viernes, 11 de mayo de 2012

Aquel sueño..., un regalo de consuelo. Félix Pettorino.


 
         Te sorprendes gimiendo. Y no sabes por qué. Debe ser por algo que recuerdas a medias. Fue sólo hace algunas pocas horas, poco después de haberte acostado con ella. La besabas con frenesí, como despidiéndote de algo. Ella te respondía con un extraño jugueteo, mordiéndote suavemente los labios e introduciendo su lengua acariciadora sobre la tuya… La atraías en un tierno y sostenido abrazo, casi de rutina, y ella se dejaba hacer como una muñeca de trapo, casi sin vida, de puro dormilona, pensabas tú, porque no había una real respuesta. La oprimías fuerte contra tu pecho como para que despertara de una vez, pero el intento duraba demasiado y te ibas sumiendo en un tirabuzón de olvidos hasta desvanecerte en un desvarío de ebrios deleites. La veías junto a ti, con sus ojitos semicerrados, como una criatura, en una imagen de niña indefensa que nunca hubieras podido concebir. Pero sin duda era ella. Se iba hundiendo hacia los pies de la cama, como asustada,  huyendo de alguien o de algo, haciendo ruidos raros con su linda boquita, como tarareando versos en un tono melancólico, que te hicieron recordar una de las canciones más tristes de Violeta Parra. Luego…, nada, porque te dormiste del todo.

         De pronto, la viste aparecer acercándose sigilosamente hacia ti con una sonrisa que sugería el regocijo de haberte encontrado. La estrechaste suavemente y poco a poco cada vez con más ímpetu entre tus brazos. Ella te compensó con un beso que te rozó los labios en una suerte de caricia coquetona previamente estudiada, que no supiste cómo recompensar. Y sólo te limitaste a presionarla dulcemente por la cintura, mientras le acariciabas la espalda con sobajeos que palpaban una tela resbaladiza sobre los tirantes de su sostén. Aquello te sorprendió, porque la sentiste vestida en un ligero traje de finísima seda, como de fiesta, que no recordabas haber palpado en tus quince años de convivencia.

         – ¿No sería otra mujer? – llegaste a pensar por un segundo…, pero casi de inmediato escuchaste su voz que zalameramente balbuceaba tu nombre. – ¡Era ella! – rugiste como fiera en celo, pero ella al parecer no te oyó porque repentinamente se desprendió sigilosamente de tus brazos y  nuevamente desapareció sin dejar rastro.

         En eso estabas cuando recordaste que todo aquello no podía, no debería ser cierto, pues ella estaba muerta, desde aquella larga noche de oraciones y lamentos, cuando le secabas el sudor frío que había escapado desde su ondulante cabellera negra en caprichosas filigranas de cristal líquido, mientras sus ojos en blanco parecían mirar hacia el infinito. ¡Pero no, no podía ser de verdad aquel delicioso sueño de pasión desenfrenada…! Sin embargo…, ella había estado allí, apegada a ti, sonriente, con sus ojos verdes bien abiertos, dispuesta a recibir la andanada de besos que le estabas dando por su cuello, sus sonrosadas mejillas y sus labios ávidos de acogerlos uno a uno como bebiéndoselos con las mismas ansias de los tiempos ya perdidos en la lúgubre noche del pasado… Pero, ¡maldición venida de no sabes adónde!  De pronto despertaste, volviendo bruscamente a la más demoledora realidad. ¡Era sólo un sueño, cosa de fantasmas o de aparecidos! Las mejillas se te humedecieron con copiosas lágrimas tibias de esa recién agotada pasión que te había tenido atrapado por unas cuantas horas (¿o minutos?) durante toda aquella alucinación paradisíaca.

         Eran el efecto de una quimera, de un delirio desvanecido, de una amargura insoportablemente dolorosa ante esa tan preciosa pérdida que habías debido soportar hace tan solo un par de años. Y debiste mantenerte despierto, no imaginas cuántas horas de insomnio convertibles en pesadillas, sufriendo y lamentando el amor que había hecho latir con insólita algazara la precaria existencia de ambos corazones… Hasta que de improviso un distraído rayo de sol penetró por una de las ventanas de lo que antaño había sido el tálamo nupcial de ella y de ti, los amantes de un pretérito glorioso.
        
         Y no pudiste menos que esbozar una nostálgica sonrisa, con la vaga ilusión de que ella optara por retornar una vez más a tu solitaria alcoba. ¡Qué inefable regocijo para tus tenaces noches de insomnio…!

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