jueves, 26 de enero de 2012

Vivencias y reminiscencias de Antofagasta [De Wilfredo M. Pettorino (Tito)]


Evocando aquellos ya lejanos días de la niñez, en que la vida parece transcurrir como una burbuja ajena y casi ignorante o indiferente a las vicisitudes del diario vivir, mi querido hermano Nancho y yo, éramos los menores de un  total de seis, sin incluir a Rosita, que murió de una fiebre intestinal al poco de nacer.
El “Monito” acaso sea el primer primer sobrenombre con que yo lo haya conocido, a causa de sus orejas amplias y redondas, de pabellón un tanto prominente. Su figura delgada, un tanto menuda y sus ojos más bien pequeños y observadores le valieron este cariñoso apodo de parte de nuestra querida hermana mayor Berta (Q.E.P.D.), “la Nena”, como la llamábamos, y que fue nuestra “madre putativa”, tanto de Nancho como de mí, el menor. A propósito de esto, mi nombre es Wilfredo, de cuyo diminutivo, “Wilfredito”, se tomaron las dos últimas sílabas, transformándolas en “Tito” que es como suelen llamarme mis familiares y amigos.
Otro apelativo se lo otorgó nuestra mamá Ernestina al llamarlo “Manano” en que la sílaba “Ma” (acaso de mamá) se halla antepuesta a “Nano”, que a su vez está relacionado con “Nancho”. Pero el real apodo se lo puso mi padre, José Pío, quien lo llamaba en forma festiva el “Guata de Lápiz”, debido a su físico delgado, razón por la cual nunca se atrevió ni siquiera a tocarlo en caso de que hubiera hecho algo que mereciera reprimenda o alguna travesura que no hubiese sido de su agrado.
Desde pequeño Nanchito mostró un carácter retraído y un espíritu algo rebelde, sentimiento que suelen experimentar aquellos seres que viviendo siempre más cercanos a lo bello y universal que a lo ingrato o limitado, se sublevan contra la mediocridad o superficialidad de la mayor parte de la gente. Lo ponía fuera de sí la monotonía del diario vivir que suelen imponer los mayores.
Así fue como, entre los nueve y los diez años, empezaron a aparecer en él cualidades, que distan de ser comunes en niños de su edad, primero las de dibujante y luego las de inventor.
Sus dibujos abarcaban tanto la copia fiel como la caricatura de personajes famosos de la época, que llamaban mucho la atención de todos, adultos y niños, entre los cuales me sumaba yo, como profundo admirador de su talento y maestría.
En ocasiones se daba la suerte de poder compartir momentos en que con respetuoso recogimiento lo veía dibujar a tan temprana edad las creaciones más famosas y conocidas del genial y consagrado dibujante Walt Disney. Toda aquella soltura y decisión en el acto de dibujar y pintar solo son propias de un maestro que conoce y vivencia la magia y el misterio de este hermoso arte. Así lo sentía nuestro hermano Nancho.
De todas la facetas del arte  qué él realizó a lo largo del tiempo, sin lugar a dudas, la “stella mater” es la pintura, a la que consagró gran parte de su labor artística. Después lo fue la música para la cual mostró condiciones y dotes tan innatas como extraordinarias. Y, por último, la poesía.
Ahora creo necesario hacer un somero bosquejo en cuanto al ambiente que alentó sus sentidos y agudizó su percepción dando vuelo a la inspiración creadora que caracterizó la personalidad de de nuestro artista.
Remontándonos a los años en que vivimos en la ciudad nortina de Antofagasta, en nuestra casa de calle Sucre 789, que considero fue un verdadero centro medular de toda esta gestión renovadora del arte preexistente. Si mirábamos hacia al Poniente, nuestra vista se perdía a lo largo de nuestra calle descendente que terminaba en el Mauri, pequeño, abandonado y viejo muelle que tenía una pareja de angostas pasarelas adentrándose en el mar. La arena que brillaba en la orilla después de la resaca atraía a una gran cantidad de gaviotas y de otros pequeños pájaros que revoloteban por doquier en su afanosa busca de alimentos.
En las noches de luna llena el espectáculo era maravilloso. Entre las olas de la orilla y el lejano horizonte, como encajonado en su mansedumbre, se veía el mar. Por el contrario, si mirábamos hacia el Oriente, allá en lo alto, se empinaba otra visión singular, realzada por el azul del cielo. Aparecía entre la elevada hilera de pétreas colinas, el memorable Cerro del Ancla, cuyo nombre se leía (y hoy también puede leerse) a la distancia. Grabado y pintado en su pálida superficie granate, exhibe hasta hoy grandes letras para despertar la atención, tanto de transeúntes como de navegantes llegados de lejanas tierras. La áspera costra de sus faldeos parecía unirse al pavimento que daba inicio a nuestra calle Sucre y, de alguna manera, se convertía en un nexo que hacía converger el encadenamiento de los cerros con el oleaje del mar. Así, el ancla del cerro se proyectaba como símbolo y guía de paseantes y marinos.
Es que este mundo, por muchas razones sorprendente, afecta la sensibilidad de un niño, con mayor razón la de un muchachito artista como el Nancho, quien parecía haber sido un elegido para observarlo, interpretarlo y revivirlo desde su perspectiva creadora, a través del lienzo o de las notas de una obra musical, esto es, la pintura y la música, sus dos grandes pasiones. Para él, como para todos los pintores, dibujantes, escultores, músicos, poetas o escritores, el arte es el único vehículo de expresión capaz, dentro de sus limitaciones, de manifestar las emociones y pensamientos que se experimentan durante el brevísimo paso por la vida.
Nuestra casa de Antofagasta poseía un encanto especial, debido no solo a su configuración arquitectónica, sino a lo que dentro de ella acontecía. Al respecto, cabe señalar tres puntos o lugares particularmente sugerentes. En primer término, el living-comedor, al costado derecho del pasadizo de entrada, al que se ingresaba de modo inmediato. Allí iluminado por el eterno sol nortino, arrimado a la pared empapelada en tono rosado, reposaba nuestro piano, donde Nancho se inició primero como aprendiz, muy luego después como intérprete y finalmente como creador de piezas musicales. En sus comienzos, cuando él aún carecía de la menor noción para ejercer el arte musical, nuestra mamá, con la sabiduría de todas las madres, intuyendo su futuro, le enseñó a poner las manos sobre el teclado y la función que cada dedo debía tener para lograr una cabal interpretación melódica. Así de esta manera sencilla, elementalmente empírica, por no decir rudimentaria, es como se echó a andar la carrera del Nancho como pianista. Y aprendió luego, sin mayores dificultades, casi espontáneamente una obra, para muchos de dificilísima ejecución, aunque de gran impacto y emoción: La Polonesa Heroica de Frederic Chopin, conocido músico polaco del siglo XIX, considerado el más grande poeta del piano gracias a la belleza manifestada en el más puro romanticismo de sus numerosas y emotivas composiciones. Lo más admirable de todo esto es como mi hermano, sin poseer técnica alguna y valiéndose exclusivamente de las indicaciones impartidas por nuestra madre, logró en cosa de unas pocas semanas, hacer de esta magnífica obra musical una notable interpretación realmente sorprendente para un niño de su edad.
Continuando con la descripción de nuestro hogar antofagastino, agregaré que en la desembocadura del pasadizo de entrada, tapizado de baldosas amarillas en forma de estrellas, estaba el hall al aire libre adornado de algunos cactus, en uno de cuyos extremos se encontraba el banco de carpintería donde nuestro padre confeccionaba toda suerte de muebles y juguetes de madera. Era extremadamente prolijo y amante de la perfección y el orden. También poseía una gran habilidad para el dibujo a lápiz y hasta se entretenía pintando al óleo diversos cuadros, algunos circulares modelados en el torno, que posteriormente regalaba, vendía o rifaba en su regimiento. Todas estas aficiones y destrezas, que en el papá se daban como “diletante”, las heredó y sublimó nuestro hermano.
Después del hall venía un pasadizo, que no era otra cosa que la prolongación hacia el interior de la entrada de la casa, y que remataba en una puerta alta de madera que daba acceso al patio, de dimensiones medianas, sobre cuyo suelo terroso estaba por un lado la cocina y por el otro, más al fondo, una especie de “casucha” levantada con un ya manchado cartón-piedra apoyado en listones de madera, provisto de un techo de roídas calaminas de zinc envejecido. Pero lo más curioso fue que justamente en ese lugar, que en realidad estaba abandonado y no prestaba utilidad alguna, nuestro hermano Nancho, con la inventiva y el tesón que le eran característicos, inauguró una pequeña y original imprenta que dejaba en evidencia sus extraordinarias dotes de inventor. Para un muchachito como él, de unos 10 a 11 años, habría resultado del todo imposible haber dado acabado fin y remate a este novedoso taller de impresión si no hubiera contado con el afectuoso auxilio y apoyo de don Abel, uno de los inquilinos o subarrendatarios de la casa con que contaba mamá Tina para el mejor sustento de la familia. Este amable caballero, fascinado por la personalidad y el talento creativo del niño, lo proveyó de los elementos necesarios para hacer funcionar la imprenta, echando mano de un material dado de baja que estaba constituido mayoritariamente por los llamados “tipos de imprenta”, pequeñas y rectangulares piezas metálicas, cada una con una letra del abecedario grabada en sobrerrelieve, de manera que al impregnarlas con la tinta pudieran inscribir cada signo sobre el papel hasta llegar a obtener las palabras, frases u oraciones requeridas por el impresor o linotipista en sucesivas lineas de grabación constitutivas de placas que, combinadas con los dibujos, grabados o fotografías, llegaban a constituir las diversas páginas de un diario de reducido tamaño, denominado con el ingenioso nombre sugerente de “EL TETE”, que como chilenismo podía significar tanto “El Chupete” como “El Lío”, “El Desbarajuste” “El Jaleo”, “El Caos”, “El Escándalo”, “La Confusión”, etc. Para la impresión de los tipos, Nancho confeccionó un rodillo entintable hecho de un cartón grueso que llevaba envueltos en su interior dos aros de madera provistos de un alambre que servía de eje, el cual terminaba en un mango que permitía su movilidad. Uno de sus primeros personajes fue la figura de “Tarzán de los monos”, acompañados en otras secciones con caricaturas de Walt Disney, como Pluto, el ratón Mickey, el pato Donald y diversos otros más muy populares entre los niños de aquella época. Cabría agregar que los dibujos aparecían acompañados de noticias y comentarios divertidos e ingeniosos que provocaban gran hilaridad entre sus lectores, por lo común familiares y amigos del grupo familiar. Desafortunadamente, con el pasar de los años no quedó el menor indicio de la existencia de este novedoso taller.
[De Tito Pettorino, recuerdos de la infancia compartida con su hermano (fallecido a fines del 2007), que había llegado a ser pintor, músico y poeta (Extracto de "Semblamza de un artista", biografía escrita e ilustrada, dirigida por su hermano Félix, pp. 57-62, Valparaíso, 2010, Impr. UPLA, 202 pp.]

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