miércoles, 9 de mayo de 2012

Otro cuento de Félix Pettorino.



El rumbo correcto.

          Eulogio, recién pagado, decidió retrasar en unas cuantas horas el obligado encuentro hogareño. Es que su conviviente, encinta de cuatro meses, solía perturbarlo con sus continuos achaques de primeriza. Estaba ya harto de soportar aquellas neuras, vómitos, desmayos, fobias y antojos de mujer preñada, ajenos a su resuelta condición de macho célibe, que él estimaba imperioso que fuera mantenida a prueba de toda clase de inclemencias.

          El atardecer otoñal le aireaba la calva con una tibia brisa venida del norte. Mantas algodonosas de negruzcos nubarrones pasaban rumbo al sur compitiendo en velocidad.

          La templanza del ambiente invitaba a deambular a la deriva por las callejuelas a ratos tortuosas y escalonadas del anciano Valparaíso. Gruesos goterones saltaban de vez en cuando como pulgas sobre el asfalto gris.
De pronto, como si no lo hubiera esperado, dio en un vericueto del Plan con lo que de dientes afuera nunca habría imaginado encontrar tan a mano: un bar maloliente y bullicioso enquistado en un tan ruinoso como pintoresco rincón del Barrio Chino.

          Ya se estaba haciendo de noche. Como una media hora desde que la moneda del sol, coronada de oro, se había hundido definitivamente bajo la plomiza alcancía del horizonte.

          Hacía más de un mes que Eulogio, por parecer solidario con el ya largo período penitencial que agobiaba a su pareja, había dejado de beber. La condición de abstemio en cuarentena se echaba de ver en su cara de ex borracho en mortificación. Así es que entró resuelto a no ingerir otra cosa que un “cafecito”. Eso sí que amenizado por uno que otro cigarrillo, único vicio que, dadas las circunstancias, podía darse el lujo de disfrutar a sus anchas, lejos de la presencia de Cinthia.

          Y no bien el antro humeante y vocinglero se lo hubo tragado con zapatos y todo, cuando notó con desazón la escasa posibilidad de encontrar un sitio donde hacer reposar sus fatigados huesos. La chusma vocinglera, cacho o trago en mano, lo miraba al pasar con la indiferencia típica de los extraños.

          Frustrado, iba ya a dar la media vuelta con dócil resignación, cuando sintió en el antebrazo el calor de unos dedos ganchudos atenazándolo con tan inusitada fuerza que lo hicieron detenerse en seco, entre sorprendido y atemorizado.

          - ¡Eeeh, oiga, jefe!

          - ¿Qué pasa, señor ...?

-¡Aquí hay un lugar, amigazo! ¡No se vaya así, tan de repentón!

          Era un hombrecillo musculoso y flacuchento, cuya ropa, arrugada de tanto sobrar, exhibía por aquí y por allá algunos mapas y cicatrices. Así lo pudo advertir a la luz temblequeante de una lámpara mortecina que pestañeaba con inseguridad desde una de las paredes floreadas.

-         Gra ..., gracias - balbuceó apenas.

          Mientras lograba su acomodación en una de las sillas desvencijadas del estrecho rincón, pudo observar mejor, aunque siempre tras la penumbra, a quien se acababa de manifestar como tan acomedido anfitrión: pelo hirsuto y entrecano, ojos ratoniles asomando entre una champa de chasquillas grises, patas de gallo echando finos surcos radiantes sobre las sienes. Pero lo más notable era una cicatriz curvilínea que le prolongaba la boca en una suerte de amplia sonrisa caricaturesca. Notó que lo enfrentaba desde el otro extremo de la mesa amenazándolo con un batallón de botellas cerveceras alineadas en son de ataque, pero, acordándose de la promesa juramentada hecha a Cinthia, resolvió negarse rotundamente a aceptar el obsequio que su casual compañero le estaba ofreciendo con un chorro pardusco que hacía espumar un gran vaso orejado de cristal verdoso hasta los mismos bordes.

          - Es el trago ‘e los poures, jefe. ¡Escurpe el atreimiento!

          - No, por favor, no bebo ...

- ¡P’tas la hueá!

          Eulogio pensó por un instante en los abismos que suelen abrirse entre los humanos. Lo que tienes o no tienes, los recintos en que te han habituado a hacer lo que haces, el juego de colores que conmueve a tu grupo, tu semblante, aspecto, figura, vestimenta, modo de andar y tantas otras banalidades ocasionan una continua sordera en tus comunicaciones. Como si estos veinte siglos de tenaz cristianización hubieran transcurrido en vano. Y se quedó mirando compasivamente al hombrecillo.
          - ¡Epa, guachito culebra! - lo interrumpió este, entre hipos y carrasperas. - ¿Es que no va a aceptar este humirde vaso de cerveza que le ofrece este servior? Mire que no por haer salido ‘e la cana, como dicen por ahí, encanecío y encanallao, uno no va a tener sentimiento...

          - ¿La cana dice usted? O sea..., la ...?

          - ¡Esa mesma, pa que sepa! ¿No ve la champa ‘e totora que le plantaron a esta caeza ‘e bruto? ¿Y el solcito a rayas sobre el cute? - No, no, no le capto muy bien... - prorrumpió Eulogio con un incipiente (pero aún contenido) nerviosismo. -¡No me diga que usted ha estado ...?

¡Así nomá es la hueá! - asintió entre risotadas el desconocido.

          Los vasos se pusieron a temblar sobre la mesa, como aterrorizados por los puñetazos con que el hombre confirmaba su aserto.

          - ¿Y por qué sería, si se puede saber? - se atrevió a inquirir Eulogio.

          - Todo jue por un puntazo a la pasá ..., po aquí, a la artura ‘e la ponchera.

          Y exhibía el vientre desnudo con chocante orgullo.

          El casual invitado parpadeó tragando saliva.

¿Una herida profunda? - acotó Eulogio.

          El improvisado anfitrión soltó entre dientes una cascada de gruñidos que Eulogio no supo interpretar si eran por burla o por enojo.

          - ¡Psch! ¿Y si le igo que too empezó ¡ja,ja! cuando el finao no me quiso armitir un trago?

          - ¡Buena la talla, don! ¿Sabe que me está convenciendo? Y le, le vo.., voy a recibir ese vaso ..., pe ... pero que sea so...so...sólo uno, uno solo ...
Por toda respuesta sintió a lo largo de las solapas un chaparrón de espuma que le humedeció hasta las verijas. Era la jarra de schop que finalizaba sobre su pecho su raudo patinaje en la tersa superficie de la mesa.
          Eulogio, con brazo tiritón, se echó al coleto los primeros tragos, mientras advertía que se acababa de inaugurar sobre los techos el tamborileo indiferente de una lluvia que se las prometía para rato. Pensó fugazmente en el dilatado regreso al hogar. Y luego, en esa compañía estéril que acababa de depararle el destino: un borrachín presto a dispensarle, en el mejor de los casos, un dúo de monólogos.

¡Así me gusta, jefazo!, ¡así me gusta! - repetía eufórico, invitándolo con sus palmoteos a beber más.

          Un rayo de plata transparentó el esqueleto de la noche. El rugido ensordecedor de los truenos le cosquilleó los ojos, desatándole con furia ese tic nervioso que lo hacía mordisquear la luz al parpadear.

          Paradojalmente, el seudo diálogo se había convertido en un silencio perturbador, mientras el desconocido parecía rumiar su embriaguez, agazapado como bestia en su madriguera. Barboteaba voces ininteligibles, entre rezongos y ronquidos.

          Sólo más allá, en las otras mesas, reinaba una clara algarabía, matizada, de cuando en cuando, por la cascada momentánea de los dados y las carcajadas. Un violín invisible prolongaba sus maullidos entre las sombras, mientras alguien, al parecer de luto total, le hacía cosquillas en las cuerdas con sádico frenesí.

          Al cuarto o quinto schop, la agudeza de los arpegios comenzó a clavársele en medio del hígado. Y con ella, ese crónico cólico que lo obligaba por horas a tararear sus dolores. Muy cerca, sólo dos ojos felinos le ensartaban el vientre.

          En un momento que no pudo precisar, las bisagras vertebrales se le doblaron en un rictus de rostro desencajado y sufriente. Pero él era un hombre flemático, sereno hasta la jactancia, a veces cruelmente impasible, y tanto, que solía decir en sus escasos momentos de humor, que había sido parido en cámara lenta.

          Su figura doliente desentonaba con el clima entre satánico y frívolo que reinaba en el antro. Unos cuantos bailarines se zangoloteaban como monos de circo entre las luces parpadeantes. Docenas de polillas revoloteaban sobre las mesas. Algunas intentaban escapar entre aplausos a la luz de las lámparas.

          Eulogio apretó con fuerza los párpados para no oír el dolor que empezaba a comprimirle las mandíbulas batientes del estómago. Las tiesas pestañas le abrochaban la vista mientras las cejas formaban un acento circunflejo bajo la frente techando su sufrimiento.

          Salió furtivamente de la cantina haciendo puntos suspensivos sobre la tabla rasa del parqué. Iba convertido en un signo de interrogación, dejando como estela la alegre cháchara de los parroquianos. El dolor lo llevó a olvidarse de todo. No se sintió capaz ni de balbucear una excusa a modo de despedida.

          Vomitado con ignominia por las puertas batientes del bar, el hielo acuoso de la noche porteña le punceteó la cara con sus negras agujas. Extrajo de uno de los bolsillos un cilindro metálico con cuyo rayo amarillento lamió parte del pavimento salpicado de alfileres líquidos.

          Caminó a tientas y a tropezones como si estuviera viviendo realmente una borrachera, eso sí que congestionada por los enviones del cólico. Debería abrirse paso entre el enrejado de la lluvia para alcanzar su cubil antes de que se hiciera demasiado tarde.

          Allí lo estaría esperando, con la ansiedad de costumbre, su ahora añorado ángel guardián, tan propenso desde tiempos que le parecieron lejanos a exprimirlo como limón maduro. Su Cinthia era de las que sabían besar con todo el cuerpo, mientras él no podía hacer otra cosa que suspirar y quejarse, igual que los resortes de la cama, incapaces ambos de soportar el peso de tanta pasión... Pero ahora, mi bienamado Loquillo - se decía a sí mismo - apenas si estaría en condiciones de responder a su Chanchita con débiles ronroneos de gato escaldado. Además, como si fuera poco, su carnal custodio había perdido del todo la línea después de habérsele acabado la última regla.

          Al sentir la primera estocada de luz en medio de las tinieblas, divisó el rostro multiplicado de ella observándolo aterrada desde todos los rincones, con esos ojos fulgurantes de plato que solían formársele cuando estaba así de asustada. Sólo podía ver que las miradas de su ángel voluptuoso temblaban como gelatinas al pisar él los charcos. Y no sabía si el miedo, el deseo o la resaca lo estaban empujando hacia el vacío de la noche en busca de una luz estúpidamente desechada.

          Porque, ¿qué hacía él ahí, en la puerta de ese diabólico tugurio, con su miedo y su dolor, expuesto a los fríos del amanecer, sin la consoladora tibieza de los brazos de una mujer como Cinthia? Experimentó más que nunca la dulcísima ansiedad de la querencia.

          Apuntó con la linterna y maniobró con su dorada lanza para entrever a través de la bruma, pero sólo alcanzó a captar los quejidos de unos trancos (¿talvez los suyos?) sobre el pavimento jabonoso y, más al fondo, la sombra de un gigante vegetal que lo invitaba con los fornidos brazos de su ramaje a guarecerse como bestia herida. Dio unos pasos de criatura en el intento de aprender a caminar hasta caer en medio de la hojarasca. Y ahí se estuvo, durante un rato impreciso, sintiendo con espanto el tibio roce de lo que parecía ser sangre fresca, primero en el bajo vientre y luego en lo alto de los muslos.

          Alguien se había acercado a trajinarle los bolsillos interiores de la chaqueta, ojalá que sea para mi identificación, porque estoy poniéndome malito, discurrió maquinalmente, cuando una repentina convulsión, como una estocada, vino a revelarle que el ataque que estaba experimentando era algo que no tenía nada de nimio.

¡Otra vez tomé el rumbo equivocado! - murmuró entre dientes…

          Un doloroso temblor por todo el cuerpo terminó doblándolo cada vez más cerca del suelo. Y, sin poder evitarlo, empezó a caer de a poco, de a poco..., hasta dar en el barro con un golpe blando y pesado.

          Un resplandor ululante iluminó la escena, mientras el eco de los truenos se entremezclaba con las risotadas que emergían de la cantina.

          Eulogio fue alzado en vilo con la ropa empapada hasta los tuétanos por el furioso aguacero. Sólo alcanzó a sentir con qué desconsideración le oprimían el cuerpo, aumentándole innecesariamente su sufrimiento hasta hacerlo casi insoportable.
          - ¡Rumbo equivocado, rumbo equivocado! - se repetía gimiendo callandito.

          Y no supo más ...

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          Despertó en una cama, enceguecido por la luz matinal. Alguien había abierto bruscamente las persianas.

          Se palpó el vientre húmedo aún por el chapuzón de la madrugada. ¡No había ningún rastro de sangre! El sol brillaba vertical en medio de un cielo purísimo.

          De pronto, rompieron el aire unos gritos histéricos de mujer:
- ¡El perla tomando mientras una se mata trabajando pa’ servirlo!

          - ¿...?

-         ¡Hombre desconsiderado no maaás...!
-          
          Eulogio sonrió feliz.

Su vida había vuelto a tomar el rumbo correcto

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