sábado, 12 de mayo de 2012

Aún pena el fantasma del acoso a las secretarias. Cuento de F. Pettorino.

Secretaria ejecutiva.

-         ¡Soy secretaria ... ¡Y ejecutiva! ¡Paf!
-          
          Después de tantos estudios y desvelos, llegar a esto.

          Los grandes ojos verdes perlaban sendos lagrimones a punto de reventar.  Y afloraban, por fin, con goteo intermitente, inaugurando una pareja de senderos brillosos sobre la pulida tez recién maquillada.

          ¿Cómo no iba a estar furiosa y desencantada?

          Habían sido años largos y trabajados, de tenaz escalamiento académico. Cursos, pruebas y exámenes, repetidos una y otra vez frente a las testas canicalvas de profesores ceñudos, porfiadamente convencidos de que un lindo rostro femenino - y más aún, cuando va acompañado de cierta tentadora gracia al andar- es, sin remedio, el señuelo más propicio para extraviar el derrotero de cualquiera Corporación que se precie de llevar tan digno nombre.

          Siempre se había sentido marginada. Y no sólo, como era obvio, por el hecho de ser mujer, sino pobre y, por sobre todo, hermosa. Los macizos conocimientos en “Administración Empresarial Computarizada” que acreditaba su enjundioso curriculum universitario provocaban más de algún gesto de sorpresa maliciosa en quienes tenían el privilegio de examinarlos. Y la desconfianza se acrecentaba en unos ojos abiertos como globos cuando la veían llegar con un perturbador contoneo de caderas, que lograban desmentir, no sólo los sólidos antecedentes documentales, sino también la dulce inocencia de su cara de muñeca.

          -¡Aaaah! ¿Con que era usted la postulante al cargo ejecutivo de este Consorcio Asegurador?

          Jeannette González González no era, sin embargo, una chica tan poco valiente como para dejarse amilanar por la altanería de una voz engolada salida desde un sillón señorial de cuero legítimo elevado a unos cuantos centímetros por tarima y escritorio tallados a mano.

          - En efecto, señor. Así, por lo menos, dice la solicitud que les remití el mes pasado ...

          En el semblante del gerente, que invariablemente se empeñaba por mostrarse impersonal, se dejaba entrever, no obstante, cierto afán de juguetear al de por ver con la bella jovencita. Es que ningún varón que se preciara de tal podría dejar pasar la calva oportunidad de disfrutar, sin mayor responsabilidad ni compromiso, del sádico goce de sentirse amo, aunque fuera por unos breves momentos, de tan auténtica beldad. Y ninguno dejaba de saborear las palabras al proferir, poco más o menos, algo así como esto:

          - ¡Ajá! Si nos atenemos rigurosamente a su documentación, usted no ha llegado todavía a acreditar una experiencia que fuese realmente a-t-r-a-c-t-i-v-a para una institución como esta.

          Jeannette, exhibiendo sin querer la tersa redondez de su rodilla izquierda grácilmente apoyada sobre el suave muslo a medias visible de la otra pierna, contestaba invariablemente con los verdes ojazos fijos sobre los de su examinador de turno:

          - Usted debe saber, señor ... ¿jefe de personal ...?

          - ¡Señor gerente ...!

          - Bueno..., señor gerente, que si me presenté como postulante es porque el aviso indicaba claramente: “No experience required”.

          - ¡Pero, señorita! No sé si usted sepa lo que implica un aviso así... Piense que detrás de usted hay ya más de veinte candidatas para el puesto...

          Al proclamar tan tajante verdad, el ejecutivo no dejaba casi nunca de apartar la vista del grandioso monumento femenino que tenía por delante. (Había perseverado en esta actitud desde que la bella ingresó a su despacho, quién sabe con qué inconfesable esperanza...).

          Y la examinaba de pies a cabeza, sin ningún disimulo, con una mirada de gato insatisfecho, ni más ni menos que un jurado concienzudo en un concurso de misses. No sabía si posarse en el rostro, el busto, las caderas o las bien torneadas piernas ..., y circulaba nerviosamente de uno a otro primor.

          Ella sabía que esas cositas eran justamente su mayor desventaja. Fuera, naturalmente, del popularísimo González reiterado en su ficha personal, que dejaban de inmediato la impresión de pertenecer a una familia algo natural, o mejor, i-rre-gu-lar, y ¡desde luego! de reputación no del todo recomendable para una institución de respeto.

          Y no queriendo alargar un minuto más tan incómoda conversación (y miradas), cogía tranquilamente el gastado cartapacio azul que había dejado sobre la testera del gerente y se disponía a tomar la ancha puerta de salida, a la vez que agregaba con su habitual firmeza:

-         Veo, señor, que no hay nada más que hablar. Así es que: ¡gracias! y ¡adiós!

          El ejecutivo de turno se quedaba con un sabor agridulce en la boca, sin atinar a decir otra cosa que: “-¡Adiós, señorita!” o algo parecido, e incapaz de reaccionar, al ver perderse para siempre tan dulce y cimbreante promesa de deleites, pero, después de todo, ¡primero los negocios! “Además” - se dijo cavilando para sí: “una beldad como ella podría dar cuenta en poco tiempo de la más vigorosa empresa financiera y demolerla como el templo de Salomón en manos del implacable Tito Vespasiano, sin dejar piedra sobre piedra”. Pero al fin, a pesar de lo que estimaba un fracaso, se consoló pensando que su poco galante proceder se justificaba por el deber cumplido.

          Así era, poco más o menos, con todos los jefes de personal, ejecutivos o gerentes con que Jeannette G. G. debía forzosamente tratar para obtener el ansiado puesto de “Secretaria Ejecutiva” en una empresa que fuera realmente capaz de reconocer sus bien ganados méritos curriculares.

          Hasta que un día - ¡qué día aquel! - tuvo la suerte de ser contratada sin mayores preámbulos por una poderosa Compañía de Cosméticos, en la que se requerían con urgencia y, desde luego, sin importar experiencia previa, muñecas con ojos y pelajes de diversos colores, tanto para telepublicitar sus productos como para darle al staff gerencial un toque publicitario realmente agresivo de juvenil buenamozura.

          La recibió lógicamente muy complacida una dama de buen lejos, muy elegante y pintiparada, a pesar de su más de medio siglo a cuestas. La excesiva amabilidad de la recepción era como para despertar cierto recelo, pero el candor y la justificada ansiedad de nuestra heroína conspiraron para dejar pasar por alto tan obvio detalle.

          Quedó contratada de inmediato, como Secretaria Ejecutiva, a cargo del Departamento de Importaciones, con una renta mensual bruta equivalente a unos dos mil quinientos dólares, eso sí que sometida por un breve tiempo, no definido aún, a la “supervisión” de un ejecutivo dizque de larga experiencia en el rubro entrenamiento del personal femenino recién incorporado.

          Y aquí fue justamente donde se desató el imprevisto (aunque tal vez algo previsible) desenlace de esta trivial historia. Para no aburrir más al lector con detalles nimios, digamos que la cosa fue poco más o menos como sigue:

          La Dama-de-Buen-Lejos condujo a Jeannette hasta el despacho del señor Supervisor, donde las esperaba con cierta explicable impaciencia un hombrote madurón de cuello duro y corbata a rayas algo menos gruesas que las de la camisa importada, y terno gris perla de tono metálico reluciente. Se veía afeitado “al ras”, con el bigotillo delatadoramente grisáceo cuidadosamente recortado en forma de triángulo isósceles. Por su aspecto general, no se le podía calcular el goce de una renta inferior a los cinco mil dólares. Y no sólo por el atuendo, sino también por sus ademanes ágiles y seguros que, más que una mentalidad “exitista” para todo tipo de negocios, reflejaban una actitud proclive al triunfalismo más implacable.

          Al ver a la recién enganchada, no pudo reprimir un felino carraspeo del deleite anticipado con que se autopronosticaba la aventura “emocional” que tan gratuitamente le prometía ese grácil cuerpecito femenino.

          - Aquí tiene usted, Sr. Cazanove, a nuestra nueva Secretaria Ejecutiva de nuestro recién creado Departamento de Importaciones -comenzó diciendo con prometedora dulzura la Dama-de-Buen-Lejos-, a la par que le estiraba graciosamente el ajado expediente azul de la nueva funcionaria. Sus pulidas uñas artificiales de un fucsia intensísimo contrastaban con la opacidad del cartapacio.

          El Supervisor, sin quitar los ojos de su futura presa, lo cogió con cierta estudiada negligencia, y después de darle dos o tres ojeadas, más por rutina que por real interés, le estiró galantemente la mano a la recién llegada.

          - Gusto de conocerla ..., ¿señora o señorita?

          - Jeannette ... Soy señorita.

-         ¡Tanto mejor! ¿Jeannette cuánto?
-          
Aquí la nueva secretaria bajó la vista y la voz:

          - ... González…

-         ¿Y qué más ...?

-         Pues ... González.

          Este último dato de la jovencita dejó al señor Supervisor más contento que si hubiera acertado con un boleto de lotería. (La “ordinariez” de los dos apellidos gemelos le garantizaba una aventurilla con un hermoso week end con happy end”). Pero se limitó a acariciarse el mentón para espetar simplemente:

-         ¡Ajajá!

          Luego, sin mayor cumplimiento, se dirigió a la Dama-de-Buen-Lejos y, haciendo gala de su autoridad, le espetó con voz enérgica:

          - ¡Puede usted retirarse, señora Correa!

-         Como usted diga, señor gerente...

          Con lo cual dio media vuelta y cerró la puerta tras de sí.

          No bien hubo desaparecido, cuando el Supervisor prácticamente se abalanzó sobre la recién llegada hasta rodearle la cintura con la decisión de macho resuelto a acatar lo que saliera.

          - ¡Déjeme, señor, por Diooos! - balbuceó Jeannette.

- ... Es que no puedo ..., ¿cómo te llamas?, ¡ah!, señorita Jeannette ...?

          - ¡Suélteme, por favooor ...!

- Es el protocolo, tú sabes ..., la “cortesía de la Casa ... ¡Estoy recibiéndote y felicitádote por tu nuevo nombramiento ...!

          - ¡Sueeltemm ...!

-         ¡Es que eres una secre tan re quete linda ...!
-          
          Dicho lo cual, hizo el amago de propinarle un apretado beso tan cerca de la boca como le resultara posible.

          Jeannette distaba mucho de estar acostumbrada a semejantes familiaridades.
- ¿Quién se imagina usted, que soy yo? - le gritó roja de ira.

          - ¡Mi bella secretaria, pues! ¡La secretaria más primorosa del mundo! - respondió con meloso descaro el Supervisor, mientras intentaba estamparle un segundo chuponazo, pero ahora..., ¡labio contra labio, miéchica!.

          Pero Jeannette era bastante más fuerte de lo que parecía. Y sin decir: ¡agua va!, agarró con inusitada energía al señor Casanove por la corbata a rayas y lo apartó aún más violentamente a la vez que descargaba una recta bofetada en medio del rostro congestionado de tan improvisado como estúpido galán.

          - Ahora le voy a dar la razón de lo que soy: ¡Se-cre-ta-ria! ¡Y e-je-cu-ti-va!

          -¡Paf!

          Y dicho esto, con un descomunal tirón lo lanzó al suelo, mientras el sorprendido gerente sangraba profusamente por ambas ventanas de las narices.

          El golpe, como el de un saco de papas, hizo aparecer en la puerta del despacho a la figura despavorida de la Dama-de-Buen-Lejos.

         Jeannette le hizo un fugaz mohín de desprecio y se retiró aceleradamente del lugar.

       Ahora, si es que ha logrado llegar hasta acá, paciente lector, puede imaginarse la causa de la llorosa amargura de nuestra bella protagonista: 


         la mala suerte que puede llegar a tener una dama que es  joven y a la vez hermosa...

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          Pues han pasado los años, muchos años.

          Jeannette es hoy una impenitente solterona de unos bien llevados (y aún atractivos) cuarenta y cinco años.

          Tiene bajo su control administrativo un gran departamento de repuestos de maquinarias.

              Hay 67 varones temerosos de su presencia bajo sus férreas órdenes.

             Puede, atento lector, imaginarse el trato que reciben.

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