miércoles, 23 de mayo de 2012

Destinos cruzados. De Félix Pettorino.

Seas como seas, sentirás algún día la saeta de Cupido clavada en tu pecho...

         Héctor la conoció mientras ambos viajaban rumbo a la Facultad de Medicina. Él iba en el bus de la Escuela repasando la materia de la primera clase de la mañana cuando se percató de que en el asiento delantero iban dos muchachas universitarias conversando animadamente (según le pareció) sobre sus propias  experiencias femeniles.
         La única realmente visible era la chica del lado de la ventanilla. Demostraba poseer una voz vibrante y acogedora que delataba una personalidad bastante desarrollada para su edad, el joven imaginó que de unos 20 a 21 años. He aquí algunas de las frases sueltas que el mozo logró captar:
         –Para mí, lo que más importa es la libertad. Es la fuente de la felicidad al sentir que uno hace lo que más le gusta. A mí me encanta, por ejemplo, dedicarme por momentos a cosas que fascinan a los hombres, como manejar motos a cien por hora y ¡te vas a reír!: trepar como mono por el palo ensebado, sin importarme resbalar y pegarme el manso tute… Agarrármelas con los compañeros “frescolines” que atinan a besarla o manosearla a una a sangre fría…, ¿serán patudos los giles? ¡Basta con plantarles un solo coscacho en las narices, para que vean lo que es ser un huevón con patente…!
         La compañera, para Héctor era una incógnita. La escuchaba en un obstinado silencio, que sugería una suerte de constante asentimiento en el que predominaba la curiosidad por no perderse ningún pormenor de la perorata...
         –¡A mí nunca me ha pasado eso! –interrumpió. Me parece bacán lo que me estái contando.
         – ¡Todavía no me han pasado esas cosas! –debierai agregar, Celnda. Mira que  a los que se creen machotes hay que tratarlos con las riendas bien cortitas, sobre todo en los carretes, donde parece que les crecieran tentáculos de pulpo a los desgraciados…
         –Yo, amiga Hortensia, cuando más, acepto un “calugazo” en la mejilla, a lo sumo en el cuello; pero nunca un agarrón o un apretón por debajo de la cintura…
         – ¡Yo no aguantaría nada de eso! –. Mira que por esas libertades que se dan los que se creen más gallos es por donde se empieza…
         Pero llegaba la hora del término del acarreo de estudiantes. La proximidad de la Facultad de Medicina, con su frontis de nueve columnas coronadas por capiteles dóricos luciendo solemnemente, interrumpió la conversación.
         Héctor se adelantó para tener la oportunidad de observar mejor a las jovencitas de la cháchara. Lo hizo con un disimulo de “gil inocente”, como realmente lo eran nuestros giles tradicionales. Y al bajar de un salto, se situó estratégicamente de perfil, tras un poste del alumbrado público.
         Desde allí pudo apreciar mejor el descenso despreocupado de las chicas que continuaban su charla centre risas y sonrisas. Fijó su mirada en la niña de la ventana, la de la voz vibrante y acogedora, cuyos graciosos ademanes prescindían del peligro de los escalones con una agilidad increíble. En un momento ella pareció trastabillar, pero logró superar el trance saltando al pavimento con una elegancia espectacular de faldas al vuelo, que dejó ver sus bien torneadas piernas hasta sólo un poco más arriba de las rodillas.
– ¡Me gustó la tal Hortensia! – se dijo para sí. ¡Es una hembra que se las trae! ¡Qué manera de manejar las situaciones! En especial con los varones… ¡Y qué piernas de mujer “sexi” tiene ella! La otra galla, que no pude ver bien, era una marioneta a su lado. Y se decidió a hacerle la corte a la campeona durante los ratos libres que dejaban los recreos universitarios. Y como el más largo era el de las 10,30 a media mañana, pensó que valía la pena realizar allí una intentona por conquistarla…
Averiguando por aquí y por allá, llegó a saber que la niña de sus sueños, era estudiante del último año de Medicina. Sólo le faltaba la práctica y la tesis para aspirar al codiciado título de “doctora”. Tenía fama de ser muy inteligente y ejecutiva, ya que durante los dos pasados años había sido delegada de su escuela ante la Facultad. Y había logrado varios beneficios para los estudiantes: becas para los más destacados, control riguroso de la alimentación y de las tarifas en el casino, instrumental médico gratuito, nombramiento de ayudantes de cátedra mediante exámenes públicos frente al alumnado, etc., etc. En suma: Hortensia era todo un modelo de dirigente estudiantil.
Una mañana, de esas que Héctor había imaginado, la encontró por casualidad muy solita en el gran patio de recreo, enfrascada en la lectura de “La incógnita del hombre” del otrora famoso médico francés Alexis Carrel. Acercándose sigilosamente con los brazos cruzados en la espalda  a fin de aparentar distracción, se detuvo ante ella con un ¡hola! tan destemplado que Hortensia casi soltó el libraco que tenía entre manos.
– ¡Me asustaste, muchacho! ¡Di’ adónde venís, que parecís más volado que un drogo?
– ¡Te vi tan interesada en la lectura que me impresionaste, chiquilla!
– ¿Chiquilla? ¡Compañera y eso…! ¿En qué curso estay, cabrito, que no te he visto ni en pelea de perros?
– Yo…yo…,– vaciló Héctor, empequeñecido con el trato de “cabrito”. Estoy estudiando el cuarto año de Enfermería… Y vos, ¿de qué curso erei, mira que tampoco te conozco…
– Pa que sepái, estoy cursando el séptimo año de Medicina. Me extraña que no me conozcái, porque hasta el año pasado fui dirigente estudiantil…
Ante ignorancia tan manifiesta, Héctor meneó la cabeza, decepcionado con la respuesta. Y como se notó algo ruborizado, trató de arreglarlas excusándose. No pudo evitar el temblor de la voz al hablar:
–¡Perdón, perdón…, es que soy un poco distraído,.. ¿Y cuál es tu nombre  si se puede saber?
–¡Hortensia Retamales! ¿Qué más quisieras preguntar? ¿Te intereso en algo acaso?
– …No, no, nooo…, no es eso, es que te vi tan solita, tan enfrascada en ese libro de Alexis Carrel, que me dio la curiosidad por conocerte. Mira que en Enfermería, Carrel, a pesar de su fama de vendido a los nazis durante la ocupación de Francia, fue un cirujano de gran calidad, premio Nobel 1912 y salvador de muchísimos soldados heridos en ambas guerras mundiales, mediante sus originales métodos de sutura…
La lectora no pareció impresionarse demasiado con la respuesta. Por  toda reacción, se atrevió a exclamar:
– Buena cosa con tu interés por el tal Carrel…. ¡Te la sabís por libro! ¿Y tú, cómo te llamái?
         – ¡Héctor Innocenti – ¡para servirte!– contestó con presteza el interpelado.
         Hortensia sonrió exhibiendo unos dientes bien parejitos y del color de la nieve, que iluminaron su rostro de un resplandor que al aspirante a enfermero le pareció más que  novedoso.
         Ante el silencio del jovencito, la interlocutora creyó oportuno zanjar la charla y se atrevió a espetarle con cierto nerviosismo:
         – ¡Madre mía, ya van a ser las 11! ¡Se nos pasó el tiempo! ¡Chao, amigui! ¡Nos veremos! Espero, eso sí,  que en ocasión más propicia
         La ocasión propicia (no la más propicia) tardó una semana en presentarse. Esta vez fue en el casino de la Facultad. A media mañana quiso aprovechar el recreo largo para pasar a servirse algún tentempié. No bien ingresó al lugar cuando divisó a la chica de sus sueños muy sentada frente a una tacita de café cortado en uno de los rincones de la gran sala. Y no sin cierta premura se aproximó disimuladamente.
         – ¡Qué suerte la mía! – exclamó en tono galano. – ¿Me permite, señorita, sentarme para alternar un rato con usted?
         – La decisión es suya compañero… Lo demás depende del tiempo disponible y de la calidad de los temas en disputa.
         Héctor se sentó sonriendo forzadamente. Medio vacilando, se atrevió a replicar con la mayor diplomacia.
         – ¿Es que estás un poco perturbada por algo que te ha pasado o es que no soy yo la persona que estabas esperando?
         – Ni una ni otra cosa. La verdad, compañero, es que mi carácter es así. Prefiero estar sola.
         La respuesta era como para sentirse rechazado. Pero Héctor, sacando fuerzas de flaqueza, exclamó:
         – La verdad, Hortensia, es debo confesarte que me has hechizado. Me encanta estar contigo, escuchar tu voz. Y esa, y no otra, es la razón por la que esta segunda vez me he acercado a ti… Hay algo, como un encantamiento, que me dice que debo ser cuando menos tu amigo…
         – Eso de “tu amigo” te lo acepto. Pero nada más que eso. No soy de las mujeres que se agachan como gallinas al primer requerimiento. Y te voy a agregar una cosa: Creo que estás cometiendo una equivocación muy lamentable. Me veo obligada a decírtelo sin ninguna anestesia: Lo cierto es que tu verdadero designio debiera ser el de contraer un compromiso sentimental con Celinda, mi compañera de viaje en el bus, ese que nos trae diariamente a la Facultad… ¡Y de ninguna manera, conmigo, que tengo otro carácter, otros gustos y otro estilo! ¿Estamos?
         Héctor, a todo esto, miraba a Hortensia con una perplejidad que le hacía sobresalir los ojos de las órbitas. No podía creer lo que estaba oyendo. Jamás pudo haber imaginado que Celinda, siendo una niña al parecer bonita y algo frívola, se fuera a fijar en un muchacho como él.
         – ¿En qué basas ese juicio tan ligero? – se atrevió a preguntar.
         – ¡Qué juicio y qué tan ligero! – repuso Hortensia con una de sus ceñudas reacciones que ya eran un hábito. –. Todo el tiempo me está hablando de ti, de tus “lindos” ojos pardos, de tu caballerosidad, de tu simpatía, de tu capacidad para tratar amorosamente a cuanta cristiana se te pone por delante… ¡Ya me tiene “chata” con tanto cumplimiento hacia tu persona! Y mi respuesta es siempre la misma: – “¡Díselo a él!, ¡díselo a él! ¿No sacas nada con decírmelo a mí!”. Así es que, caro amigo enfermero: Serás muy simpático y hasta buen mozo. Y me gustas bastante, ¡no te lo niego…! Pero …, ¡estás perdiendo el tiempo conmigo! Y creo que nos debiéramos estar diciendo chao. ¡Y para otra ocasión, dijo el ladrón.…!
         Ante tan categórico rechazo, a Héctor no le quedó más remedio que retornar a su Escuela de Enfermería tan pronto como le fue posible, con la lógica conclusión de haber hecho el ridículo. Y sin mayor demostración de despedida, fuera de una fugaz reverencia, abandonó el lugar.
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         Pasaron los días y las semanas. Héctor seguía fantaseando con su compañera Hortensia. Le había herido profundamente la dureza de su carácter, su trato áspero y sin contemplaciones hacia él, su tono autoritario y se podría decir que despectivo… Pero más por orgullo que por amor, no se decidía a dar su brazo a torcer. Y volvía a preguntarse: ¿No habrá alguna manera de conquistar a una mujer deseable por lo tan inteligente y hermosa que era, aunque terca e inflexible de temperamento, aunque tal vez no tanto como aquella “Fierecilla Domada” de William Shakespeare? ¿Existirá alguna estratagema, acaso no tan ruda como la de lo que nos cuenta la vieja tradición literaria?  Aunque al menos confesó que yo le gustaba…
Y de repente se le iluminó el magín: la solución estaba en tratar el asunto con Celinda, que tan profundamente debía conocerla mejor que nadie, ya que de seguro que lleva años y más años en el trato como compañera inseparable de la dama que era objeto de su cariño.
Y dicho y hecho: se propuso localizar sin conocerlo a aquel fortuito ángel tutelar en la Facultad de Medicina que lo llevaría a la conquista de su anhelada Hortensia.  Se notaba a la legua que Celinda era una niña agradable, de trato llano y gentil. Y de seguro que la experiencia que guardaría de su relación con Hortensia seria el camino más expedito para lograr, de una vez por todas, el ansiado premio de un amor tan intenso como esquivo.
         Las cosas resultaron mucho más fáciles que las que Héctor había imaginado. Un día cualquiera, en el gran patio de recreo de la Facultad, divisó a lo lejos a una chica parecida a la imagen que tenía de Celinda conversando en rueda con un grupo de compañeros. E hizo amago de llamarla mediante señas desde el lugar en que él encontraba. No bien agitó el brazo, cuando ella le contestó con un gesto similar y saltó literalmente como liebre del corrillo en que se encontraba para acudir presurosa al encuentro de nuestro desdeñado galán. Había acertado. ¡Era ella!
         Celinda venía ágil, sonriente y resuelta a resolverle a Héctor cualquier problema que tuviera. Y sucedió lo imprevisto: En cuanto él la vio, quedó prendado de su hermosura; rostro terso y ovalado, mirada de matices celestiales, figura bien ondulada y atrayente de jovencita en la flor de su edad, piernas blanquísimas muy bien torneadas y, más que nada, una empatía tan radiante en el trato que en el acto lo colmaron de ternura.
         –¡Qué genial idea la de haber recurrido a aquella diosa viviente! –se dijo para sí. Fueron momentos en que olvidó casi por completo el real motivo de su llamada. La verdad es que de tanto mirar y remirar a Hortensia, no había reparado en esta nueva beldad viviente, siempre negada a sus ojos, que había llegado a encontrarla como caída del cielo…
         Y cuando Celinda le preguntó con su vocecita dulce y suave ¿qué querías decirme, amigo Héctor?, nuestro personaje, incomodado por lo “inoportuno” de la preguntita, que era obvia, se enredó entero y contestó con algo parecido a:
– Bueno, este, Celinda, la verdad es que, que, yo, yo quería conocerte mejor…, sí, bueno…, que quería conocerte, porque es pri- pri- mera vez que realmente te veo, porque en el bus sólo podía, podía ve-e er  a a a tu compa-añera Hortensia, yo quería pre-preguntarte por qué e-ella es así conmigo, si acaso lo es también asi contigo, ¿es verdad … o no?
Celinda mostró sus albos y parejitos dientes con una sonrisa de encantamiento, a la vez que se apresuraba a contestar:
         –Amigo Héctor, no te preocupes. Hortensia es así, ruda de apariencia; pero la verdad es que se trata de una niña muy bien dotada y de gran inteligencia y simpatía. Estoy segura de que cuando llegues a tratarla más a fondo, te estimará como un amigo de verdad y estará tan contenta como yo lo estoy al encontrarme contigo por primera vez… La verdad es que hemos conversado varias veces sobre ti, y tanto ella como yo encontramos que eres un compañero bastante agradable…
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         Para abreviar esta historia, digamos que ambos jóvenes quedaron de reunirse en grupo con Hortensia tan pronto como fuera posible y de sellar entre los tres una amistad realmente perdurable.
         Mas las cosas no ocurrieron así. Los dos jóvenes no pudieron nunca contar con la compañía de su amiga, porque tocó la casualidad que ella partió a un hospital de provincia a hacer su práctica, ya que había logrado incorporarse a la Armada del país.
         Resultado: ambos jóvenes terminaron (¿o empezaron?) enamorándose apasionadamente y después de unos tres a cuatro años de vida en pareja, Celinda y Héctor, con los títulos de enfermera y enfermero en la mano, decidieron casarse, por lo que se vieron obligados a anunciarles el dichoso acontecimiento a todas sus amistades.
         Y una de las primeras felicitaciones en llegar fue la de Hortensia, que en lo medular decía así:

         Mis queridos compañeros universitarios: He recibido la feliz noticia de vuestra unión por amor. Espero y deseo que sea para siempre. Debo confesarles que yo también estaba enamorada de ti, querido Héctor.
Mi tan descortés y terminante rechazo se debe únicamente al hecho de que yo, dado mi áspero temperamento, pensé, y aún hoy lo sigo pensando, que nunca podría hacer feliz a Héctor. Pero tú sí, Celinda, querida amiga mía, que eres tan bella, dulce y tierna como una flor, ni más ni menos que lo es también tu esposo Héctor… ¡Son el uno para el otro!
Reservo para él todo mi amor platónico, ya que después de tan grata noticia, he decidido no casarme jamás.

Pero no le creas un ápice, amigo lector. Antes de un año, Hortensia, novia de un joven médico, a la sazón alcalde de Temuco, contraía matrimonio, embarazada de un robusto varoncito…

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