viernes, 27 de enero de 2012

LA ESPERA, cuento de amor de mi nieto Andrés Ghiringhelli.

Siempre había querido hablarte.  Te venía observando hace varias semanas y sentía esa transpiración húmeda que invadía mis manos y mi espalda cada vez que te veía. Debías tener unos 25 años a lo sumo, de mediana estatura, ojos grandes color verde esmeralda que me rememoraba una joya vetusta que alguna vez uso mi difunta abuela. Tenías esa mirada que deja a uno perplejo, deseando que nunca se acabe, como si atravesara la materia y todo pasara en un abrir y cerrar de ojos. Tu pelo largo, color de trigo (intercalé de), me traía recuerdos de infancia, de mi madre, cuando jugaba en el jardín y su cabello suave me rozaba la cara.
Sin embargo, no podía hablarte. Quería, sin duda. Pero no era un querer cualquiera, era algo que se desea de tal forma que ocupaba gran parte de mis pensamientos del día, al despertarme en la mañana,  al dormirme en la noche, en el trayecto al trabajo y mientras comía. También mis sueños habían sido invadidos por esta desconocida, sueños que se repetían noche tras noche.
Ni siquiera sabía tu nombre, ni donde vivías, ni menos conocía a tu familia. Pero imaginaba todo esto, pensaba en tu nombre, en tu casa, tu habitación y tus padres. Creaba este mundo ficticio para estar en paz conmigo mismo, aunque mi ser más recóndito sabía que todo era un invento.
 Ignoraba los días que soportaba esta situación, quizás un par de meses, desde que te conocí en el hospital. Esa mañana, estabas radiante con tu traje blanco de enfermera.  Al verte, sentí que te  había visto muchas veces, mas no recordaba donde. Y no pude hablarte. El corazón acelerado y la lengua torpe me lo impidieron.
Y así pasaron los días, las semanas y los consiguientes meses sin poder saber siquiera que hubieras oído el tono de mi voz.
Recuerdo una mañana que dudo que hoy la tengas en la memoria. Fue en el metrotrén para el rutinario y diario trayecto laboral. Me percaté que estabas sentada un par de asientos más allá. Te observé detenidamente todo el viaje, absorto, contemplando tu pelo mojado. Pensé cuantas veces habíamos viajado juntos y nunca te había visto, o quizás alguna vez estuve a tu lado y no  me di cuenta. Imaginé múltiples situaciones que se fueron diluyendo con el avance del tren. Este "soñar despierto” llegó a su fin con la aparición del hospital, tras las ventanillas del vagón. En el acto te incorporaste de tu asiento y te dispusiste a salir con pasos firmes y rápidos.
  Me apresuré lo más que pude hasta ubicarme muy cerca de ti. Solo bastaba que te dieras vuelta para que me vieras, lo cual pasó segundos después. Tu rápida sonrisa me hizo suponer  que me habías reconocido.
-“Hola, ¿trabajas en el Hospital, cierto?”, dijiste, mientras te acomodabas tu bolso en el cual se asomaba la manga de un sweater azul.
- “Si, soy residente del servicio de Oncología”, -apenas pide tartamudear sorprendido. Además, cual acto reflejo, fruncí el ceño para dar a entender que te había visto en alguna parte. “Tú (Tu) también parece que trabajas ahí”, -murmuré.
- “Claro, es mi séptimo mes en el servicio de geriatría”, me respondiste, clavándome esa sonrisa que me perseguirá en sueños toda mi vida.
         “¡Siete (siete) meses!, pensé y me asombré  de la cantidad de tiempo que había pasado desde esa mañana, siete meses en los que estuve siempre atento y expectante a tu aparición, merodeando los pasillos del servicio de pediatría, inventando rondas médicas, con el solo objeto de verte y escuchar tu voz.
- “Algunas veces te he visto en mi piso de hospitalizados, pero no como médico tratante de algún paciente” -disparaste de pronto.
-  “Sí, sí,”  intentando cortar la conversación, a la vez que sentía como me hervía la cara. “Es (es) que me sirve como atajo para llegar más rápido al casino”, te dije, a la vez que me sorprendía de mi tonta excusa.
                Pensaba mientras caminábamos en cómo  poder verte de nuevo, invitarte a algún trago, ir al cine o seguirte a la salida, ya que con muy pocas probabilidades  se repetiría este encuentro furtivo. . De pronto, me angustié al estar acercándonos al hospital donde cada uno tomaría su rumbo.
       - “¿Cómo te llamas?”, te pregunté de improviso, notando que mis manos transpiraban un sudor frio. 
         - “Elena”. ¿Y tú?  –me contestó ella replicándome la pregunta. 
       - “Sebastián”, te respondí, tratando de disimular mis ganas de mirarte una vez más y de conservar esa imagen en mi memoria. 
          Molesto con mi nerviosismo y mi falta de resolución, divagaba con excusas para alargar el diálogo lo más posible. 
        Pensé en encararte diciendo “¿podríamos tomar un café a la salida?”, a la vez que instantáneamente me arrepentí y me sonrojé nuevamente.
  Así seguimos caminando, mientras  con pena sentía que mis posibilidades se iban esfumando  con cada paso que daba.
          De pronto, mi celular suena. Hago la movida clásica de siempre y presiono la tecla de silenciar. Nada ni nadie podía ser más importante en este momento. “-¡Bah!, cortaron”, me dije para disimular.
            El viento helado de otoño golpeaba fuerte en mi cara.  El olor a puerto comenzaba a invadir cada rincón de la ciudad, mientras que bocinas varias, ladridos de perros vagos y motores de vehículos solo hacían de comparsa para el sonido típico de una mañana cualquiera.
Y así fue como perdí la oportunidad más clara que tuve para acercarme a ti. Te mantuviste detrás de esa línea oscura que es lo desconocido.
         Ese día, lo recuerdo como si fuera ayer, fue doblemente tedioso. Sentía rabia e impotencia, que tuvieron su punto máximo cuando te vi alejarse a medida que agitabas la mano para despedirte. Mordiendo mi rabia, remedé tu saludo de despedida y me dispuse a comenzar un nuevo día laboral.
-“Al menos supe su nombre”, recuerdo que me consolé.
      Evocando  esos meses,  me veo sumido en la tristeza. Podría decirse que se respiraba ese sentimiento en el ambiente.  Mi vida se basaba en el hospital y en las noches de juerga del fin de semana, donde generalmente me juntaba en el departamento con mis amigos, treintones  y solteros como yo, a hacer algún asado y a tomar unos tragos. De ahí el camino era amplio, algunos nos íbamos a pubs de la Subida Ecuador en Valparaiso, otros a Viña del Mar y los más ebrios volvían a  sus casas.
                La imagen de mi departamento las mañanas siguientes eran dignas de una escena de la Divina Comedia del Dante. Al desorden total de vasos, (la mayoría vacíos  y unos cuantos llenos) platos sucios y servilletas arrugadas en el piso. Habría que agregarle la mujer de turno que se quedaba en una que otra madrugada. Al despertar, la dama ya se había ido, lo cual me ahorraba la tarea de seguir esperando…
Los meses siguientes pasaron sin muchos hechos importantes, mientras mi angustia y desesperanza crecían en forma alarmante. Te vi un par de veces, con el máximo avance de que ya te podría saludar por tu nombre.
El día en que me derrumbé fue cuando te divisé de la mano con un médico del hospital, el cual un par de años después se convirtió en tu esposo. Sufrí para mis adentros, como había sido la tónica, ya que nadie, ni el mejor de mis amigos, sabía de mis sentimientos. Eso habría sido como publicar mi nula capacidad de acercarme a la mujer que quería. Aunque quizás hubiese sido una buena alternativa para recibir algún consejo o para que alguien me presionara a hacer lo que nunca hice.
En una de las múltiples noches de fin de semana, conocí a Eva, la mujer con la cual me casé tres años después. Tuvimos  cuatro hijos  varones y un muy buen pasar como familia. Compramos una casa en Viña y otra de veraneo en Algarrobo y tuvimos una vida absolutamente normal, única expresión que no puedo comprender del todo a mis 85 años.
   Te recordé cada día de mis 38 años de matrimonio hasta el fallecimiento de Eva. Siempre tuve el remordimiento de que no hice lo suficiente para tenerte para siempre conmigo e imaginaba mi vida contigo de una manera tan distinta, que hasta el día de hoy no sería capaz de precisar..
          Nunca más ni siquiera te divisé.   Solamente me enteré de que hiciste un postgrado en España y después fue como si la tierra te hubiese tragado.
             Hasta que apareciste por esa puerta… mi corazón ya decrépito logró acelerarse, mientras mis pies sudorosos temblaban bajo las sábanas. Intenté  mascullar alguna palabra, pero el reciente accidente vascular encefálico que me había llevado a una  clínica  me lo negó. La pantalla que me monitoreaba mostraba una leve taquicardia. Te acercaste tierna y dulce, solo como lo haría una enfermera de experiencia, y me cuidaste en esta larga agonía de años que oscilan entre la tortura y la alegría de verte… Nunca sabré si me reconociste, pero de lo que estoy seguro, es que cambiaría mi vida entera por este  puñado de años contigo.
            Hoy, cuando siento que mi final ya está cerca, te veo venir…, acaricias mi lánguida y cenicienta cabellera… Cierro mis ojos y sin quererlo siento que una solitaria lagrima cae sobre una de mis arrugadas mejillas…  Y me late el corazón al sentir que la larga espera valió realmente la pena...

Escrito por Andrés Ghiringhelli Morales en La Mar, 23 febrero 2009.
Dedicado a su esposa, Da. María Paz Adriasola Latorre.

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