jueves, 12 de enero de 2012

Todo tiempo es Navidad [De Félix Pettorino]

Es increíble cómo pasa el tiempo. Con la velocidad de un rayo. ¡Ya estamos de nuevo en vísperas de Navidad!

La ocasión me da para pensar en aquel Niño que, siendo el Hijo de Dios, nació en un miserable pesebre para darnos un ejemplo de humildad y hermandad. Y en tantos otros niños de hoy que no disfrutarán de un juguete y ni siquiera de una frugal fiestecilla familiar. ¡Hay tanta carencia, no solo de medios económicos, sino sobre todo, de amor, de generosa entrega del que tiene más al que no tiene nada o casi nada! ¡Qué falta nos hace la presencia de un alma buena como la de nuestro santo chileno, el padre Alberto Hurtado! Él poseía el raro don de atraer a espíritus altruistas para proporcionar alegría a los pequeños más desamparados e inundarlos con el cariño de su entrega personal en alma y cuerpo y sin condiciones.

En medio de estas reflexiones recordé una vieja historia, de esas que contaba mi madre cuando, junto a nuestro lecho, nos arrullaba para hacernos dormir en medio de tiernos arrumacos y de palabras inefables que han quedado grabadas en nuestros corazones de niños. Y también se me vino a la memoria esa linda idea que tenía ella respecto de las consecuencias del nacimiento del Niño Dios en Belén: a partir de esa fecha santa, todo tiempo es Navidad.

         Aquí va entonces ahora, queridos niños amigos de Jesús, el cuento prometido a raíz de aquella hermosa frase de mi madre.

Esta era una familia muy pobre que trataba de sobrevivir dentro de un campamento hecho de latas y cartones, en medio del polvo de las estaciones cálidas o de la lluvia inclemente y el barro invernal. El padre, un hombre amargado por las miserias que acarrea la cesantía, había fallecido prematuramente atropellado por un camión mientras atravesaba en estado de ebriedad una concurrida avenida de la ciudad en que vivían.

La pobre madre, débil y enferma como estaba, debía ganar el pan cotidiano de ella y de su retoño agachada el día entero junto a su añosa batea lavando la ropa sucia que nanas de diversas pintas acudían a retirar desde la población aledaña.

El chico, de nombre Pedro, tenía apenas 7 años. Sólo lograba ser a ratos feliz cuando, al asistir a la escuelita cercana, retozaba jugando alegremente con sus compañeros. Ellos y las clases le abrían un mundo de maravillas, bálsamo transitorio para su corazoncito solitario y erizado de privaciones y miserias, salvo él único consuelo hogareño del que podía disfrutar a sus anchas: la presencia constante de su madre, esa almita buena, pletórica de ternura, que suplía con sus cuidados, consejos y cariño las carencias de una existencia sin horizontes.

Cuando se aproximaba la Navidad, ella se esmeraba en llenarlo de cuidados, asegurándole que el único regalo que podría proporcionarle era su protección y su cariño constante de madre, don gratuito que Pedrito estimaba como lo más valioso, mucho más que el mejor de los juguetes, con la ventaja de que era una ofrenda que iba mucho más allá de las pascuas navideñas, porque –como ella continuamente lo decía– “para el amor de madre no hay limitación de lugar ni de tiempo... Y para los milagros, como para todas las cosas buenas, todo tiempo es Navidad,” frase que solía agregar, mientras lo cubría de besos, de esos que, por venir de ella, junto con aquel hermoso adagio, nunca más olvidaría.

Un día de invierno su mamá, presa de la fiebre, cayó en cama. Fue un 25 de junio, en el solsticio de invierno, justo cuando, seis meses más tarde, se celebra la  Navidad en el hemisferio norte. El incesante trabajo en medio del frío y de la humedad terminó derrumbando ese cuerpo bello y robusto que parecía estar hecho para soportar toda clase de inclemencias. Pedrito se quedó entonces solo, junto al lecho de su madre, y ya no le fue posible acudir un día más a la escuela.

Pasado u breve tiempo, se percató de que ya no quedaba nada para comer y se vio obligado a salir a buscar lo necesario para aliviar a su madre y así poder subsistir. Pero, a pesar de que anduvo y anduvo, no logró conseguir nada, la gente pasaba por su lado demostrando de alguna manera su indiferencia, desconfianza o molestia ante el aspecto desastrado del muchachito.

Y así fue soportando su angustia durante dos o tres semanas, que le parecieron interminables, mientras él y su madre sólo lograban alimentarse con las sobras que generosamente le brindaban algunos vecinos compasivos del campamento.

Un día de esos, al atravesar un gran parque, se detuvo por unos segundos a contemplar los peces multicolores que se agitaban haciendo mil piruetas dentro de una pileta ornamental. Frente a él, un señor de edad más que madura mataba el tiempo alimentando las palomas del paseo con los trocitos de pan que guardaba en una bolsa de papel. De pronto, al alzar la cabeza, se cruzaron las miradas y un destello de esperanza brilló en los ojos de nuestro muchachito. El caballero de las palomas lo estaba contemplando con ternura, igual como él lo había hecho con los pececillos de la pileta. Sin pensarlo más (tuvo el pálpito de que era su día de suerte), Pedrito se encaminó resueltamente hacia el escaño donde estaba el caballero con el propósito de obtener alguna ayuda para socorrer a su madre enferma... Pero fue el desconocido el que le ganó el quién vive:

–¿Cómo te llamas? – le preguntó el señor al verlo acercarse.

–Pedro Muñoz González– le contestó el niño. Y con voz entrecortada y casi ininteligible, agregó: –Es que yo venía a pedirle una cosa...

–La que quieras, hijo...

El señor, después de mirarlo de alto abajo, con una mueca de tristeza que se podía advertir en el extraño brillo de sus ojos, añadió:

–Amigo mío, acabas de hacerme recordar a mi niño muerto...

– ¿Muerto?

– Sí, hace muchos años... Hoy tendría más o menos la edad tuya. Lo mató un ciclista que corría como un demonio tratando de pillar unas palomas. No malo, sino inmaduro, de esos que nunca piensan en el daño que pueden hacer con sus travesuras...

Pedrito se quedó cortado, pensando: (–Pobre señor... ¡Y yo que venía a pedirle ayuda para mi madre enferma...!).

Pero olvidemos eso... No es en esta historia el instante para traer a colación sentimientos tristes…

Durante unos segundos se produjo un silencio absoluto entre el mocito y el caballero…

…¿Qué querías decirme algo?- preguntó de pronto el  desconocido.

El niño vaciló: - Na...naa - da, señor. Era una de esas ideas locas que de repente se le meten a uno en la cabeza...

El hombre, incrédulo, arrugó desde el ceño hasta la nariz.

         – ¡Ánimo, muchacho, sé valiente! Dímelo no más, mira que yo amanecí hoy con el propósito de aceptar lo que sea. Porque, a lo que creo, podría ser que quisieras alguna cosa en que yo pudiera auxiliarte..., algo así como una ayudita, unas monedas quizás...

Pedrito tambaleó, haciendo esfuerzos por contener su turbación. Y se quedó pensando por unos segundos…(¿Tendrá el señor dotes de adivino?).

– Es que ... es por mi mamá, que está muy enferma... Y yo no sé qué podría hacer yo para encontrar a alguien que me ayude….

         – ¿Dónde vives?- preguntó con curiosidad el caballero.

– Le... jos, muy lejos... repuso Pedrito. En una toma, en una población pobre, es como un campamento, que queda como a unas treinta cuadras de acá... Ahí vivo con mi mamá.

–¿Y tu papá? ¡Qué dice a todo esto?

– Mi papá murió hace tiempo... Mi mamá me contó que lo atropelló un camión cuando estaba atravesando una calle – contestó el muchachito visiblemente acongojado.

El desconocido trató de eludir un tema que presentía ser muy doloroso para el pequeño.

– Mira, hijo, cómo me dijiste que te llamabas?

– ¡Pedro Muñoz González!

–Ya, ya... Mírame y atiende, Pedrito, ¿qué te parece que vayamos en mi auto a ver a tu mamá? Yo soy doctor, me llamo José, y te la puedo atender gratuitamente..., así es que no te preocupes por dinero. Tú llámame tío Pepe, nomás. Hazte el ánimo de que eres mi sobrino o ahijado…

Pedrito dudó un momento. Recordó fugazmente los consejos de la mamá de no aceptar invitaciones de parte de desconocidos…, pero fue más fuerte su deseo de auxiliarla, imaginando que el caballero, por sus modales y su vestimenta, parecía ser un médico de verdad. Y guiándose por su intuición, se dijo: (–Anda, anda, Pedro, sin cuidado, el tal tío Pepe de seguro que es un hombre bueno. Fíjate bien: uno que sea malo no se apiada de las palomas como para traerles de alimento una bolsita llena de miguitas de pan...).

– Bueno – se dijo por fin: (¡Sea todo por ella!) Y añadió ya del todo seguro: ¿Dónde está su auto, señor José? (No se atrevió a tratarlo de “tío Pepe”, como el recién conocido lo había autorizado.
– Aquí, como a media cuadra, a la vera del parque, frente a la Intendencia... Y no tengas ningún temor, Pedrito, que yo no soy ningún ogro ni tampoco te voy a comer...

Pedrito rió forzadamente, mientras el tío Pepe sonreía observándolo con afectuosa curiosidad. Y entrando más en confianza, se atrevió a decirle:

– Gracias, don José… Lo único que quiero es que mi mamita se mejore del todo lo más pronto que se pueda…

– Gracias, tío Pepe, habrás querido decir. Pierde cuidado, Pedrito. Te prometo que te la dejaré tan sanita como cuando era una cabrita de quince. Por algo soy “médico general” o “internista” como suelen llamarnos.

Partieron en el auto, un Mercedes azul, flamante, cómodo y veloz, al mando de quien sabía regular muy bien la velocidad, según las circunstancias del momento, indicadas prolijamente por el Código del Tránsito. Y se introdujeron por avenidas, luego por calles cada vez más estrechas y sinuosas, hasta llegar, por indicaciones de Pedro, a una suerte de enorme potrero convertido en barrial, donde pululaban los ranchos levantados con carpas hechas de arpilleras deshilachadas o trozos de frazadas viejas y, los más afortunados, con paredes de cartón, cholguán, y techos de fonolita.

Por suerte la mamá de Pedrito tenía su modesta ranchita en la misma orilla del campamento, de modo que, obedeciendo a las señas de mocito, el doctor pudo estacionarse casi en la misma puerta del domicilio, si cabe el nombre de “puerta” para un agujero vertical de dintel ovalado, cubierto por  sacos colgantes sobre unas hileras de tablas mal clavadas.

En cuanto entró al cuarto oscuro y maloliente donde yacía la mamá de Pedrito, el doctor se percató de lo grave del cuadro febril, en un estado a ratos  inconsciente a causa de la fiebre. Después de un breve análisis, procedió a colgarle sobre los hombros una frazada de abrigo y a esforzarse por conducirla al auto, con el propósito de trasladarla al hospital.

– ¿Para dónde me llevan? –preguntó muerta de susto, la mamá del muchachito.

– ¡Qué bueno que haya despertado, señora. Lo que pasa es que yo soy el doctor con quien  hace poco rato se contactó su hijo y la estamos llevando al hospital para hacerle el tratamiento que usted necesita.

– ¿Es que estoy tan mal? – preguntó con ansiedad la paciente.

– Solo un fuerte resfrío. No se preocupe, señora... Y dígame su nombre completo, por favor.

– Auristela González Monsalve– contestó la dama... ¿Le doy también mi Rut?

–Tanto como eso, no, señora Auristela. El Rut se lo pedirán en la clínica adonde la llevamos con su hijito...

Dicho lo cual la introdujo en el asiento trasero, donde la recostó a lo ancho de todo vehículo y procedió a arroparla lo mejor que pudo.

Una vez instalada la señora, el doctor se dirigió al niño y antes de asignarle su lugar en el asiento del copiloto, en un aparte, para que la mamá no lo oyera, le dijo en voz bajita:

– Pedrito, óyeme, pero sin que te pongas nervioso... Tu madre tiene un cuadro viral delicado con alguna complicación pulmonar. Se halla en estado febril y hay que conducirla lo antes posible y con suma lentitud a una clínica para que la sometan al tratamiento más adecuado. No te preocupes: En pocos días se mejorará y podrá trabajar tan bien o mejor que antes... Ahora quiero preguntarte una sola cosa: ¿Qué te parece que la llevemos los dos en el auto, como lo estoy intentando? Y no te aflijas, mientras dure su enfermedad, tú te puedes alojar en mi casa con la tía Isabel, que es mi esposa. Y tendrás la posibilidad de ver a tu mamá cuando quieras, porque yo mismo te voy a traer y a llevar, no solo a la clínica, sino también a tu escuela, que de seguro no te queda tan lejos de la casa… ¿Qué te parece? ¿Aceptarás mi ofrecimiento?

         El chico se quedó pensando durante unos segundos y repuso con certeza:– Tendría que consultarlo con ella..., con mi mamá...

         – ¿Qué nos demoramos? Preguntémosle al tiro, en cuanto entres al auto... ¿No te parece? ¡Ya, ya, sube pronto! – lo apuró el médico.

         Doña Auristela, desde el amplio y cómodo asiento trasero, se deshizo en demostraciones de gratitud en cuanto oyó la proposición.

         –Dios y la Virgen se lo pagarán, doctor. No sabe cuánto se lo agradeceré... Así mi niño no se quedará tan solito en la pobla y podrá también seguir yendo a la escuela...

         –No me lo agradezca tanto, señora. El favor usted me lo hace a mí. Soy médico jubilado y necesitaba con urgencia un enfermito o enfermita a quien mejorar. Además, como si fuera poco, está la compañía de su chico que vendrá a llenar temporalmente durante los pocos días de su permanencia en la clínica, el vacío que nos dejó nuestro hijo muerto hace tantos años... Y él la irá a ver al hospital hasta que usted se mejore del todo. Así es que quiero que esté bien tranquilita. Preocúpese solo de su tratamiento, de cuidarse en su camita, de tomarse a sus horas todos los remedios que le voy a recetar a mi costo y todo le saldrá bien. Yo la visitaré mañana y tarde, dos veces cada día. A su chico lo vamos a cuidar como si fuera el que se nos fue, o mejor, como si fuera usted quien lo tiene de nuevo en su casa.

         Todo sucedió según lo previsto. Antes de un mes Dª Auristela estaba de nuevo en pie, alojada en casa del doctor, muy contenta, sanita y con hartas ganas de trabajar. Y no hablemos de Pedrito, que lo había pasado de maravillas en el mismo dulce hogar de su flamante tío Pepe...

         Y llegó por fin la hora de las decisiones. Pedrito había sido matriculado en un colegio que había a la vuelta de la casa del médico y estaba aprendiendo a leer y a escribir sin faltas de ortografía....

Y en cuanto a la señora Auristela, el doctor la llamó a su despacho para proponerle que por favor se quedara en casa, “cama adentro” y en una grande y cómoda habitación aparte, con un salario más que suficiente para el diario sustento de ella y de Juanito, cuya esmerada educación escolar y universitaria estaría totalmente a cargo de los dueños de casa…, esto es, del flamante tío Pepe y de su idolatrada esposa, misiá Chabela.

De aquí en adelante serían cuatro los moradores de ese maravilloso hogar, cumpliéndose aquello de: “¡casa grande! y adentro, ¡corazones grandes!”. Y el otro adagio materno que se me estaba olvidando:
Todo tiempo es Navidad”.
¿O piensan ustedes acaso que la generosidad hay que ejercitarla a fondo sólo durante el brevísimo período que antecede a la Nochebuena?

No hay comentarios:

Publicar un comentario