viernes, 11 de mayo de 2012

Cuento-fantasía de un sudaca que nunca ha estado en Atlanta. De Félix Pettorino

EL MUÑECO NEGRO.

                Tía Clarence estaba eufórica. La sola idea de que vendría a Atlanta, por solo tres días, el joven conjunto negro de jazz dirigido por Jimmy W. Robertson, mejor conocido como Black Puppet, la tenía prácticamente fuera de sus cabales. Cierto es que Jimmy lograba con el saxo sones que hasta le envidiaría el propio Nait King Cole, al decir de tía Clarence, pero no es menos cierto que Clary -como cariñosamente la llamábamos- frisaba ya los 80 años y estaba más sorda que una tapia. Tenía que auxiliarse con potentes audífonos y, aún así, había que hablarle fuerte, modulando las sílabas y lo más cerca posible de su oído izquierdo, que era el que captaba mejor (o no tan mal) los sonidos. Como si fuera poco, la tía pasaba por ser la dama más doméstica que pudiera encontarse en varias cuadras a la redonda del Barrio Lloyd, donde vivía con mi familia. Su reino exclusivo era su casa, desde el despuntar del alba hasta el titilar de la primera estrella, lapso de su siempre activa vigilia, destinada al arreglo, aseo y barrido de su prolijamente ordenado dormitorio, y a hacer cuidadosamente su amplia cama, que la mantenía impecable...

Era una dama extraordinariamente avezada en toda clase de menesteres domésticos. Ni hablar de los exquisitos manjares que continuamente estaba preparando con tanto esmero como delicia para todos aquellos que –como yo- teníamos el privilegio de degustarlos, y sin que ello significara merma alguna en la permanente confección de todo tipo de primorosos tejidos, desde un coqueto paño para florero hasta el más elegante y atractivo pull-over para los “teenagers” de la casa. Sólo salía los domingos, y no por paseo, sino para concurrir a la misa de la monona capillita católica de St. George, a escasas dos calles del precioso bungalow que compartía con nosotros. Y no se la perdonaba ni por asomo, aunque estuviese con tercianas, pero -naturalmente, esta vez- cómodamente arrebujada en su camastro y echando mano al control remoto de su descomunal televisor en colores.

                Por todo esto, resultaba extraña su súbita afición por el jazz y, particularmente, por el juvenil saxo de Jimmy Robertson, el famoso Black Puppet, que solía volver más locos todavía a los teenagers que a la misma tía Clarence.

                Me había encargado que fuera cuidadoso y diligente en la adquisición de un set completo de abonos, en la mejor localidad que hubiera disponible para ver (¡antes que oír!) al reputado saxofonista negro y a su conjunto, que actuaría dentro de dos semanas, justo unos días antes del Thanksgiving, en el Cavannah’s Coliseum de Atlanta.

                Cuando, cumpliendo tal encargo lo más esmeradamente posible, regresé con el paquete de abonos y lo puse en sus delicadas manos, algo ajadas por el paso del tiempo, pero muy suaves y de dedos largos blanquísimos, ella me lo agradeció con su clásica sonrisa de gran dama georgiana, gesto este que me dio alas para atreverme a formularle la pregunta que me hacía consquillas en la garganta. Y me acerqué a  su oído izquierdo para gritarle lo más claramente que pude:

                -Tía Clary. Quisiera no importunarla, pero... ¿le puedo preguntar por la causa de su entusiasmo tan repentino por el jazz negro?

                La ancianita, con sus hermosos y ondulados cabellos blancos, levantó la cabeza para mirarme fijamente a los ojos, como sorprendida ante una pregunta que no esperaba.

                -¿Por el jazz negro, has dicho? No tengo el más mínimo interés en semejante música.

                La respuesta llevaba una implícita alusión a su conocida sordera y me hizo sentir como un intruso malintencionado. Pero como la piedra  estaba ya lanzada, decidí ir a recogerla para que tía Clary se convenciera de que mi curiosidad era tan espontánea como sana. Y volvía a la carga espetándole con mayor fuerza aún:

                -¿Entonces, querida tía?

                Mi impertinencia majadera no la inmutó. Apenas movió los labios para contestarme con la misma pregunta:

                -¿Entonces, qué?

                Me sentí de nuevo como un estúpido. Y como no me quedaba otro recurso que afrontar las consecuencias de mi entrometimiento, le reiteré la pregunta del modo más claro que pude, aunque algo nervioso y apresurado como para que me escuchara mejor:

                -Me refiero a los abonos para la función que acabo de comprarle por encargo suyo..., tía Clary.

                La viejecita pareció por fin haber entendido, pues apenas frunció el ceño y esbozó una enigmática sonrisa.

                -¡Ah! Era eso. Es cosa larga de contar.

                Dicho lo cual, se quedó como ausente, mirando hacia el cielo con sus húmedos ojitos azules, abstraída en Dios sabe qué inefables recuerdos...

                Respetuoso de su mundo íntimo, enmudecí. Pasaron largos segundos, al cabo de los cuales ella, adelantándose a otras preguntas mías sobre la materia, me palmoteó suavemente el hombro y me susurró al oído con su habitual dulzura:

                -No te excites más de la cuenta, Fred querido. No hay nada de raro en lo que parece una súbita afición de anciana chiflada. Algún día, después de ese concierto al que quiero que me prometas que iremos juntos, te contaré la verdadera causa de la compra de esos abonos, tan preciosos para mí como no lo podrías imaginar... Y ahí verás que la explicación de todo este embrollo que te has hecho es lo más simple del mundo.

                Asentí con la cabeza, no del todo repuesto de mi bochorno. Y ella prosiguió:

                -...En compensación, quisiera que me explicaras en el concierto todas las maravillas que dicen que hace “mi” Black Puppet con su saxofón, particularmente la razón de ser de un éxito tan notable...; y, luego, quiero que me jures en esa ocasión que no le dirás una palabra a nadie de cuanto veas allí u oigas de mis labios.

                Nuevo movimiento afirmativo mío de cabeza. Perturbado como estaba, no me atreví a preguntar nada más. Sólo atiné a decir:

                -Téngalo por prometido y jurado, tía Clary.

                La verdad: quedé mucho más intrigado que antes... Ese posesivo “mi” que pronunciara con tanta naturalidad, ¿qué podría significar? No me imaginaba al joven negro como hijo (¿o acaso nieto?) de tía Clarence..., la diferencia de edad, ¡de color!, de costumbres, el hecho de haberse mantenido ella toda la vida en estado de obstinada soltería..., no podía ser. ¡Nada encajaba! Y luego ese secreto recomendado con sagrada obligación de sigilo..., ¿a qué se debería?, ¿con cuál propósito? Seguía, peor que al principio, no sólo más intrigado, sino sin entender una palabra.

                Todo esto y algo más pasó con la velocidad de la luz por mi agitado cerebro de jovenzuelo indiscreto. No me quedó más recurso que intensificar los esfuerzos por ahogar la curiosidad que pugnaba por delatarme y opté por despedirme del modo más natural posible, con el consabido beso en la frente. Sólo me limité a balbucear:

                -Adiós, tía Clary. ¿Y..., cuándo la llamo?

                -Adiós, Fred-me respondió ella con su calma habitual. Tu invitación es para el día 27 a las 19. ¡Y, por favor, no te olvides de venir a buscarme unos cuarenta minutos antes! El tránsito es infernal a esa hora...

                Salí algo reconfortado, pensando que el contratiempo sufrido era sólo momentáneo. Y que, en realidad, debería sentirme feliz de poder compartir un secreto de familia con mi tía predilecta. Ello me ratificaba, en cierto modo, mi supuesta condición de sobrino preferido, a pesar de que por mis rudos modales y mi falta manifiesta de roce social, distaba mucho de mercerlo. Así que, dándome ánimos, me puse, desde ese mismo momento, a desear con ansias crecientes que llegara pronto el día de la invitación al recital de jazz para oír de su propia boca los pormenores del misterio. Debía ser, sin duda, una historia romántica a lo James Hilton, con lances angustiantes y final feliz, en suma, tan insólita como apasionante.


************************************


                Al fin, el gran día llegó. Tía Clary me abrió la puerta. Apareció bolso en mano, bien peinada con sus ya pálidos rizos otrora rubios, muy compuesta, aunque algo nerviosa. Miré mi reloj. Eran casi las 17.32, hora que distaba un poco de ser la “exacta” a la que telefónicamente me había comprometido el día anterior. Me sonrojé. Un atochamiento en la Avenida Lafayette había hecho retrasar mi llegada en un minuto y fracción.

                -Excúsame, tía...– empecé, azorado y balbuciente.

                -Ya sé- me interrumpió dejando entrever cierta excitación en la voz. Es el tránsito de Atlanta, cada año más alocado e imposible... No te preocupes, Fred. Todavía tenemos tiempo suficiente... Claro que es apenas el preciso para llegar a la hora... Así es que..., de todos modos, sería bueno que nos apresuráramos un poco, porque nunca se sabe lo que va a pasar por estas calles de Dios...

                Asentí. Y sin decir más, la cogí del brazo para conducirla a mi viejo Chrysler azul oscuro Al abrirle la portezuela del coche, aproveché para mirarla con mayor detenimiento: el rostro sonrosado y la breve y ondulada cabellera blanquizca contrastaban fuertemente con su lustroso abrigo negro de astrakán, formando un conjunto realmente enternecedor. Los límpidos ojos azules parecían retener sin gran esfuerzo la belleza de tiempos ya lejanos y reflejaban, desde luego, un alma pura y bondadosa. Mientras hacía el contacto para partir, no pude dejar de reprimir, para mis adentros, una reflexión: ¡Qué encantadora niña habrá sido tía Clary! ¡Qué ganas de haberla conocido en aquellos gloriosos años en que era una chiquilla!

                La tarde primaveral estaba preciosa. La zona húmeda de la costa atlántica parecía acarrear desde la lejanía, una brisa suave y fresca, que se elevaba en forma de vahos algodonosos rumbo a las rocas cristalinas de los Apalaches y de las imponentes Montañas Azules. Flotaba un aroma de magnolias entre las arboladas avenidas del elegante barrio de High Oaks, con sus blancas mansiones de frontispicios columnados rodeadas de ondulantes prados floridos. Lo único que perturbaba la paz reinante era el intenso tránsito de todo tipo de vehículos motorizados, por entre los cuales hube de hacer sortear el mío con la mayor destreza y suavidad posible, a fin de que tía Clary se sintiera cómoda, tranquila y... segura de llegar bien y a tiempo.

                Y así fue, en efecto. Ingresamos al gran Coliseum  unos 7 minutos antes de que comenzara la función, justo en los instantes en que el gentío, aglomerado dondequiera, todavía posibilitaba un desplazamiento aceptablemente dificultoso a través de las entradas, los pasadizos y las graderías.

                El sitio escogido, un elevado escaño provisto de cómodo respaldo y sólida baranda, distaba a unos escasos 20 metros del escenario y prometía una visión perfecta y una audición... atronadora. Pero esto último era más bien una ventaja para mi buena tía.

                Y bien. Como, igual que ella, yo no soy ningún experto en jazz, y menos aún en saxofón, me he visto obligado a omitir numerosos detalles y observaciones tecnomusicales, que podrían parecer impertinentes, cuando no erróneos, al menos ducho de nuestros lectores. Lo que no impide que tía Clary y yo disfrutáramos a rabiar, casi más con nuestros cándidos comentarios que con el ritmo y melodías del espectáculo. Los ágiles compases de 4/4 ejecutados, a modo de obertura, por la orquesta, formada por un piano negro de cola, tres violines, dos  contrabajos, una batería, más una notable variedad de instrumentos de percusión, provocaron una desazón creciente entre el público, al demorar la ejecución más tiempo que el prudentemente esperado (supuse) para un número de tal especie. Mientras tanto, tía Clary y yo nos entreteníamos en adivinar cuál de los fornidos negros de la orquesta podría ser la estrella de la jornada, pero no, no encontrábamos ninguno tan gordo y macizo como la tía decía que era, y, además, no se vislumbraba ningún saxo por ningún lado... Caímos algo tarde en la cuenta: la tardanza en la aparición del astro era lo que estaba sacando de las casillas al ya desbordante auditorio. La inquietud inicial era ya una perturbación generalizada que se fue transformando gradualmente en un bullicio multitudinario hasta convertirse en una verdadera batahola a punto de pasar a fuera de control, en que se entremezclaban los gritos y las rechiflas con los aplausos y los pataleos, y en tal fuerza y persistencia, que ya no se podía oír nada de lo que se estaba tocando.

                Tía Clary se limitaba a mirar, serena y expectante, como si no le interesara nada de lo que estaba pasando a su alrededor. Tuve la tentación de oprimirle los oídos con las palmas de las manos, mas, advertí de pronto que su pasmosa serenidad era el natural efecto de su sordera senil...

                En ese mismo intante, como por milagro, se hizo de pronto el silencio más absoluto, que duró escasamente dos o tres segundos: ¡acababa de hacer su triunfal aparición en el escenario, vestido de impecable frac con lentejuelas negras, el grande, el portentoso, el inigualable Black Puppet!

                Se desató una descomunal algazara, tan intensa y aún mayor que la precedente, pero esta vez todo era entusiasmo, alegría, aplausos, vivas y aclamaciones de júbilo por la presencia física del notable instrumentista negro. El reluciente saxofón que llevaba entre manos parecía una joya gigantesca en forma de serpiente, labrada en oro de copela. Los pistones semejaban una fila apretada de diamantes despidiendo irisaciones luminosas que alternaban con las lentejuelas del frac. Ellas y lo albo de la pechera contrastaban con el negror de la vestimenta y de la piel del mismo artista, quien, en el momento de mayor apogeo de los vítores, alzó el luminoso instrumento sobre la cabeza, saludando una y otra vez al auditorio. Era un verdadero monarca coronado en medio de su pueblo.

                Lo que siguió no podría ser sino muy obvio y fácil de contar para... un entendido en música de jazz, quien haría las delicias de los lectores describiendo técnicamente las maravillas musicales que pudieron vivirse en aquel espectáculo memorable. Pero esto no será posible por culpa de mi torpeza e ignorancia. Presento, no sin rubor, las excusas del caso.

                Basta indicar que el astro literalmente “se paseó” por entre los grandes del jazz (y no me pregunten por nombres, porque no los recuerdo). No faltaron tampoco las adaptaciones de los clásicos (Bach, Beethoven, Mozart, etc.) ni, sobre todo, sus audaces improvisaciones, que fueron largamente ovacionadas.

                Al final, después de cuatro cálidas horas de audición, mi aporreado tímpano persistía en sus locas vibraciones, y mis oídos, ahítos hasta la saturación de tanta música y algazara, no deseaban otra cosa que el silencio.

                Afortunadamente, el acto ya llegaba a su término. Salí llevado del brazo de mi tía, como sonámbulo, y con la sensación de haber disfrutado de un banquete tan opíparo como demoledor de gustos y apetitos.

                Tía Clary, creo que gracias a su insólita devoción y particularmente a su sordera, se veía entera y satisfecha, y hasta casi más entusiasmada que cuando ingresamos a ese antro del bullicio.

                Hube de despertar de mis turbulencias interiores cuando ella me oprimió con alguna fuerza la muñeca para requerirme que, por favor, la condujera lo más pronto posible al camarín del artista...

                Así lo hice, abriéndome paso a empujones, en medio del frenético gentío que trotaba al lado nuestro, en demanda de lo mismo. La carrera terminó de golpe ante un muro de fornidos policías que, previa la presentación de ciertas tarjetitas mágicas, sólo permitían el acceso de leicas y flashes.

                -¡Imposible pasar! –aullé contrariado. Parece que no habrá más remedio que regresar a casa, tía Clary...

                Pero ella ni se inmutó siquiera. Por toda respuesta, se volvió suavemente hacia mí y con la mejor de sus sonrisas me musitó al oído:

                -Fred, querido: ¿podrías tener la amabilidad de esperarme por algunos minutos en el hall de entrada? Es su último día de conciertos y debo despedirme.

                Acto seguido, con una leve venia pasó grácilmente bajo el cordón policial y se encaminó muy campante hacia uno de los vestuarios.

                Los uniformados parecían conocerla, porque la dejaron pasar sin el menor inconveniente. Mi perplejidad llegó al extremo cuando la vi perderse, entre una nube de fotógrafos y reporteros agolpados ante una de las puertas, que de pronto se abrió y se cerró como en un pestañeo.

                Pasaron veinte largos minutos, en que tuve tiempo para mirar y repasar los extraordinarios murales de Alfaro Siqueiros que decoran la monumental entrada del Coliseum, y tía Clary no aparecía. A la media hora y algo más la vi regresar a paso lento. Venía excitada y con lágrimas en los ojos.

                Esta vez me resolví a ser más considerado que de costumbre y la conduje con suavidad hacia mi vehículo, sin cruzar con ella una palabra. Creo que me lo agradeció, porque se sentó suavemente junto a mí, y ya en la intimidad del coche cerrado, me anunció con su habitual dulzura:

                -¡Llegó el momento, querido Fred! Pero antes..., ¡gracias por venir! Has sido muy amable en querer acompañarme sin condiciones...

                -¿Sin condiciones?- grité sorprendido por la mentira, lanzada tal vez en otro momento sin querer.

                -¡Ah! Ya veo que no me será posible eludir explicarte el porqué de mi venida al Coliseum...

                -¡Así es, tía Clary!- repliqué con más convicción que entusiasmo.

                -¿Sabes por qué Jimmy es conocido como “The Black Puppet”?- me preguntó con suavidad, como ignorando mi vehemencia.

                -¿Muñeco negro? Me imagino que es por el color de la piel...- me apresuré a aventurar.

                La anciana meneó la cabeza.

                -En parte, Fred, solo en parte...

                -Supongo, tía Clary, que es un simple nombre de fantasía... Porque no creo que ese hombrón haya tenido apariencia de muñeco alguna vez...

                -¡Claro que la tuvo, pues, querido Fred! –exclamó no sin emoción la viejecita, a la vez que se enjugaba el rostro con un pañuelo diminuto de encaje.

                -¿Acaso cuando era una criatura...?- traté de adivinar, susurrándole al oído.

                -¡Justamente, sobrino! Si es el niño que crié cuando Nancy, tu hermanita..., ¿recuerdas?

                -¿La pobre chica que se mató cuando yo tenía unos tres años?

                -¡Ah! ¡Te acordabas!

                -Sí, tía Clary; pero para nada del negrito...

                -Es que el pobrecillo estuvo sólo unos cuantos días en vuestra casa de Georgia...

                -La verdad es que no lo recuerdo...

                -Me lo tuve que llevar a Tennesee cuando ella sufrió con el niño aquel terrible accidente en el columpio.

                -¿Y qué relación podría haber entre mi desgraciada hermanita y el tal “Black Puppet”?

                -¿No lo sabes? Ella ansiaba tener un muñeco negro y, en una cartita muy tierna, se lo había solicitado a Santa Claus...

                Los ojos de tía Clary parecían encerrados en dos burbujas de agua cristalina.

                -¿Y?- me atreví a inquirir para llenar de alguna manera la pausa.

                -El niño llegó, como por milagro, esa nevada Nochebuena de 1942, a la puerta de vuestra casa, junto a los zapatitos de nuestra chicuela...

                -En ese tiempo los niños creíamos todo cuanto nos contaban los mayores- interrumpí en un vano intento por amenizar el triste relato de tía Clary.

                -... Era una primorosa criatura de color, envuelta en una manta raída dentro de una caja de cartón. Parecía que Nancy estaba al acecho de su regalo navideño, pues al primer llanto del rorro salió a la puerta, en camisa de dormir, y lo cogió amorosamente entre sus bracitos de niña...

                -... ¿Y ella se quedó con el negrito?

                -¡Si no había manera de convencerla de que se trataba de un pequeñuelo abandonado por sus padres!

                -La fe infantil en papá Noel...

                -Tus padres tuvieron que dejarlo. Le arreglaron una cunita en el cuarto de los juguetes. No querían defraudarla, al menos hasta que se diera cuenta de la realidad por sí sola.

                -¿Cuánto duró eso?

                -No más de una semana, hasta que ocurrió ese accidente fatal...

                -¿Y al negrito no le pasó nada?

                -Ella lo protegió con sus bracitos cuando se cortó uno  de los cables del columpio en que ella lo mecía.

                Tía Clary calló. Puse en marcha el motor del Chrysler azul para sumergirnos cuanto antes en las iluminadas noches de Atlanta.























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