domingo, 15 de enero de 2012

La tragamiga* [De Inés Hernández, actualizado por su esposo Félix]

Yo era una máquina tragamonedas, instalada en estricta formación, y confundida entre miles, en una de las amplias salas del primer piso de un casino de juegos situado en algún lugar del planeta. Pero no era una máquina cualquiera, no era el robot que mis creadores presumían haber fabricado. Como por obra de un milagro incomprensible, los años de contacto con los jugadores me habían proporcionado una mente semihumana, casi racional, pero enriquecida con algo extremadamente vitalizador: un corazón generoso, que no todos los humanos tienen el privilegio de poseer.

Por eso mismo, siempre amé entrañablemente a mis clientes habituales, sobre todo a los ancianos, o a esas pobres mujeres solitarias. viudas, separadas o abandonadas de sus maridos, que me visitaban de continuo, a la espera de un feliz contacto conmigo, que, además de la consabida entretención que pudiera aplacar las amarguras y quebrantos de todos los días, les brindara aquel golpe mágico de suerte, que fuese capaz de proporcionarles el fugaz toque de alegría que tanto necesitaban para que en sus tristes vidas pudieran esbozar una sonrisa, al lograr resolver momentáneamente alguna de sus más apremiantes carencias.

Últimamente había concentrado mi atención en una ancianita, que por sus tenues y refinados movimientos, revelaba haber sido poseedora de una belleza y finura poco comunes: tez blanca y suave, ojos verdes semitransparentes, que sugerían ser reales esmeraldas, cabellos ondulados de tono oscuro, gracias por cierto a la tintura, pero que hacían adivinar que fueron negrísimos en sus mocedades, y una sonrisa acogedora de la que emergía una alma noble y angelical, como pocas yo había tenido la suerte de conocer.

Veamos ahora lo que me sucedió.

Qué extraño, hoy no ha venido a verme, me dije ese día, ojalá no se encuentre enferma. Nunca falta los sábados, pues a ella no le gusta estar sola, le encanta hallarse entreverada en medio de la gente, aún a riesgo de sumergirse entre nubes de humo, ya que los fumadores y en especial, las fumadoras, abundan bastante entre los jugadores.

Me agradaba sobremanera verla avanzar a paso ágil entre la multitud, temerosa como de costumbre, de que alguien le hubiera el ganado el lugar. Ese “lugar” era aquí, justamente, donde yo me hallaba instalada. Sin darme cuenta se había convertido en una de mis “habitués” más asiduas, diré mejor, en mi mejor amiga y compañera de juegos. Y yo era para ella su “Tragamiga”, como advertí que llegó a apodarme. Casi siempre venía hacia mí con un vaso en la mano, casi rebosante de bebida. Cuando alcanzaba a llegar a mi vera (ya que nadie le había alcanzado a “calarle” el puesto), depositaba suavemente su vasito a un lado y luego de sacar un cigarrillo de la pitillera, lo encendía y se lo llevaba a los labios, con la elegancia que era habitual en ella, mirando a ratos a su alrededor con aire seguro y relajado.

Se había acostumbrado tanto a mí como yo a ella, porque, al parecer, había percibido que yo no era como las otras máquinas que, en su automatismo, caen en la implacable crueldad de negarse a soltar durante horas la reconfortante lluvia de monedas que devuelve la paz al jugador. Además, llegué a a conocer muy bien todos sus estados de ánimo, sus reacciones ante el devenir de las jugadas, por lo cual estaba tan compenetrada con su espíritu, que sentía una especie de quebranto interior cuando la veía triste o desilusionada y me alegraba mucho cuando ella estaba contenta, lo que me parecía que ella captaba perfectamente: su carita se iluminaba con una sonrisa y los ojitos verdeagua le brillaban como gemas cuando advertía el reiterado campanilleo de mis mecanismos secretos celebrando su triunfo. Adivinaba, por ejemplo, que ella había tenido algún disgusto con alguien cuando su mano derecha, de suyo debilucha, presionaba con inusitada furia mi manilla de mando, como si quisiera descargar todas sus tensiones o frustraciones con el solo ímpetu del acero.

Cuando recién la conocí, yo me porté muy “autómata” con ella y, en castigo por su malhumor, no la dejaba ganar cuando la advertía con modales rudos. Pero al llegar a conocerla más a fondo, sólo la dejaba perder si notaba en su semblante un gracioso gesto de alegría. Y sabía que estaba así cuando su mano tomaba levemente mi manilla y la soltaba con suave movimiento, como si estuviera dando un grácil ademán de ballet. A veces advertía que estaba jugando “descargada” de sus problemas. Eso solía suceder cuando ingresaba acompañada de una amiga y entre ambas se entregaban a jugar despreocupadamente mientras intercambiaban exclamaciones de sorpresa o de júbilo. Al abandonar el juego, solía decirle a su camarada de juegos: “Hoy he tenido sólo una pizca de suerte, gané muy poco, pero igual me voy contenta porque me entretuve bastante y lo pasamos bien, ¿no es cierto? O, si había perdido (que nunca lo era en cantidad excesiva): “Hoy no he tenido buena suerte. Pero ¡no importa! Para otra vez será. Después de todo, “mala suerte en el juego, buena suerte en el amor”... Y se iba muy tranquila y relajada porque había pasado momentos gratos. Y yo, con estos comentarios de mi “amiga”, me quedaba con mi conciencia muy satisfecha y continuaba esperando a otro cliente. Y “poniéndole el hombro” al trabajo de lo más contenta...

Nunca olvidaré la tarde en que llegó con paso vacilante, y se sentó con desánimo frente a mí con la mirada perdida, como si en realidad no le interesara para nada el juego que iba a iniciar... “¡Dios mío!, ¡cómo sufre!, me dije. Realmente me sentí tocada por su aspecto desolado, que parecía como si alguna carga depresiva hubiese caído sobre sus espaldas. En un momento que no puedo precisar, se puso de pie junto a mí y, mirándome fijamente con los ojos enrojecidos, musitó un “¡ayúdame!” tan quedo y angustioso, que logró penetrar hasta lo más íntimo de mis entrañas metálicas. Supuse naturalmente que necesitaba dinero, porque ella sabía muy bien que yo no podía auxiliarla de otro modo. ¡Cómo hubiera querido poseer en ese instante el poder del habla para preguntarle acerca de qué era lo que la había puesto en ese estado! Habría podido aliviarla nucho más, al menos con palabras de consuelo. A falta de un imposible, recurrí al único expediente disponible, si es que era esa, como parecía, su amargura. Y aflojé un tanto mis mecanismos como para brindarle algún alivio a una depresión que consideré momentánea.

Supe después, por los tensos diálogos que ella sostuvo con una de sus vecinas de juego, que en ese entonces su esposo estaba muy enfermo y que sólo lo podría salvar una operación complicada que le costaría una alta suma de dinero... ¡Ahí justamente estaba la razón por la cual ella había recurrido a mí, lamentablemente con tan pobres resultados, frustrados por mi torpe, aunque inocente ignorancia! Amigos, parientes, incluso hermanos de sangre le habían fallado, y ¡nadie, a pesar de que disfrutaban de cierta holgura económica, había querido ayudarla! Y conmovida hasta lo más profundo de mis engranajes, me decidí en el acto a auxiliarla, haciéndole caer, las más de las veces, torrentes de monedas en la mayor abundancia posible. A medida que esto sucedía, a mi amiga se le iba descorriendo el velo de la angustia e iluminándosele el semblante. Minutos más tarde llegó a esbozar una tensa sonrisa; y, por último, una vez que se incrementaron aún más las cascadas de monedas que yo le hacía caer sobre mi cuenca receptora, la invadió la alegría desbordante de los ganadores. Y yo disfrutaba más que ella, al comprobar cómo casi lloraba de alegría cada vez que le regalaba bares y comodines a destajo.

Así fue como, antes de finalizar la tarde, mi anónima clienta, habiendo logrado reunir una bonita suma de dinero, que de seguro la iba a sacar de sus graves apuros económicos, se retiró muy satisfecha y feliz, con tres vasijas blancas de plástico repletas de fichas metálicas, una en cada mano, y la otra en el fondo de su bolso colgante desde su hombro derecho. Iba eufórica, mascullando algo entre dientes. Solo alcancé a percibir algo así como mig-cias, lo que me hizo presumir que se trataba de palabras de agradecimiento que se decía para sí, pero que seguramente estaban destinadas a quien  fuera el autor o el causante de su buena suerte, acaso Dios, o, en última instancia, ¡yo, “en máquina”! (creo que no me corresponde decir “en persona”).

A partir de ese episodio, se estableció, si puede llamarse así, una especie de “amistad secreta” entre nosotras. Y ella se convirtió en mi visitante más asidua, en una especie de “parroquiana” de notable fidelidad, muy puntual a la hora de la apertura de los juegos, con el resuelto propósito de que nadie estuviera en condiciones de ganarle la delantera. Y yo, halagada en demasía con su adhesión exclusiva y sus gozosas manifestaciones de ganadora, la acogía siempre con gran beneplácito, ya que era el único jugador que había hecho más llevadera mi fría y monótona existencia. El prolongado fragor de los níqueles lloviendo sobre la cuenca de las ganancias me colmaba de calor y excitación. Podría asegurar que, sin darme cuenta, me estaba convirtiendo en una jugadora viciosa, pero al revés: mientras más monedas regalaba, más contentamiento experimentaba, y más íntimamente llegaba a compartir las emociones de mi compañera de juegos...

Pero, como ninguna dicha es eterna, al poco andar en esos trotes, me di cuenta de que no podía continuar por mucho tiempo. La señal me la dio, sin gestos ni palabras, pero sí con su sola presencia, el inspector encargado de la sección D-F, donde yo estaba instalada. Era un varón de edad madura, trajeado formalmente con una americana, pantalones y corbata de casimir negro impecable, que al comienzo se limitó a dar con aire distraído algunas vueltas por mis cercanías, demostrando con su disimulo un profesionalismo muy recalcado por los ejecutivos del casino. A las pocas semanas, en un fidelísimo resguardo a los intereses financieros de la empresa, las vueltas se trocaron en reiterados recorridos con un par de escoltas, que de tarde en tarde lanzaban torvas miradas hacia mi clienta. Ella, en el impetuoso fervor de las jugadas, movía una y otra vez mi palanca para recibir con denodado júbilo el maná metálico de los premios, que se sucedían con sospechosa frecuencia... Pero como yo ya me había percatado del peligroso espionaje a que ambas estábamos siendo sometidas, torcía en unos milímetros los engranajes de mis entrañas y a ratos me negaba a proporcionarle buenas jugadas. Pero, como pude comprobarlo en carne propia, estas “astutas” simulaciones no resultaron suficientes para salvarnos.

Lo que debe haberme perdido fue la suposición de que yo era capaz de leerle el pensamiento a ese tipo desagradable. Y la certeza que yo tenía era de que él recelaba que mi “amiga” le estaba haciendo trampas al casino y de que, en su cerebro atiborrado de tecnologías, no podía ser yo la culpable de las pérdidas, como en realidad sucedía... Y me sentí contenta con tal presunción, ya que del todo era imposible demostrar en juicio una culpabilidad inexistente en el alma de mi amiga.

En verdad, era todo lo contrario de lo que yo, en mi vanidad de “máquina de última generación”, me atribuía. Lo que en realidad sospechaba el inspector no era de que “mi amiga” fuese una ladrona o una astuta jugadora. No. Él realmente pensaba que la culpable era yo. Porque “cómo puede ser que esta damita juegue siempre en la misma máquina y ¡tenga tan, pero tan buena suerte!”, pues “¡las tragamonedas están programadas para no aflojar fichas y más fichas con tanta soltura y a la primera de cambios!”. “Esto no es posible”, debe de haber conjeturado, hasta procesar en su mente esta inicial intuición con el ineludible convencimiento de que “¡algo está funcionando mal en esa máquina!”, vale decir, en mí.

Claro está que mi confianza temeraria me obligaba a suponer con seguridad que la capacidad imaginativa del inspector no era para tan largo alcance. Presumía yo que no podía caber en su cabeza “cuadrada” que una máquina de tan alta calidad tecnológica como yo llegase a tener sentimientos y fuese capaz de condolerse de los jugadores como para solucionarles sus problemas económicos. Más inverosímil  todavía si estos, como en el caso de mi “amiga”, fuesen de no tan alta entidad y originados solamente en un apremio ocasional. En suma, yo pensaba que, dado el riguroso control que un casino cualquiera suele ejercer sobre todos y cada uno de sus empleados, era imposible que pudiera haber “gato encerrado” entre un técnico y una damita de la tercera edad.

Pero la obvia solución “profesional” iba por otro lado: había que investigar el problema “técnico” a fondo. Y fue así como, según lo presumo con cierta probabilidad de certeza, el avezado inspector recurrió a las autoridades administrativas y luego a las tecnológicas, a fin de resolver el problema de un solo “huascazo”. Y tiene que haber sido así, porque en un día cualquiera llegaron varios expertos, revisaron las máquinas de toda la sección D-F, donde yo estaba instalada, y como no pudieron detectar nada anómalo en ninguna, no encontraron mejor solución, a instancias del inspector, que “cortar por lo sano” e informar cínicamente que yo no servía. No fueron capaces de comprobar en mí ninguna falla, por minúscula que fuese, ya que yo me hallaba en mis mocedades, “vivita y coleando”, esto es, enterita y flamante, sin la menor “pifia”, apta para funcionar por varios años más, y no sólo mecánicamente, sino dotada de sentimientos solidarios contagiados por los mismos seres humanos que me manejaban, Tema este último “indetectable” por la tecnología vigente, ni, de seguro, por la que vendrá.

Y el gerente general, esto es, el jefe máximo les creyó. Se puso a vociferar inútilmente contra los fabricantes, en un momento en que ya la garantía de la compra se hallaba vencida... Y no le quedó más remedio, a pesar de la carencia de pruebas en mi contra, que proclamar que yo no funcionaba bien, que era más bien un estorbo: un descrédito y una ruina para el casino, por lo cual debería ser condenada a la desarticulación total y a ser convertida en chatarra. O sea, un error en el diagnóstico, respecto del cual yo, aunque técnicamente “inocente”, debería pagar con la muerte por culpa de mi compasión. No sería ni la primera ni la última heroína de la historia a la que le ocurriría eso. Razón más que suficiente para dejar estampada, ante mi ineludible ejecución, esta inútil defensa contenida en el dramático relato que he logrado digitar mediante ondas electrónicas, en uno de los computadores  de esta misma empresa de juegos de azar.

Me sentí impotente, frustrada y humillada; pero por una buena causa. Ya no serviría más a los deleznables designios del casino, como presumo que seguirán haciéndolo a diario, mis robóticas compañeras: los de dejar sin un peso en el bolsillo a sus ingenuos visitantes. Estos debieran saber y entender que las máquinas tragamonedas poseen, en lugar de un corazón, una “calculadora programada” para rendir ganancias siderales en cifras verdes, a costa de la miseria moral y material de todos y cada uno de sus cándidos o viciosos parroquianos.

Mi mayor pena antes de morir ajusticiada fue la de no haber podido seguir auxiliando a mi buena amiga... Y peor aún: lo que ella debe haber supuesto al sufrir por mi ausencia. Habrá imaginado que le falté, que la abandoné a su propia suerte, que la traicioné, como acostumbran hacerlo los humanos...

[*] Se trata de un cuento muy curioso, redactado con el mismo título que luce ahora, pero finalizado en “ausente” compañía, que me veo en la necesidad de explicar informando sobre lo sucedido: Primero, en 1976, hace 33 años, mi esposa Inés escribió el borrador de esta historia. Y lo dejó abandonado y olvidado en cualquier parte, dentro de un viejo cuaderno escolar, sin haberle podido hacer ningún retoque hasta su muerte, a fines del 2006. Y pasados ya cerca de tres años, durante el año 2009, como un emotivo homenaje a su memoria, Félix, su amante esposo, encontró por casualidad el borrador del cuento y  se propuso convertirlo en el relato que es hoy, manteniendo, eso sí, la esencia de la trama.

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