martes, 15 de mayo de 2012

Un colega universitario me contó que a él le pasó esto en un país que no me quiso nombrar. De Félix Pettorino

La ponencia.
                                                                                                                                                 
... “En estas últimas décadas, el país ha ido aprendiendo a vivir en democracia. La ruta no ha estado exenta de tropezones, pero así es el aprendizaje cuando se parte de cero. Justo al lado del camino se han hecho oír voces, a veces exageradas, de tolerancia y de respeto a la diversidad...”

Un murmullo de desaprobación surgió en la sala de clases como eco tumultuoso. Y tras el breve silencio, surgió al fondo una voz inquisidora:

-Profesor: ¿podría explicarnos aquello de “exageradas”...?

En eso, la puerta del aula se abrió bruscamente. Todas las cabezas giraron en dirección a ella. Se sintió un ¡aaaahhh! bajito, pero claramente perceptible. Era el rector.

–¿Interrumpo...? –. En vez del sensato “–¡Por supuesto que sí!”, nadie atinó a contestar.

El señor rector, con la soltura propia de su alto rango, espetó desde la puerta:

–¿Podría Ud., señor Vidales, venir de inmediato a mi oficina?

Y acaso, para no desazonar al auditorio, proveedor de tantos bienes, agregó con forzada sonrisa:

–Perdonen, muchachos, mi intromisión. Se trata de una emergencia.

Y pese a lo que bien pudiera haberse esperado, el semblante del profesor parecía no delatar ninguna emoción particular. Se percibía en el aire un esfuerzo mayúsculo por disimular su desazón. En esa universidad privada se había hecho rutina la interrupción de las clases por la autoridad sostenedora. Ciertamente, a pesar de la flema del docente, la procesión iba por dentro.

Hecho lo cual, el profesor Vidales, tomando desde el pupitre su libro de clases, se dirigió a la puerta de la sala, no sin antes dejar dicho y recomendado con tono protector lo que le pareció más provechoso para su alumnado: “–Trataré de regresar lo más pronto que pueda. Mientras tanto preparen la prueba de Sociología para el día de mañana. Y aprovechen de estudiar, porque un pajarito me ha contado que viene brava...

Le sucedió otro fuerte murmullo socarrón, pero esta vez más de contrariedad que de desaprobación.

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Cuando el profesor Vidales salió de la sala, se percató de que el señor rector, rumbo a su oficina, le había ganado la delantera por unos respetables cincuenta o sesenta pasos. Y por más que apresuró el tranco, le fue imposible alcanzarlo, hasta que casi sin darse cuenta se encontró, a boca de jarro, con la mismísima mampara de la Rectoría. Tocó suavemente el vidrio “catedral” con los nudillos de su mano izquierda e inmediatamente oyó la voz estentórea de quien lo conminaba a ingresar a aquel tabernáculo donde –según las murmuraciones de pasillo– se tejían las más atrabiliarias y preocupantes decisiones de la autoridad universitaria de turno. –“¿Para qué será?, ¿para qué será?”– le machacaba una voz en el cerebro, –“¿para qué será?”. Nunca antes un rector lo había citado a su oficina de modo tan urgente y perentorio. Sólo hacía votos por que no fuera nada tan tortuoso como para perturbar la tranquilidad de su hogar, poblado amorosamente por los tres inocentes corazones de su mujer y de sus dos retoños: una niña de cuatro y una guagüita de año y medio... Llevaba poco más de siete años en esa Universidad naciente, que hasta el momento no había sido declarada merecedora de su buen pálpito. Al principio, todo le había parecido excitante y promisorio, pero a poco andar había husmeado en el aire un ambiente enrarecido donde aún se advertían las huellas suspicaces de la recién pasada dictadura. Mas, no todo era tan desalentador: cada lección que dictaba desde su cátedra de Sociología lo impulsaba a sentirse menos inseguro y más entusiasmado con lo que hacía, y, pese al progresivo incremento de la distancia generacional, se veía ahora más cercano que nunca a aquella juventud audaz y bulliciosa que hacía muy poco tiempo había dejado atrás para ocupar el ansiado sitial académico.

–¡Entre, profesor!

La suerte estaba echada. Había que aguantar el imprevisible chaparrón del señor rector.

–Lo llamaba, profesor Vidales, para hacerle una proposición académica que estoy seguro le interesará...– inició su arremetida el rector, mientras hojeaba un atado de papeles que dejaban entrever unos cuantos membretes emblemáticos.

–¿De qué se trataría, señor rector? – se atrevió a inquirir el joven docente. La ansiedad no le permitía ocultar las emociones, donde el recelo hacía batirse en retirada a la curiosidad.

–Es algo que a usted no dejará de halagarle– contestó con cierta premura el jefe académico dejando entrever un dejo de paternalismo. –Se trata, profesor, de un verdadero desafío doctoral en su reciente carrera como docente de Sociología.

–¿...?

Es el caso de que a fines del próximo mes se celebrará en una capital de América un simposio de Sociología, que deberé presidir, ya que acabo de ser elegido por ser el más antiguo. Se trata de un encuentro científico entre dos universidades privadas fundadas hace 25 años, con escasa diferencia de tiempo, vale decir, una especie de Bodas de Plata universitarias celebradas de modo absolutamente consagrado a lo académico... Y esta rectoría estaría muy congraciada con una ponencia de usted. Dados sus probados merecimientos, estoy seguro de que será un aporte científico de gran interés, no sólo para esta universidad, sino para las ciencias sociales en particular. ¿Qué le parece, profesor Vidales?

–¿Qué otra cosa le podría contestar, señor rector? Que me siento muy honrado y agradecido con su decisión...

–No esperaba menos de usted, doctor Vidales– acotó el rector. Pero hay algo más: El evento cuenta con los auspicios de una poderosa cadena de tiendas y supermercados trasnacionales, que le asegurarán a usted unos muy merecidos y jugosos honorarios por su valioso trabajo...

Vidales no se atrevió a preguntar nada más. Solo dijo “–Gracias, señor Schmidt” (algo sorprendido interiormente por haber nombrado al rector por su apellido) e hizo ademán de retirarse rumbo al aula.

–¡Un momento, Vidales! No me ha preguntado usted por el monto de los honorarios... ¿Es que no le interesan?

El profesor, algo confundido con la pregunta, contestó: -No es que no me importen en absoluto, pero la verdad es que me basta con el honor que usted me acaba de hacer. Y hasta le podría proponer el título de la ponencia, que hace tiempo la mantengo “en barbecho”, a medio preparar: “La educación en democracia”... ¿Qué le parece?

–¡Espléndido, espléndido!, doctor Vidales– rubricó con vehemencia el rector. Se ve que usted es un maestro idealista y de gran vocación. Lo felicito por ello. Y gracias por su entusiasta aceptación.

Dicho lo cual el profesor Vidales abandonó la rectoría.

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Un clamor de desaliento se expandió por el aula como respuesta al apresurado regreso del profesor Vidales.

–¿En qué estábamos, muchachos?– preguntó con energía, haciendo caso omiso de la reacción poco alentadora del curso.

–En eso de las voces exageradas de tolerancia a la diversidad– contestó con tono desafiante uno de los estudiantes de la primera fila. –Queríamos que nos explicara cómo es que haya llegado a pensar usted que la tolerancia a la diversidad puede ser exagerada. Y con intención polémica marcó el acento en la última palabra.

–Muy simple– replicó el maestro sin dar señales de contrariedad. –La diversidad es un hecho social incontestable; pero no por ello debemos igualar en deberes y derechos el matrimonio entre un hombre y una mujer al mero compromiso erótico entre dos personas del mismo sexo...

–¡Profesor!,–  apuntó otro–, ¿podría proponernos otro ejemplo que no fuera tan trillado como el que usted acaba de mencionar?

Vidales advirtió que su auditorio, abandonando su condición de tal, se había tornado inquieto y expectante. Recobrando su habitual aplomo, trató de reaccionar con presteza.

–Los ejemplos, estimados alumnos, son abundantes. Abarcan a todos los marginados socialmente por el solo hecho de ser diferentes al resto: los indígenas, los negros, los inválidos (sean ciegos, sordomudos, cojos, corcovados, parapléjicos, etc.), los extranjeros (hablantes de lenguas extrañas, indocumentados, inmigrantes, etc.). Y en este terreno puede resultar nocivo exagerar la tolerancia o el respeto a su diversidad al no percatarse de que justamente por ser diferentes al resto de la masa social requieren de un tratamiento humano y jurídico “especial” o en alguna medida “distinto”, y no necesariamente igualitario. Y para resguardar sus derechos como seres humanos y los de los demás, es preciso dictar estatutos apropiados a su condición, como son, por ejemplo, la leyes o disposiciones que buscan proteger a los aborígenes, a los  refugiados, a los pobres (la miseria es también una forma de diversidad) y aun a los enajenados mentales que cometen delitos...

–Pero, profesor–, objetó uno del grupo situado en la vanguardia de la sala–, los ejemplos que usted nos acaba de mencionar no son casos de medidas exageradas a favor de la tolerancia y del respeto a la diversidad. Al revés, yo las encuentro muy atinadas, muy ajustadas a derecho y muy humanitarias.

–Parece que no me he dado a entender con claridad– retrucó el profesor. Lo que quiero decir es que la diversidad social es un hecho de la causa. No cabe negarla o no tomarla en cuenta. Por otra parte, hay que reconocer que la diversidad en el ámbito social es un hecho complejo que requiere de múltiples distinciones. Así, no es lo mismo un pedófilo o un loco criminal que un sordomudo o un homosexual. Los dos primeros requieren protección social, mientras los dos últimos demandan ser protegidos... Y es preciso adoptar conductas que consideren la existencia de ella y de su enorme complejidad en el medio social, de modo que amparen a quienes son diferentes en la medida en que se encuentran en una situación de debilidad o impotencia o que protejan a la sociedad de las minorías humanas que le son nocivas. Por ello mismo no es absolutamente cierto aquello de que todos los hombres seamos iguales. A revés, sin perjuicio de los derechos fundamentales a la vida y a la seguridad, somos uno a uno diferentes y es preciso respetar, sin exageraciones, esta diversidad y socorrerla cuando el caso lo amerita. El exceso de protección a la diversidad puede, en algunos casos, ser nocivo: ¿cabe, por ejemplo, la consideración extremada a los falsos derechos de un loco, de un drogadicto, de un pedófilo, de un delincuente, dándole prerrogativas que pueden dañar gravemente a víctimas inocentes? Y no digo más, pues nuestros timbres acaban de anunciar el término de la clase...

Un bromista confundido en medio del montón dejó lanzar su puntual cuchufleta: –¡Lo salvó la campana, señor Vidales! Hubo algunas risitas dispersas.

Vidales, sin hacer caso de la chanza y de su efecto, abandonó la sala.


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El profesor Vidales regresó pensativo a su hogar. Una simple frase suya pronunciada a la pasada había dado lugar a un diálogo inconcluso, que reclamaba un cúmulo de distingos y aclaraciones. Se percató de que la ponencia “La educación en democracia” que le había propuesto al rector Schmidt no era tampoco tan sencilla como lo había imaginado, o sea, algo tanto o aún más complicado que el temita ese de “las diversidades sociales”.

Desde ese momento, Vidales gastó horas y más horas en descifrar el meollo de su ponencia. Por ningún motivo dejaría mal puesta a su Universidad ni, desde luego, a su calidad de docente-investigador. Al final, después de mucho consultar, leer y cavilar, llegó a la conclusión que el punto clave de su conferencia radicaba simplemente en una suerte de “retroalimentación” que se produce entre educación y democracia. De modo que así como la primera permite nutrir y perfeccionar a la segunda, la democracia, a su vez, cada vez que avanza un paso en su desarrollo cultural y civilizatorio, demanda más y mejor educación de parte de sus ciudadanos.

Para no aburrir al lector, no mencionaremos sus copiosas lecturas de los trabajos de John Dewey, como “Freedom and Culture”; de Sydney Hook, “Educación para una nueva era”; de Emile Durheim, “La Educación moral”; Pierre Bordieu, “Sociología y Cultura”; etc., etc. Baste saber que dedicó los cuarenta y tantos días que le quedaban en el estudio y reflexión del tema que había elegido para la presentación de su ponencia en una antigua ciudad americana. Y hasta abandonó su cátedra durante las dos semanas que le restaban a fin de prepararse con la mayor acuciosidad y profundidad posibles para el gran acontecimiento que debía coprotagonizar. El esfuerzo que debió realizar a raíz de tanto trabajo, revisando y analizando textos, fue, en verdad, el más grande que alguna vez pudo haber llevado a cabo durante sus casi ocho años de labor académica.

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Por fin llegó la semana en que el profesor Vidales debía dictar su conferencia. Se apresuró a actualizar el pasaporte (hacía mucho tiempo que no viajaba al extranjero). Luego, dejar a un alumno antiguo de la cátedra en calidad de ayudante temporal, arreglar los numerosos trámites del viaje en avión rumbo a un país del norte, finiquitar algunos encargos y cuentas pendientes, empezando por su hogar, y finalizando todo con la llorosa despedida de su mujer y de sus dos hijitos... Empero, lo que no podía olvidar era repasar y repasar con mucha calma y reflexión el texto de la ponencia, con un estrés de los grandes, ya que no estaba realmente acostumbrado a esos trotes de largo aliento. A lo sumo, la preparación cotidiana de sus clases y una que otra charla caída, sin necesidad de mayor estudio...

Las siete horas que duró el viaje las destinó al estudio y a la relectura de la malhadada conferencia, lamentándose a ratos de que su condición de novel sociólogo le demandara el descomunal esfuerzo de satisfacer la curiosidad de otros talentos, por lo común superiores al suyo. Y ya lo estaba notando: el tenaz estrés lo estaba arrastrando a atormentar su ego con un complejo de inferioridad que se le hacía cada vez más insoportable.

Ya en el aeropuerto, mirando su reloj, se dio cuenta que por el atraso del vuelo, sumado a la diferencia horaria, llevaba un retraso de dos horas, por lo cual le quedaban escasos 25 minutos para llegar a tiempo. Salió a la carrera del control aduanero para tomar un taxi que lo llevaría al “Centro Superior de Estudios Hispanoamericanos”, un monumento arquitectónico que databa de la época de la Colonia con su docena de gruesas columnas de mármol como pórtico coronado por una escalinata del mismo precioso material dotada de unos cuarenta a cincuenta peldaños cuyo ascenso le pareció interminable...

Al trasponer todo sudoroso y acezante la entrada, le pareció lo más conveniente preguntar por el profesor Sr. Adolfo Schmidt, ya que siendo el presidente del Simposio, le pareció obvio que todo el mundo lo conocería...

–¿El profesor Rodolfo Smith ha dicho usted?- alcanzó a malinterpretar el portero. –No sabemos de ningún profesor del Centro que se llame así.

Vidales se rascó la cabeza a la vez que le echaba una ojeada al cartapacio atiborrado de documentos que extrajo de su maletín de viaje.

–¿No es este el Centro Superior de Estudios Hispanoamericanos? – arguyó. –¿No se celebra aquí y ahora un Simposio de Sociología?

–¡Haberlo dicho antes, señor...! ¿Cómo es su nombre?

–¡Belisario Vidales, profesor de Sociología! Vengo de un país de América del Sur y estoy invitado al Congreso de Sociología.

–¡Sírvase subir al tercer piso, señor Vidales! Es la quinta puerta a la izquierda del corredor. Tendrá que hacerlo por la escalera central, ya que los ascensores se encuentran en reparaciones.

–¡Gracias, señor!- repuso tímidamente Vidales. Se sentía acorralado y desorientado, como pollo en corral ajeno.

Un tanto repuesto, subió algo más airosamente la blanquecina escalinata, pero al trepar por ella le pareció cada vez más fatigosa la subida. Avanzaba a duras penas, rumbo, primero, al segundo piso, luego al tercero..., donde encontró que todas las puertas estaban cerradas a piedra y lodo... Golpeó en cada una de ellas y nadie respondió. Permaneció un momento pensativo sin saber qué hacer en tal duro trance, cuando un señor que venía bajando del piso superior al verlo tan perdido, le preguntó:

–¿Qué busca usted, señor?

–¿Me podría usted decir dónde está el Centro Superior de Estudios Hispanoamericanos? – Y agregó por más señas: –Es donde se celebra un Simposio de Sociología...

–Lo del Simposio no tengo idea- aseveró el desconocido. Pero el Centro Superior de Estudios Hispanoamericanos queda en el tercer piso, que es de donde vengo... Al salir de la escala, gira usted a la izquierda. Es la quinta puerta del vestíbulo.

Vidales estuvo a punto de propinarse un palmazo en la cabeza. Recordó que en ciertos países el primer piso se llama “planta baja” o algo parecido, y que la enumeración de los pisos de un edificio comienza a partir del segundo...-¡Qué plancha, Dios mío!- se dijo. –Y, ahora, ¡a trepar hasta el cuarto piso, o sea, hasta lo que aquí se llama el tercero!

Cuando accedió al pasadizo, advirtió que todas las puertas eran más bien estrechas, parecían cubículos para docentes... La quinta de la izquierda estaba cerrada. Tuvo que golpear para que le abrieran. Al rato apareció el rector Adolfo Schmidt en persona, quien le dio un gran abrazo con una efusión que a Vidales le pareció extremada.

–¡Qué gusto de verlo, profesor! Y haciendo caso omiso del lamentable estado físico en que llegaba el visitante, exclamó: ¡Parece, Vidales, que usted está cada día más rejuvenecido! Entre, por favor, mire que lo estábamos esperando...

–Y ... ¿dónde es el Simposio? – se atrevió a preguntar el profesor Vidales, ya semidevorado por los nervios.

–¿El Simposio? ¡El Simposio fue ayer, mi querido amigo! – aseveró el rector sin inmutarse. Y, luego dirigiendo la voz hacia el interior del cubículo: –¡Perdonen, colegas!, quiero presentarles a un ilustre catedrático colombiano que viene a visitarnos desde América del Sur.

Vidales miraba de hito en hito sin entender una palabra. Se limitó a saludar fríamente a ambos desconocidos, cuyo elegante atuendo hacía pensar mas en dos acaudalados señores, posiblemente empresarios, antes que en catedráticos de verdad.

Una vez acabadas las presentaciones de estilo, se atrevió a preguntar de nuevo, venciendo su proverbial timidez:

–¿Y el Simposio? ¿Qué pasó con el Simposio?

–A raíz de la celebración de Semana Santa, que se hace aquí en forma, al puro estilo sevillano, el Encuentro de Sociología se adelantó en tres días. Aunque fue algo repentino, me tomé el trabajo de avisarte a tiempo, en nota dirigida a tu correo electrónico... A lo que veo, no tuviste tiempo de revisarlo en tu note-book antes de viajar...

–¿Y mi ponencia? ¿Qué vamos a hacer con mi ponencia?- susurró bastante amoscado el profesor Vidales.

–¡Ah, la ponencia! No te precupes para nada. Supongo que la traes impresa, ¿no es así?

–¡Efectivamente!

–¡Qué bueno! Es el caso que se va a publicar en la revista “Scientia veritatis” de “nuestro” Centro Humanístico. Tus honorarios están asegurados. Y, no te afanes, son bastante aceptables, como te lo he asegurado, nada menos que 20.000 dólares por el trabajo, viático y gastos consiguientes... De tal modo que no tienes por qué inquietarte...

Vidales respiró aliviado, no tanto por lo suculento de la remuneración, sino porque se hallaba casi al borde de la ruina por los gastos que había debido hacer para trasladarse por vía aérea a un país tan lejano.

El rector Schmidt prosiguió calmadamente:

–Lo único que te pido, Vidales, es que me firmes este poder que tengo aquí en el escritorio a fin de representarte en los trámites del pago, que en este país son algo lentos, tú sabes como es nuestra burocracia latina... Mis dos colegas aquí presentes servirán de testigos. Es todo lo que se necesita. Una vez que firmes el documento, puedes regresar tranquilamente. Yo me quedaré aquí unos días para enfrentar la nutrida tramitación de las platas que será, como se adivina, al puro estilo criollo. En una semana más estaré de regreso y tendrás tu platita... ¿Qué te parece? ¿Estás conforme?

A Vidales no le quedó más remedio que asentir. En medio de su timidez, solo se atrevió a preguntar:

–Pero, profesor Schmidt: necesitaría algún dinero para costear los gastos del regreso...

–¡No faltaba más, amigo Vidales! ¡Cómo se te ocurre que te voy a dejar en un país extraño y al garete? ¿Te ayudarían unos mil dólares? ¿Sí? ¡Aquí los tienes, en billetitos recién salidos del horno! Ya llegará el momento de descontarlos, ¿de acuerdo?

El profesor recibió el fajo con cierta vergüenza, más que por el dinero, por la decepción que acababa de sufrir al ver malgastadas todas sus horas de estudio, trabajo y reflexión en madurar aquella malhadada ponencia... –¡En fin– pensó para sus adentros–. Dios sabe lo que hace: por lo menos la ponencia se va a publicar en una revista científica importante... No todo está perdido. Hecho lo cual, después de firmar el poder y de despedirse de su rector y colegas, se retiró algo desencantado, pero alentado en parte con el consuelo de que, después de todo, recibiría una bonita suma que le sería de gran utilidad para saldar sus numerosas deudas y comprarle algunas cosillas de regalo a su querida mujer y retoños...
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Cuando estuvo de vuelta en su país, el profesor Vidales se dedicó de lleno a sus clases, y en el hogar, a su amada y querendona familia. El único problema que trajo al regreso de su infructuoso viaje fue el del vil dinero faltante. Esperaba aún confiado en que el retorno del rector daría por fin término a su agobiante crisis financiera...

Por desgracia, no pasó mucho tiempo antes que llegara la amarga noticia: Adolfo Schmidt se había hecho humo. Desde el exterior un fax anunciaba que la Policía Internacional andaba buscando afanosamente a un personaje de ese nombre, cuyo delito no era otro que el de haber estafado por varios millones de dólares a los docentes de diversas universidades americanas ideando simposios imaginarios. A raíz de aquello, la Universidad convocaba a una nueva elección de rector.


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