hipocondría a que inevitablemente los impelía el estrés de toda hora en una ciudad viciada por la contaminación y el esmog, secuela de un progreso políticamente mal conducido y peor administrado.

         Lo que más le cargaba al partir por las mañanas rumbo a su trabajo eran los pelusas de la pobla que, al verlo pasar con sus posaderas alzadas sobre el añoso armatoste, lo vitoreaban evocando su nombre de pila con rechiflas y grititos, a la vez que materializaban en sus vocecillas un espot televisivo asaz manoseado en otra época: ¡Cómprate un auto, Pericooo!

         Estos destemplados incidentes eran como para añadir cada día más estrés al estrés. Máxime cuando percibía por todos lados la ostentación de una prosperidad nunca captada en sus añorados días mozos, cuando el transporte en bicicleta, moto, motoneta o citroneta era lo habitual para la mayor parte de la gente del pueblo y de la clase media, con todo el mundo vistiendo prácticamente uniformado los mismos ambos o ternos opacos y las mismas albas camisas almidonadas de cuello y puños, las mujeres vestidas con polleras confeccionadas por modistillas de dudoso gusto, los colegiales de overol y útiles amarrados con simples correas gastadas por el uso, los viajes de la muchedumbre en la pisadera de los tranvías, las compras menudas realizadas periódicamente en el mal abastecido almacén de la esquina donde se fiaba y se daba la yapa a la hora del pago, todo tranquilo, con las puertas de calle abiertas o a semiabrir, con un tránsito paupérrimo nada proclive a provocar accidentes callejeros, ausencia prácticamente total de policías y paradojalmente sin delincuencia... ¡Era otro mundo! Un mundo pobre pero feliz, donde la competencia estaba reservada solo a los bancos y a las sociedades anónimas, con colegios, institutos, liceos y universidades totalmente gratuitos... ¿Qué habrá pasado –reflexionaba Pedro con amargura– como para que todo ese pacífico entorno idílico se hubiera sumido sin remedio en un abismo de droga, inseguridad, corrupción y desechos contaminantes? ¿Tan fuerte es la propaganda mediática como para engendrar esta secuela de avidez consumista de desechables, sin tasa ni medida?

Pues ahora la cosa la veía hoy mucho más heavy. El tiempo contaba para todo. También la integridad personal. Había echado amargamente de menos su vetusta “chancha” que estaba en pana de repuestos cuando lo despojaron de la billetera la única vez que se vio obligado a viajar en micro... Su mujer ya no podía salir con cartera: los raudos lanceros en un singular sprint se la habían arrebatado arrástrándola sin clemencia sobre los disparejos bandejones en una de las veredas del down town dejándola magullada de piernas y brazos y luego se habían hecho humo sin que nadie pudiera siquiera atinar a socorrerla... La solución se veía clara y contundente: ¿un cacharrito? Sí: para dejar de vivir a la antigua, para hacerle una cachaña a la fatalidad en aquella malhadada jungla de la urbe. ¿Tendría entonces que rendirse, mal que le pesara, al poder omnímodo de la propaganda comercial? Cada vez le parecía más apremiante la compra de un automóvil. Idealmente sería, ¡tendría que ser! de primera mano..., –¿para qué?–, la pregunta le machacaba el cráneo una y otra vez:  –¿para qué tanto lujo?, ¿para qué...? –¿para salir al fin libre del todo? ¡No, precisamente! Sería para salir celosamente custodiado por la policía urbana, no solo con sus ventajas (porque lo sabía muy bien, ¡era vox pópuli!): el principal empeño de inspectores y guardianes del tránsito público no era justamente el de controlar a la delincuencia que pululaba por doquier, sino únicamente el de infraccionar a cuanto automovilista abonara con su actitud achorada o pajarona el constante incremento de las escuálidas arcas de los municipios, siempre urgidos por la necesidad de refaccionar constantemente la ciudad, deteriorada por la acción inmune del vandalismo inconsciente y, por ello mismo, irresponsable, en el sentido de ‘desprovisto de toda percepción de culpa’... Pese a todo, Pedro, nuy convencido de ser disciplinado y cumplidor, fantaseaba que (ya que nunca al conducir la chanchita había caído en infracción), el cacharrito tampoco le daría la ocasión de hacerlo. Olvidaba un detalle: perdería sin remedio el chipe libre que tenía él, como integrante del grupo privilegiado de los furibundos ciclistas, de abrirse paso a todo full en medio de la chusma en plena acera y las múltiples ocasiones en que, sin decir ¡agua va!, se había lanzado a la calzada para pedalear la chanchita en contra del tránsito...

Sabía de antemano que debería pensarlo y repensarlo mucho antes de tomar una decisión, pues se enfrentaba también a una multitud de peros y reparos que significaba la posesión de un tocomocho: el alto costo de la compra a plazo, la peste de los mecánicos tan ávidos de la ordeña desenfrenada hacia el conductor ignaro, las suculentas multas por infracciones policiales, los expolios delictuales crónicos de todo o parte de los vehículos, el inevitable y repetitivo examen de conducir, los onerosos impuestos y otras gabelas, los cuidadores cuasimendicantes, los reiterados peajes, los amenazantes pasos sobre nivel con descalabrantes peñascos incluidos, los accidentes provenientes de automovilistas descuidados, ignorantes, borrachos, insensatos, etc... Mas, la enumeración de estas y otras calamidades por el estilo no bastaban del todo para que nuestro Perico desistiera de la idea tan atenazante como temeraria de adquirir un automóvil. Pensaba que todos aquellos atroces inconvenientes no alcanzaban a compensar del todo el orgullo placentero de lucir ante el vecindario su carrito último modelo, de disfrutar del contento de su mujer, de sus retoños y aun de sí mismo, por las comodidades que les reportaría un vehículo, no solo para movilizarse dentro de la ciudad, sino también para pasear a su regalado gusto durante vacaciones lo más lejos posible del antro urbano, en la mayor lejanía posible del país y de su atroz vecindario...

Nuestro Perico se decidió entonces a recurrir al periódico de la más alta circulación comercial, donde el fin de semana se podría informar de la venta de automóviles 0 kilómetros entre una gran cantidad de negocios virtuales. En un principio repudió la posibilidad de adquirir un auto usado, porque –como le decía uno de sus vecinos– era pan para hoy y hambre para mañana por la multitud de achaques y panas que suelen afectar a todo lo que envejece para finalizar más tarde que temprano en el pudridero de la chatarra, el ineludible anonadamiento que aqueja a todo lo existente.

Al abrir el diario del domingo, su sorpresa fue mayúscula: pululaban por doquier las ofertas de autos de las más variadas marcas y precios, pero ninguna de ellas estaba ni siquiera cerca del alcance de sus escuálidos ingresos. El aviso más cercano a su presupuesto era el de un carro chicoco, muy económico, cuyo precio al contado sobrepasaba con cierto exceso los cinco millones de pesos... Pero la noticia tenía cierto paliativo de consuelo: se podía cancelar en 48 cuotas (durante cuatro vueltas de nuestro planeta alrededor del sol) a razón de $ 180.000.- mensuales fijos, pero luego venía lo peor: para asegurar la comisión y resguardar anticipadamente los intereses de la deuda, había que enterar previamente un pie de un guatón y medio... Si no, no habría negocio.

         Le llamó, eso sí, la atención un avisito perimetrado con una cintita doblemente ondulada que ofertaba autos nuevos o usados de modo muy atractivo para cualquier posible comprador.

         –¡55 luquitas mensuales, ¡sin pie, sin intereses, reajustes ni comisión! ¡Una real ganga!– exclamó Pedro con entusiasmo, sin poder dejar de reprimir un gritito de júbilo anticipado, a la vez que se sobaba ambas manos de puro gusto, –¡de allá somos...!  Había olvidado la promesa que se había hecho a sí mismo de adquirir un auto nuevo.

                                                        *
*                                    *

         –Cumpita: ¡puchas la pega que’stá bien re jodía! Llevamos tres meses ende la úrtima venta y a duras penas hemos salío del tocomocho menos cacharriento que nos quedaba en el garage.
        
         –¡La pura, no más, amigazo!

–¡Y conste que ya estamos debiendo como seis o siete meses de arriendo! Cómo será, que ya ni me acuerdo cuánto es lo que debemo...

–Pa’ mí que no queda otra que poner un aviso cototudo en el diario del domingo, pa’ que pique un zorzalito... Después..., ¡si te he visto, no me acuerdo! Tengo preparado uno que a mi ver es infalible. Pa’ que veay que soy buen socio, me di un día entero en cranearlo como Dios manda...

–¿Ónde lo tenís?

–Aquí, en el bolsillo de mi parka...

–A ver... Pásamelo al tirante. ¡Quiero verlo!

–Pero antes quiero que me hagái una promesa: ¡fifty fifty! Y que sea de verdad, porque otras veces...

–¿Qué querís decir con eso, guón? ¿Arguna vé te hey quedao debiéndote plata? ¡No seái hociqueque con tu patrón!

–Bueno, bueno, dejémoslo así, como vos decís, y que venga esa callosa para cerrar el trato. ¡Pero miti mota! ¡Ni una palabra más!

–Carma, carma..., ¿qué más se li’ antojaba al perla?..., Tendrá que ser 70 y 30...Por argo soy tu jefazo, ¿o no?

–60 y 40...

–Eréi duro y regodión..., y sabís trabajarme con artucia..., así que 65 y 35 y ...¡trato hecho!:... Así que entriégame di’ una ve el papelito que tenís en la mano, pa’ ver que ice...

–¿Te lo leo?

–¡No! A mí las cosas me dentran por la pura vista, ganchito. ¡Ya, pu...! ¡Pásamelo de una vez! Veamos si está como pa’ que cualquier gilón pise el palito:

Y agarrando el papelucho, procedió a mascullar entre dientes el señuelo publicitario:

¡Sin pie, sin intereses, reajustes ni comisión! adquiera su auto, como nuevo, modelo flamante, único dueño, probado, a 40 meses plazo, con mantención asegurada, maquinaria de última generación y sin costo alguno para el comprador... Precio increíble: solo $55.000.- mensuales.
Rebaja Al contado de hasta un 33%.
Modelos y marcas a elección del cliente.

–¡Pero si esto está el guan, guón! Le achuntaste medio a medio, cumpita! ¡Puchas que eréi güeno pa’ engrupir a la giente, socito! Si hasta me da su poco ‘e julepe. En una de esas..., me puee tocal a mí...
–¡Pucha que eréi desconfiado con tu compadre! ¡No digái eso ni por juar...!

                                                                      *
                                                  *                                      *
         Perico amaneció, como se dice, embalado. En cuanto abrió los ojos a la luz de un sol radiante que parecía invitarlo a salir con sus tibios destellos, pensó en la Financiera. Recordaba que una promotora del Paseo Ahumada se la había recomendado en virtud de sus antecedentes que ella estimaba impecables: cero insolvencia en materia de documentos mercantiles, letras o cheques, pago puntual a pesar de sus deudas (no escasas), cero anotaciones en Dicom, en fin, el cliente ideal para ofrecerle un préstamo de hasta por dos millones pagaderos en cinco años, eso sí que con un interés de solo un 6% mensual, que se cancelaría añadiendo unas pocas cuotas a las estipuladas... Con ese par de guatones, estaría en condiciones de adquirir el vehículo que quisiera, como para regodearse con tanta oferta publicitada en el mercado automotriz. Al llegar a este punto, le pasó como un relámpago por la cabeza el sonsonete automovilístico de esas palabras mágicas que lo tenían como hipnotizado: ¡Sin pie, sin intereses, reajustes ni comisión!

Los cristales giratorios de la Financiera lo recibieron con destellos de arcoiris. Al ingresar al iluminado recinto, se encontró con una serie de asientos formados militarmente frente a una veintena de stands, cada uno con una galana ejecutante que digitaba un computador con la gracia de una virtuosa del teclado. Y arriba, en el centro, en una cuadrícula oscura un trío de guarismos amarillos eléctricamente iluminados: 238.

Nuestro héroe tardó un tanto en percatarse que debía sacar la hojita con el número de su turno que exhibía con su lengüeta colgante desde el minúsculo dispositivo rojo del rollo que parecía ocultarse en un rincón de la gran sala. Notó que los recién llegados, en vez de acudir a tomar asiento, se apresuraban a tirar del extremo de la lengüeta para obtener el anhelado trocito de papel, con el cual retornaban muy tranquilos a alguna de las butacas de la espera que hubiera quedado vacante. La mayor parte de los recién llegados permanecía de pie hasta ganarle el quién vive al postulante más cercano al asiento que se acababa de desocupar.

Cuando atinó a coger su numerito, advirtió con desagrado que le había tocado el número 322, pero luego se conformó al comprobar que el número de stands de la consulta alcanzaba a 16, de modo que la lista de espera no correría tan lentamente como lo había temido al entrar.

Su turno llegó a la hora diez minutos de ansiosa espera. Luego sucedió un diálogo escueto pero de largo trámite, en que abundaron la preguntas sobre su historial laboral y financiero dirigidas por una dama impersonalmente amable, si cabe esa combinación de palabras. Parece que había salido aprobado en el examen, porque se le anunció el lapso de una semana para chequear sus antecedentes. Transcurrido ese plazo, le llegaría a su domicilio el vale vista por dos millones de piticlines, siempre que se atreviera a firmar en el acto la seguidilla de documentos que debería rubricar con su firma. No ignoraba su contenido: se le vendrían encima las penas del infierno si no daba sagrado cumplimiento a los pagos que acababa de suscribir más la escalada de intereses, multas y gastos de administración consiguientes... Pero estaba bien seguro de que sería capaz de soportar la arremetida de cobranzas que sucesivamente lo machacarían denodadamente a contar del mes entrante. Todas eran pagables, siempre que lo hiciera su-ce-si-va-men-te. Ni más ni menos. Como estaba estipulado. Leer la letra chica que venía al dorso del contrato era entonces perder el tiempo. Perico, como hombre de cuentas, daba por hecho que todo estaba bajo su estricto control...

                                                                   *
                                                *                                  *
         ¡Acabemos de una vez con esta larga historia! Nuestro lector ya debe estar aburrido con tanto trámite. ¡Vayamos a donde las papas queman!

         Perico acudió a la Automotora del aviso. Para la entrega de un vistoso sedán burdeos japonés de cuatro años de antigüedad y de “solo” 103.000 km. de recorrido, debía dejar en el acto una garantía de dos millones y medio, a titulo de pie, firmando las letras consiguientes pagaderas mes a mes dentro de un plazo de cuatro años, a lo cual nuestro impulsivo comprador, ofuscado por la ilusión y el cansancio, accedió sin chistar.

         Entregados el vale vista y el dinero solicitado, amén de las 48 letras de cambio, Perico se atrevió a solicitar la entrega de “su” autito.

         –¡Por supuesto, señor! ¡No faltaba más! Pero... ¿trajo Ud. su carné de conducir? Mire que los pacomios últimamente, con los robos de vehículos, se han puesto de lo más jodidos... Los controles menudean que es un gusto por estos lados...

         Ahí fue donde Perico, habituado a ser un furibundo ciclista, se dio cuenta de que no se le había pasado por la cabeza hacer el consabido trámite.

         –Oiga, señor: ¿cree Ud. que podría servirme mi carné de ciclista? Justo lo ando trayendo conmigo...

         El vendedor sonrió con sorna, mientras escupía al aire mirándolo de arriba abajo.

         –Más mejor deje su auto acá mientras tramita su licencia. Mire, señor, que esos paquistanes..., ¡ya se lo dije...!

         Nuestro héroe se rascó la cabeza dejando entrever su contrariedad.

         –Si quiere se lo dejamos enfundado... ¿Quiere verlo de nuevo?

         Perico asintió. Miró y remiró con tristeza su nuevo juguete. El sedán japonés burdeos se veía flamante, con un brillo rojizo que le hacía recordar el vino tinto de los asados. Los cromos relucientes en faroles y parachoques, la albinegra patente al día le hacía guiños con sus dígitos, los neumáticos radiales negrísimos, los cristales diáfanos, intactos, la ultramoderna consola con su bastón de cambios, el cenicero muy plantado junto al salpicadero marfileño, los asientos negros de cuerina con su brillosidad opaca, los cinturones de seguridad como nuevos, la radio AM y FM “de última generación”, las antenas incorporadas, la luz de freno en la ventanilla trasera, todo “impeque”, como se lo había proclamado una y mil veces el atento ofertante de tan codiciado primor...

         Su subconsciente presentía acaso que esta sería la última oportunidad en que podría disfrutar de aquella perturbadora visión de película.

Después, ¿qué sucedió?, bueno..., como colegirá el lector, no hubo sedán japonés ni nada... Tan solo un juicio criminal por estafa, largo e infructuoso, contra los dueños desconocidos de una Automotora inexistente, el retorno a una pobreza todavía más lacerante y ... ¡amargo consuelo!, a su fiel bicicleta vieja de todos los días.

Cargado de espaldas, rumiando sus desdichas, volvió a la rutina de partir diariamente con sus posaderas alzadas sobre el añoso armatoste con su benjamín a cuestas, rumbo a la escuelita municipal y luego a su pega oficinesca.

Ya no le quedaba ni siquiera un amago de rezongo cuando, al atravesar la pobla, los pelusillas de siempre persistían gozosos con la vieja cantilena: –¡Cómprate un auto, Pericooo!


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