miércoles, 18 de enero de 2012

La apuesta (De Félix Pettorino)

          Afuera, gruesos goterones golpeteando la cantarina hojalatería de los techos. Adentro, cubos saltarines de hueso jugueteando con la suerte de los hombres. Calle abajo, entre chapoteos, dos bultos borrosos marchaban a escasa distancia rumbo a uno de los bares del sector bravo del Puerto, donde enceguecedores pestañeos de neón los invitaban a disfrutar de un placentero refugio.

          Las mamparas batientes los absorbieron con un largo suspiro de satisfacción. Pasaron silenciosos en medio de una bruma de risotadas y de tabaco maloliente y tomaron asiento frente a un mantel de hule gastado y pegajoso, con escaques blancos y rojos, en medio del cual yacía una alcuza grasienta, la consabida jarra de vidrio verdoso rebosante de un mosto con bordes espumosos, un atado de servilletas de un rosa desteñido, que con fines estéticos se abrían en abanico sobre una ovoide base de madera, y el infaltable cenicero de bronce con el característico tufo repelente de los fumadores empedernidos.

          Era un par de viejos jubilados. Un capricho del azar los había reunido en una sola sombra larga bajo el viejo farol de una serpenteante calleja porteña con un adoquinado radiante de lluvia que desembocaba en el estrecho plan de Valparaíso.

          El aire pesado y quejumbroso de la cantina pareció aplacarse por unos segundos; pero no bien hubo constatado el mismo andar vacilante de rostro derrumbado y el mismo maltrato de ropa y de cuerpo común a todos sus parroquianos, volvió desdeñoso a su habitual rumor parlanchinero.

          La esperada conversa de los recién llegados se inició sin mayores preámbulos.

          El de más blanca faz abrió el fuego, mientras la nuez de su garganta iniciaba el ávido gorgoreo de los primeros tragos del vinolio recién servido.

          El otro día entregó las herramientas, “encatrado”, como era de esperarse, nuestro antiguo jefazo, Isidoro González, cuepedé.

            –Ya debe estar desintegrándose el desgraciado ese en su sepultura... y ardiendo en los infiernos, si es que hay infiernos,  apuntó el de piel más morena, haciendo espumar el chorro de mosto al dejarlo caer sobre el potrillo.

            –Lo cierto es que la pudrición ya no se la quita nadie, porque hace como tres semanas que se produjo su deceso triunfal añadió Blanco, posando suavemente el vaso sobre la mesa.

            –¿Para qué, con qué cretino propósito, reptaría tanto ese infeliz, me pregunto yo subrayó retórico Moreno. Vivió comprando conciencias sin querer averiguar si era él mismo el que se estaba vendiendo. Alcanzó todas esos galardones engañosos que tanta gente busca y que de nada sirven en definitiva. Lo único que nunca pudo o quiso tener fue una familia, ¡lo principal, después de todo!, porque murió como solterón impenitente y no le dejó ni una chaucha a nadie.

          El mundo está lleno de sujetos miserables como este tal “Doro”, como todo el mundo lo llamaba, hasta nosotros, los pobres diablos de entonces que tuvimos la mala suerte de conocerlo en calidad de director administrativo -¿te acuerdas?-, recordó amargado Blanco, a la vez que escupía con disimulo sobre su pañuelo amarillo... Y al final se quedan con las manos vacías, empelotados e indefensos, como Dios los echó al mundo.

          Mientras esto decía, se esforzaba tratando de prender un cigarrillo con un encendedor semiagotado. Al llegar a “Dios”, según pudo advertir, sus palabras se iluminaron.

                – Pero no hablemos mal de los muertos...., trae mala suerte, ¿sabes?

          Moreno sostenía con pulso tembloroso su potrillo lleno hasta los bordes y atisbaba con aires de curiosidad a su compañero.

               Blanco no pareció oír la insinuación. Y agregó:

            –Santa Teresa, o uno de esos visionarios que muy de tarde en tarde aparecen entre aclamaciones y envidias, aseguraba haber contemplado con horror cómo caían uno tras otro, en los brazos humeantes de Satanás y de su tenebroso ejército de demonios, y en las más extravagantes posturas, decenas y decenas de hombres y mujeres, en medio de un griterío ensordecedor. Y todo en un minuto escaso.

          Luego, en el paroxismo de su entusiasmo, pontificó tosiendo a brincos, cubierto por el humo ensortijado de una mala chupada:

            –Y así no más es la cosa: “muchos son los llamados, pero muy pocos los escogidos”...

          Moreno alzó la mirada con extrañeza, haciendo una mueca de incredulidad casi agresiva.

            –Voy a creer que lo dices nada más que para ilustrar lo “pocacosas” que somos los humanos acotó. Lo que es yo, no creo que haya otra vida... En el remotísimo caso de que ella existiera, no me puede caber en la cabeza que “ese Señor de los Cielos”, a quien tanto se le venera por su misericordia, pudiese comportarse peor que los seres humanos más desalmados sometidos a una cruel condena... Las penas eternas de infierno de que nos hablan los libros mayoritariamente medievales son algo realmente espantoso, especialmente por la brutalidad de las torturas y los castigos, que ni los pacos ni los tiras más inhumanos serían capaces de aplicar...

          Blanco abrió desmesuradamente sus ojos aindiados, que por unos fugaces instantes dejaron de serlo

              –¿Por qué peor?  Al contrario, yo pienso que Él, con su infinita justicia, no puede dejar impune tanta picardía, perversidad y cretinismo... Trata de imaginar un segundo lo que sería la ya deplorable existencia humana sin esta incierta amenaza que  pesa sobre nosotros a cada instante de la vida...

              Moreno esbozó una risita sardónica.

            –Amigo Blanco: estás razonando como el astuto curita de mi pueblo. Para atajar los excesos de las masas, les ofreces un ilusorio galardón y las empujas a él con un látigo invisible, como si fuera una jauría... Sabes muy bien que la plebe está irracionalmente familiarizada con lo tangible y es así como la vas domesticando mediante amenazas de terribles castigos divinos, dosificados de tarde en tarde con las halagüeñas promesas de una felicidad eterna que nunca llegará.

            –Tergiversas las sagradas palabras de Dios advirtió Blanco con una calma un tanto contenida. La vida de Ultratumba es un hecho que ha sido revelado, no imaginado, ni menos aún, inventado... ¿Quién no ha recibido alguna vez, en una u otra forma, el misterioso aviso de un camarada, de un pariente, o de una madre recién fallecida?

            –¡Yo! –se apresuró a declarar enfáticamente Moreno. Y quiero que sepas que no es por escepticismo que lo pienso, sino, al contrario, porque hasta te diría que he esperado ansioso el advenimiento de un suceso parecido... Como bien lo sabes, hasta llegué a perder a mi primera mujercita en un malhadado accidente que para mi desgracia remachó la inexperiencia de un medicucho aprendiz, y jamás -que yo sepa- se le ha ocurrido a ella manifestarme cómo lo está pasando en el Más Allá... Y lo que te digo de mi Margarita se aplica a todos los finados que he tenido como parientes o amigos, sin exceptuar uno solo...

            –Tu falta de fe es la causa -acotó severamente Blanco, mientras trituraba la colilla de su cigarrillo en el pardo y nauseabundo cenicero que tenía por delante. Y es que debieras saber que la Revelación Divina, manifestada, no en monopolio, sino en forma insistente, múltiple y colectiva, en especial a hombres sabios, sensatos y escogidos de las más diversas épocas y religiones, ha sido uniforme, persistente y hasta, si se quiere, majadera, en este hecho ineludible y tremendo, que sólo cabe suavizar con aquellas conocidas palabras del poeta:

“Este mundo es el camino
para el otro, que es morada
sin pesar;
mas cumple tener buen tino
para andar esta jornada
sin errar...”

            –Así lo dijo el hidalgo Jorge Manrique con ocasión de la muerte de su amado y nobilísimo padre.

          Moreno meneó escéptico la cabeza.

            –Siempre me he preguntado –acotó algo contrariado, haciendo avanzar con energía el índice del brazo derecho en dirección al asiento que ocupaba Blanco–, por qué diablos los creyentes de todas las religiones hacen descansar sus dogmas en los dichos de los poetas, ¡los menos dignos de crédito después de todo! La fe de que me hablas es así una especie de droga alucinógena que permite que el hombre más aparentemente cuerdo capte como verdaderas las más delirantes fantasías de aquellos cerebros enfermos de Oriente y Occidente que se han dado maña para fundar y luego difundir las religiones y sectas religiosas más disparatadas, que hasta hoy nos perturban con sus escándalos y belicosidades de costumbre...

            –Hablas con desprecio de la fe, de los poetas y de los hombres santos de las religiones, olvidando que sin su ayuda, no podrías relacionarte con Dios, con la Naturaleza y con tus semejantes. Piensa sólo un momento en lo que sería de la vida comunitaria sin la fe en nosotros mismos y en los demás... ¡Si la necesitas para vivir con tus semejantes, para filosofar, para tomar conocimiento de la ciencia, para aprender la historia del hombre sobre la tierra...! y hasta para firmar un pagaré, una letra, un aval o un cheque en blanco... ¿Qué más te puedo agregar?

            –Por favor, no me menciones el papeleo, ni menos los avales y las jugarretas documentales de burócratas y tinterillos, mira que he tenido al respecto muy desilusionantes experiencias... El otro día leí un artículo en que se recalcaba hasta qué punto nuestro pobre hombre contemporáneo habiendo llegado a ser por siglos un esclavo sin remedio del papel, lo es ahora de los celulares, de los computadores y de tanta otra cosilla de ese jaez que nos seguirá llegando por el machacante conducto del progresismo y de su engañosa tecnología.... Gracias a esas frágiles láminas de celulosa,  o a las refinadas ondas electrónicas, ha podido continuar sobreviviendo todavía aquella real peste de mitos e ideologías que tanto daño le han hecho y le siguen haciendo a nuestra aporreada humanidad. Pero los mugrosos documentos o mensajes electrónicos son únicamente un acomodo, un pretexto, en suma, un gran fraude, que nos mantienen actuando como zombies... Si no fuera por la fe y por el clamoroso entusiasmo que esos aparatos despiertan a través de sus perniciosos conductos: los medios de comunicación, teléfonos, radios, televisores, computadores, tú, yo y los demás, seríamos otros, o sea, lo que verdaderamente somos. Pero no lo que creemos o lo que presuntuosamente nos hacen creer que somos....

            –Perdona que a estas alturas me vea obligado a hacerte la pregunta de cajón, mi estimado colega y amigo, - contraatacó Blanco con cierta ironía. ¿Tú crees  o no crees re-al-men-te en Dios?

            –Era lo que esperaba. Exactamente la misma cuestión sin sentido ni destino que he oído y he leído planteada una y mil veces... Si hasta mi maestro de escuela, cuando yo era algo menos que un mozalbete desatentado, tuvo la ocurrencia de abordar el asunto de un modo pretendidamente original, pero un tanto melodramático y hasta risible por lo poco didáctico. Pues cuando nos estaba explicando científicamente el real origen del Universo, valiéndose de Laplace y compañía, a  la orden de “¡Póngase de pie todos los que creen en Dios!”, yo me levanté automáticamente, como movido por un resorte, mientras observaba desilusionado cómo Gómez, Ramírez y varios otros compañeros que iban conmigo al catecismo se quedaban tranquilamente sentados. Acaso les dio miedo, no comprendieron la tremenda importancia que, al menos para mí, tenía el tema de Dios o, simplemente, los pilló distraídos o de sorpresa. Sea como fuere, la tensión general que produjo la extraña orden resultó mayor de la que se esperaba... Y exigía, por lo que a mí concierne, un desenlace rápido y eficaz.

          Y justamente, cuando yo me felicitaba interiormente de que por fin iba a encontrar una certera revelación de los labios de quien estimaba el más instruido de los hombres, cuando incluso llegué a pensar casi con alborozo de que gracias a su sabiduría iba a descubrir con fidelidad los pormenores de todo aquello que tan misteriosamente se me escabullía en los piadosos y fantásticos cuentos de la abuela, cuando imaginé que mi buen profesor primario me iba a desentrañar con su lenguaje preciso, objetivo y seguro todos los sórdidos detalles de esos fenómenos extraños de muertos resucitados o de almas en pena que creía divisar de vez en cuando en los cuartos oscuros y solitarios, sólo hallé este paupérrimo punto final pedagógico, tan escueto como desconsolador:

            – “Así me gusta, que sean hombrecitos, que no renieguen nunca de sus creencias”.

              El profesor -algunos lo sabían..., ¡yo, no!-  era ateo. Y justamente ahí fue cuando empecé a convertirme en el agnóstico sin remedio que soy ahora...

                   –No debes negar, sin embargo, que para no creer en Dios también se necesita fe insinuó con lógica Blanco, a la vez que con distraída contrariedad hacía bailar un par de dados sobre la mesa.

                  –No lo dudo, querido amigo, respondió en rápida reacción su acompañante; pero, sinceramente, no sabemos nada de nada... ¿A qué engañarnos con sueños ilusorios, por atractivos o prometedores que se nos presenten? La creencia  -o la fe, como tú la llamas- es una enfermedad congénita, lo que podríamos llamar el verdadero  pecado original del hombre, que no ha servido para otra cosa que para seducirlo, para alucinarlo, para atormentarlo y hasta para aniquilarlo con abominables crímenes o guerras espantosas cuando ha llegado el caso de emprenderlos a juicio de aquellos fanáticos dementes.... Hasta ahora, en pleno siglo XXI, se está demostrando palmariamente que este estado de barbarie bélica en que desenvuelven su vida algunos personajes o pueblos no es consecuencia de la carencia de civilización, experiencia o tecnología, sino más bien de sobreabundancia y variedad de “fees” sin fundamento alguno, que ponen justamente esa civilización, esa experiencia y esa tecnología al servicio del terrorismo religioso o también político. Y esto ha ocurrido y en el pasado reciente o remoto, y sigue ocurriendo tanto en Oriente como en Occidente...

             Blanco miraba a su amigo de hito en hito, con una mezcla de perplejidad y de compasión mal disimuladas.

            –Es que tú no eres capaz de entender la bondad y el amor que hay en  la fe religiosa de una persona...

            –Que está a un paso del fanatismo y del odio y a veces hasta del terrorismo contra todo aquel que no piensa igual que uno...

          ¿Fanatismo? ¿Odio? ¿Terrorismo? ¿Y me lo dices a mí? –lo interrumpíó Blanco, al borde de la indignación... ¿Por qué me insultas cuando esto es sólo una discusión entre amigos?

            –¡Qué!... ¡Pero si yo estoy hablando en general...! ¡No he pretendido tocarte un solo pelo! ¿Y acaso no es cierto lo que te estoy diciendo? ¿O te niegas a asumir lo que es una evidencia no solo histórica, sino de plena actualidad en este poco esperanzador siglo XXI en el que estamos viviendo…?

      La conversación estaba alcanzando ribetes realmente intolerables. Ambos contendientes, incapaces de salir de la encrucijada, seguían pimponeándose con porfía (preguntas van, preguntas vienen), pues ¡palabras sacan palabras!, como suele decirse), sin vislumbrar a qué  extremos podría llegar el irritante y a ratos ofuscado entrevero...

          Y luego, después de varias inútiles escaramuzas en feroz escalada, vino un engorroso silencio que no vaticinaba nada positivo..., al menos para acceder de una vez a un tranquilizador desenlace que ratificara la amistad entre dos entrañables amigos de antaño.

          *************************************************

          De pronto a Blanco se le iluminaron los ojos. Había descubierto una salida que parecía ser la solución del dilema, al menos de ese duro entredicho que por momentos había llegado a mostrar tonos agrios y hasta más de una reacción poco tranquilizadora de parte de su contrincante.

            –¿Qué te parece, amigo, que crucemos una apuesta realmente definitoria, que resuelva de raíz todo este malhadado asunto? Después de todo, la contestación la tenemos al alcance de la mano... Consiste simplemente en que nos comprometamos a avisarnos la existencia del Más Allá... Si, no existe tal cosa, como tú crees, no habrá aviso alguno... ¿Qué te parece?  ¿Estarías conforme?

            –No puedo dejar de encontrar buena tu idea, porque sé que vas a perder se apresuró a contestar Moreno con un dejo de su proverbial ironía.

           –Pero hombre, retrucó Blanco, tómate otro trago, mira que por estar discutiendo, veo no has probado una gota de este sabroso mosto asoleado de Cauquenes...

          Después de todo, era casi el feliz término de una disputa sin fin. Sólo había que ajustar los detalles.

          Habiéndose asegurado la paz, el acuerdo no tardó en concretarse con todos sus pormenores. Eso sí que después de algunas graciosas ocurrencias, celebradas entre trago y trago con estruendosas risotadas por los más que achispados bebedores.

          Se harían confeccionar dos cofrecillos gemelos, de metal forrado en cuero teñido de negro, con idéntica cerradura. En el interior de cada receptáculo iría un papelito tan blanco como una sábana, cuidadosamente doblado en cuatro. Una vez sellado cada cofrecillo, se haría fundir la llave común, cuyos restos serían lanzados al mar, con la formalidad del caso, desde un bonguito pesquero que contratarían ex profeso en la caleta El Membrillo.

   Con demostraciones de satisfacción, ambos entusiasmados interlocutores desbordaron una vez  más sus potrillos de espumante rubí, los hicieron chocar con estrépito y agotaron al seco su contenido, como esforzándose por encontrar por fin la esperada respuesta que reconciliara para siempre sus espíritus.

          El ruido de las botellas, las chácharas, las ásperas carcajadas de los numerosos parroquianos, y la bruma atosigante del bar vino a retornarlos a la realidad cuando el viejo reloj del escaparate de licores cumplía su deber anunciando las 3 de la madrugada.

          Los reconciliados camaradas se retiraron apoyados el uno contra el otro, calle abajo, soportando con regocijo los golpes de una lluvia persistente que dejaba caer sus últimas huellas saltarinas en techumbres, caños y alcantarillas.

          Torpes pasos de peatones aislados chapoteaban el barro de los charcos y hacían tiritar las luces mortecinas sobre el piso de las calles sinuosas y desiertas de un Valparaíso si no adormecido, en vías de adormecerse...


          *************************************************

          Blanco y Moreno cumplieron puntualmente su promesa. Guardado cada cofrecillo en el último rincón de sus respectivos hogares, con el albo papel sin escritura interior, cada cual se dedicó a vivir sin dejar de esperar y, también a veces a esperar sin dejar de vivir, no sin cederle de tarde en tarde cierto trecho a una creciente zozobra...

               El paso inclemente del tiempo fue dejando caer con traicionero sigilo las hojas de los calendarios.

          *************************************************

          Al fin, la noticia, fría, casi aterradora, breve, escueta, esquemática. Una cruz señera a la cabeza de un minúsculo aviso en la página obituaria de El Mercurio de Valparaíso:


                                                   +

Tenemos el sentimiento de comunicar el sensible deceso de nuestro querido esposo, padre, suegro, abuelito, cuñado, tío y primo señor
JUAN BLANCO MOYA
(Q.E.P.D.).
Sus funerales se llevarán a efecto hoy martes 13 en el cementerio Nº 3 de Playa Ancha, luego de una misa que se oficiará por el eterno descanso de su alma en la Iglesia Espíritu Santo a las 8.30 horas.
La familia.


          Moreno -como era natural- no dejó de concurrir a las exequias de su buen amigo y allí vio y oyó lo de siempre: flores, coronas florales, llantos contenidos o a medio contener, tumbas polvorientas ya olvidadas, manos contorsionadas u oprimiéndose, nichos marmóreos exhibidos en macizas estanterías, mausoleos cargados de polvo y de tiempo, velos negros, ornamentos eclesiásticos, responsos incomprensibles en el añoso latín medieval, discursos salpicados de ditirambos... Por último, el crujido lijoso del ataúd al deslizarse nicho adentro...

              Después, como sentenció el poeta: nadie dijo nada, nadie dijo nada...

          Sólo el monótono correr de los días, siempre iguales, sin nada propiamente anormal, como si el finado nunca hubiera sido necesario para que nada sucediera ni dejara de suceder.

          Nuestro incrédulo amigo Moreno quiso dejar que pasara perezosamente el tiempo, aunque no tal vez en exceso, si era posible que... La verdad es que se estaba percatando de que la fe, aunque fuese del ateísmo más recalcitrante, no es tan firme ni tan sólida como él la había pensado en frío, durante sus ya remotos años mozos… Y no podía ocultarse a sí mismo cierta desazón que parecía aumentar con el paso de los días.

          No dormía bien, a pesar de las yerbas, las tomas y las tabletas... Lo achacaba a lo avanzado de su edad. Varias veces se sorprendía levantado en medio de la noche, alumbrado apenas con la movediza llama de una vela, frente a ese enorme baúl de desteñido tono funeral, que encerraba el misterioso cofrecillo, que encerraba el papel, que encerraba... ¡oh!... ¡el misterio de los misterios!

          Algo lo detenía. Sentía con alarma cierto oscuro pavor que juzgaba tan tenaz como al parecer invencible. La cabeza le daba vueltas. Finalmente optaba por echarse sobre su sillón de cuero brillante a meditar por largo rato. Oía continuamente trajines de ratas por los rincones. Nada más. Huroneos, ruidos extraños, golpeteos y murmullos broncos que en ciertos momentos le ponían los pelos de punta...

          Las fauces del viejo cofre (parecía que alguien las hubiese forzado)  se entreabrían como reprimiendo una carcajada. Del interior salía de pronto una lengüetilla blanca que se agitaba con angustia, como llamándolo...; pero, ¡menos mal!, no había nada escrito en ella... Y le venía al alma un momentáneo alivio...

          Luego se percataba de que no se trataba del cofrecillo. Era el baúl, sí, el que estaba allí, con toda su ropa revuelta. La manga almidonada de una camisa blanca colgaba displicente, pero era demasiado grande como para ser el papel que aún se obstinaba en permanecer dentro del cofre...

          Moreno fue sorprendido de pronto por su segunda mujer, en plena madrugada. El pobre hombre se hallaba en calzoncillos, a medias recostado sobre unas ropas en el poco confortable sillón del dormitorio matrimonial. Le dolía atrozmente la cabeza. Sentía el pulsar de la fiebre en las sienes...

           Mal que le pesara, su compañera, envuelta en una bata rosada de levantarse, lo convenció de que “por su salud” debería retirarse a su cuarto lo más pronto posible. Y así lo hizo. Como un autómata...

        Condenado a permanecer solo, a escasos metros del misterio, empezó a revolverse en su lecho como un desesperado.

          Pequeñísimas agujas brillantes y multicolores danzaban sobre su cabeza poblándola de diminutos pinchazos y picaduras.

          La estrecha habitación se hallaba sumida en una sofocante penumbra. Entre las sombras circulaban varias manchas blanquecinas que terminaban configurando un espectro de blanco que  intentaba clavarlo por la espalda.

            –39 y medio musitó alguien. Era, al parecer, la voz asustada de una anciana, acaso su mujer..., o la de un médico llamado ante la emergencia.

          Por fin tuvieron que dejarlo nuevamente solo. Crujían los cortinajes, aumentando la oscuridad. Pero el dolor parecía no querer aflojar un ápice, porque varias agujetas se le quedaron allí, ensartadas profundamente en su espalda.

          Pasaron los minutos o las horas. Había perdido momentáneamente la noción del tiempo.

          Más tarde, no supo verdaderamente cómo, se halló de nuevo arrodillado frente al gran baúl. Montones de brazos, piernas y pechos blancos vacíos se desmadejaban entre sus rodillas. Seguía sacando y entresacando fantasmas del interior. De vez en cuando oía que alguien se atoraba con una seca tos persistente. Pero no había nadie más en la habitación…Parece que era él mismo quien tosía.

          De pronto, encontró un bulto negro de metal forrado en cuero negro. Sí, era pequeñito..., ¿quizás el codiciado cofre?  Recibió un golpe eléctrico en el plexo.

            Sin embargo, no tenía la llave... ¿Cómo abrirlo?

         Ahora recordaba... Le había hecho una pequeña travesura a su buen amigo Blanco, tan distinto a él, tan ingenuo, y siempre tan correcto para sus cosas...

          En un lugar oculto, que no podía recordar por el momento, tenía un duplicado exacto de la llavecita que desde el día aquel yacía convertida en una deforme plancha oxidada en el fondo de la bahía... No se recriminaba tanto por  la falta de fidelidad que había tenido para su honesto compañero, como el de no poder recordar en absoluto el sitio exacto donde la había escondido… ¿Una ganzúa talvez?

          Tomó, por fin, el cofrecillo negro entre sus manos. ¡Nuevamente esa maldita tos que lo obligaba a poner la cara como la de un cadáver viviente...!

          Un cliqueteo o algo semejante sonó, sin necesidad de introducir ninguna ganzúa.

          Sorpresa pálida. Asombro, hielo, azoramiento.

          El cofrecillo se abrió limpiamente haciendo caer hacia atrás la mandíbula superior de su tarasca de cuero forrado en negro azabache... ¿O estaría abierto desde quizás cuánto tiempo...?

          ¿Quién podría...? Sus manos temblorosas tentaron una hoja suave, casi sedosa, de un papel consistente como el de los notarios, pero sin sellos ni estampillas, sin fecha, sin firmas ni rúbricas, sin los caprichosos rasgos de un pulgar siquiera...

          El hombre vive dependiendo del papel -recordó maquinalmente lo dicho en aquel encuentro con su amigo de otros tiempos, pero luego desechó la idea, consumido por la ansiedad.

          Estaba allí, frente a él, aquella hoja inmaculadamente alba, tamaño carta, doblado en cuatro.

          Abierta a medias, parecía una graciosa pajarita o un ligero buquecito a vela, de esos que tanto le gustaban cuando niño soplar y ver cómo se deslizaban pomposamente en la pileta.

          Pero estaba en blanco. ¿No decía yo? ¡Así tenía que ser! Porque... ¿quién podría...?

          Pero había que agotar la investigación. Proceder con minuciosidad, objetivamente, como un hombre de ciencia, como el maestro primario aquel.

          ¡Sí! En un viejo libro de espiritismo había leído alguna vez que los muertos escriben al dorso. Al revés del revés... Cara a la luna. O a los gusanos. A espaldas de todo...

          Hizo girar maquinalmente el papel y luego le dio un rápido giro entre los dedos. Y lo acercó ante un espejo.

          Trató de leer...

          ¿Leyó?...Sí, algo había allí escrito, firmado y rubricado.

Sólo faltaba el sello notarial:

Has ganado la apuesta.
La otra vida no existe
Blanco.

No hay comentarios:

Publicar un comentario