sábado, 14 de enero de 2012

Una rosa en el desierto [De Félix Pettorino]

Diecinueve años y tres meses. Cómo agobia el paso del tiempo cuando las realidades colisionan con los sueños. Las recurrentes imágenes de aquella malhadada cita con el jefe del personal iniciada con el temido “–Lo he llamado para agradecerle...” escarbaban aún con sus punzantes aguijones en el cráneo de Ramiro con golpeteos de taladro... Y, como si fuera poco, las palabras de Griselda.

¡Diecinueve años, tres meses! ¡Cómo abruma esta forzada holganza! (“...Logró ser usted un funcionario tan útil como servicial. La Empresa lamenta muy de veras no haber podido retribuirlo como se merece...). La tradicional cortesía. El falso amor, hipócrita y cobarde, alucinado por la comodidad y el placer... ¡Cómo duelen esas mentiras! Peste genética de la sociedad humana, de la cual resulta imposible escapar, culpa bíblica, viviente ayer y hoy, instalada en la mente y en el corazón de los hombres, en sus sistemas políticos y sociales, de los cuales todos nos servimos, sin poder dejar de sufrirlos y de tolerarlos con docilidad de zombies...

Ramiro miró a la pasada la harapienta extremidad de un pordiosero que se iba estirando hasta casi palparle el estómago:

–¡Una caridad, por amor de Dios! Llevo más de un año cesante ¡No hay pega, patrón! Tengo tres hijos y una mujer que alimentar... ¡Póngase con lo que pueda, por favor, lo que sea su cariño nomás!

El transeúnte no pudo evitar el tic sardónico por toparse con quien podría ser él mismo en un tiempo más. Un golpe reactivo de su sistema nervioso se encargó de borrarlo. Introdujo nervioso la derecha en uno de los bolsillos de su chaqueta, escarbó ligeramente y acto seguido le arrojó al mendicante tres o cuatro monedillas de cobre que tintinearon como sorprendidas en un mohoso tarro de latón cuya boca torcida parecía revelar su eterno descontento.

–“Es por solidaridad, no por caridad” – se dijo en voz bajita. Sabía de antemano que el hombrecillo no aquilataría la exigüidad del aporte ni el juego académico de las palabras en rima.

–¡Currículo tras currículo y no pasa nada!– se quejaba una y otra vez. ¿De qué sirvieron los seis años de Universidad? Alcanzó a trabajar 19 años, 3 meses y 25 días de veterinario en un fundo lechero de la zona más austral del planeta, donde gracias a la calva oportunidad de un par de “guatones” al mes, le fue posible adquirir algunos de esos bienes desechables que proporciona la cultura del dinero, vigente desde épocas inmemoriales en la cambiante historia de los humanos primates y que hoy ha sido llevada a tal grado de perfección, que hace frotarse las manos de complacencia, no solo a los poderosos, sino a la turbamulta que disfruta alegre y confiadamente de sus fugaces beneficios... En medio de esa masa inconsciente se había contado Ramiro. Su pobre experiencia le decía que había sido algo espectacular, pero, lamentablemente, un sueño que no podía durar mucho tiempo. Y así fue, en efecto: bastaron dos o tres porfiadas nevazones para que todo se viniera al suelo. La ayuda del gobierno, como siempre, llegó tarde en unos hirsutos fardos de forraje arrastrados por una cansina carreta de bueyes, que no servían ni para alimentar a la escasa docena de esmirriados vacunos que iban sobreviviendo trabajosamente a esas alturas del mes de agosto. No sin razón se hablaba del “terremoto blanco”, pues al final no quedó una sola res viva. Fue una maldita bendición salir de allí, tiritando por los escalofríos de la “calientita”, sin una chapa y con cero posibilidades de encontrar otro trabajo, aunque fuera de peón temporero en una parcela frutícola de la zona central...

–Después de todo –se decía, inventándose un consuelo–, la bella Griselda (el único ser amoroso que había logrado mantener por dos lustros a su lado) lo “pateó” sin lástima a los pocos meses de llegar a sospechar que, al paso que iba, su pareja seguiría hasta el fin de los siglos como un cesante sin remedio. Y ese día fatídico literalmente le escupió la cara, con su linda trompita roja desfigurada y los ojos celestes llorosos de rabia: (“–Tú sabes lo que siempre te he querido...; pero no veo en ti ningún empeño ni esperanza de conseguir un empleo que valga la pena y no estoy dispuesta a esperarte indefinidamente”). A partir del incidente, la pesadez del pecho por su condición de forzado haragán se le había trocado en punzadas de insomne, por suerte solo inquietantes al caer el aguijón...

Veía muy a las claras que el título universitario, en vez de ayudarlo, lo había perjudicado dolorosamente. Nadie se atrevía a contratar a todo un médico veterinario experto en ganadería en la pega miserable de cosechar manzanas.

Pero como Dios escribe derecho con renglones torcidos, un suceso casual vino a dar una vuelta de tuerca (aunque meramente emocional) a su desmedrada situación. Ocurrió un día de setiembre de 1997, cuando en una de sus prolongadas horas de zapping frente al viejo televisor, captó cómo una voz sonora de locutor avezado exhibía con placentero orgullo multitudes de flores silvestres peinadas por el viento durante aquella insólita primavera obsequiada por el desierto atacameño. Se había presentado de repente en pos de un invierno desmesuradamente lluvioso. El locutor informaba que el 12 de julio anterior se habían precipitado alrededor de 100 milímetros del maná cristalino sobre los desolados yermos de la región. Y ahí estaban fulgurantes de sol las miles y miles de alfombras policromas de decenas de variedades exóticas, como alstroemerias, añañucas, azulillos, cuernos de cabra, garras de león, huillis, lirios, orejas de zorro, patas de guanaco, senecios, suspiros del campo y terciopelos que iban transformando con el paso de los días las tonalidades celestes, amarillas, anaranjadas, verdes, rojas, violadas, y un sinfín de gamas y matices, en la tapicería con que se había vestido la tierra nortina desde los áridos peladeros al norte del valle de Copiapó, continuando hasta Vallenar y acercándose cada vez más a la costa, pasando por Huasco, Carrizal Bajo, Totoral hasta el mismo puerto de Caldera.

La idea que le cosquilleó el alma al alucinar con tanto portento fue la de partir absolutamente solo hacia pleno desierto, como un anacoreta, borrando el negro pasado y viviendo de lo que le brindara Natura para dar por fin una definitiva vuelta de hoja al inútil vegetar por aquella existencia sembrada de miserias y quebrantos a que lo había condenado el destino. No deseaba otra cosa que volver a nacer limpio de zozobras y punzadas de pecho en medio de ese inmenso y solitario yermo extrañamente multicolor hasta que el último pétalo de sus efímeros jardines se rindiera hacia la Madre Tierra achicharrado por el sol. ¿Y después? Después, ¡Dios diría! Total, (rumiaba su afiebrado cerebro), ya estaría física y espiritualmente repuesto. Por otra parte, el viaje en bus hasta Copiapó no le resultaba excesivamente oneroso y, en el peor de los casos (ya que el “billete” escaseaba), podría recorrer buena parte del Chile nortino mochileando, sin gastar en otra cosa que no fuera en el agua de las vertientes cordilleranas, más una frugal alimentación compuesta de charqui, mariscos o pescado, verduras y frutas de la estación, todo lo cual, como es sabido, está literalmente botado en esas tierras de Dios.

El proyecto le pareció desde el principio de muy fácil y expedita realización. Le bastó vender “a precio de huevo” los pocos bártulos que todavía le quedaban como mudos testigos de su “cuesta abajo en la rodada”: el viejo televisor, con tantas horas de ternura junto al amor perdido, además de una desteñida mesa de comedor, seis sillas enclenques, un juego de living de tapiz gastado y polvoriento, que en sus tiempos de gloria fue pregonado con el pomposo nombre de “Reina Ana”, y un camastro vencido y desnivelado por el oscilante y obstinado peso de ocho años en pareja.

Acto seguido, sin otro equipaje que una raída mochila con las pilchas y cachivaches de uso personal, más la cantimplora llena de agua mineral y los infaltables víveres (media docena de manzanas Yellow Newton y sánguches de arrollado huaso) junto con el molido escaso, pero suficiente que alcanzó a rescatar, se las enveló rumbo al norte, instalado en un desvencijado bus interprovincial que paraba cada tantos kilómetros para bajar o subir pasajeros. Y aunque gran parte de ellos eran gente rústica de apariencia humilde y poco dada a la conversa, no faltó el rotito ahuasado que con pelos y señales le indicó dónde debía bajarse para presenciar a sus anchas la parte más “macollá” del desierto florido.

–Vea, patrón, usté tiene que abajalse en Vallenar, que es pa’onde está rumbiando la micro. Endey toma otra pa’ Huasco Bajo o Carrizal Bajo, asegún sea su tincá, y ey quea flol pa’ coltal pa’ onde quiera, menos pa’l Palque Llano ‘e Challe, onde le van a cobrale su güen billetón pa’ dentrar a vel la flore del desielto y me lo van a estal aguaitando toitito el tiempo pa’ que no se le vaiga a venire a la caeza apañalse arguna añañuca ni garra ‘e lión, que son la flore má bonita...

–Y dígame, amigo, ¿cómo son esas preciosuras florales de que me está hablando?

–Pué son muy re lindas, pero tiene usté que vel-las pa’ que me crea que son ansina como le igo. La añañuca es com’ una azucena, ‘e tono rosaíto, a vece colorá, blanca y hasta amarilla, es muy parecía al copihue. Icen que era el nombre de la mujer de un minero que murió empampao, por lo cual ella se mató y fue entierrá en el desielto, y ey mesmo floreció la añañuca...; pero la garra ‘e lión es otra cosa má mononita: una bonitura ‘e flore arracimá, entre morá, rojita y un argo amarillosa, con tallos carnosos arrastraos y alargaos como culebra, que parecen haber uscao ónde meterse en la tierra. Está medio escasona porque onde es tan re vistosa, la giente la colta y se la lleva...

Embobado con las pintorescas descripciones del huasito huasquino, el ex veterinario olvidó por completo su desmedrada condición de expatriado de la buena estrella. No cabía en sí de gozo al comprobar lo acertado de su elección. Ese mundo mágico, lejano y agreste, engalanado con tan bellas joyas de la naturaleza, le ofrecía a manos llenas el disfrute de una vida simple y sana, sin los duros gravámenes que acarrean las falsas promesas humanas, libre del estrés y de la contaminación urbana, algo que nunca hubiera soñado vivir en sus días pretéritos.

Resolvió bajarse en la vieja caleta de pescadores de Carrizal Bajo, esa que a mediados de 1986 había impactado al país con la desconcertante noticia  del descubrimiento de un arsenal de armas de fuego prestas a ser usadas por guerrilleros del Frente Patriótico Manuel Rodríguez decididos a acabar de una vez por todas con la cruel dictadura de Pinochet, hecho que quedó frustrado en el momento mismo del hallazgo. –¡Mala señal! – exclamó instintivamente para sí. ¡Sigue persiguiéndome el infaltable sino de las frustraciones! Pero se consoló un poco observando la afluencia de turistas de todas las trazas y edades que acudían como moscas, atraídos por ese mundo de maravillas... El camino costero de las playas entre Carrizal y Huasco Bajo, junto con brindarle generoso el aire puro de las brisas marinas, le permitió disfrutar de la inenarrable belleza nativa de Tres Playitas, Agua de Luna y Los Toyos, ornadas con los bastiones espinosos de la copiapoa, exótica cactácea de la región.

Bajó del bus con la idea fija de lanzarse lo antes posible al desierto a vagar sin rumbo fijo hasta encontrar un sitio apartado y solitario, que estuviese sumergido bajo un inmenso mar de colores y aromas... Allí armaría su carpa mimetizada, sería una tienda de campaña cubierta por una lona parda floreada, apta como centro de operaciones.

¿Operaciones? ¡Sí! Operaciones para iniciar una vida nueva, para olvidar este mundo ingrato, con sus decepciones y desgracias, los abusos del poder, la explotación del hombre por el hombre y, en fin, con todos sus convencionalismos y sus mentiras. Para sentirse libre alguna vez, sin atadura alguna, libre de compromisos y de pagos, sin sujeción a otra autoridad que no fuese Natura, la inigualable mano de Dios. Como un eremita, único ser humano sobreviviendo en el desierto más abandonado del planeta, solo con la Biblia y unas tres o cuatro lecturas fáciles de escoger: El Quijote, un ramillete de poemas de Neruda, La Montaña Mágica y tal vez, Hamlet o Macbeth (no recordaba bien cuál de estas tragedias shakesperianas portaba en su mochila). Y se detenía a pensar: -“No hay poder más revelador que el de los libros: nos hacen ver lo poco que somos como seres humanos: bellas promesas de brotes efímeros, condenados a morir en medio de la inmensidad del espacio y del tiempo. Como este “desierto florido”...

Caminó, caminó, caminó, en medio de ese universo de prodigios multicolores, cada vez más frondoso y fragante. Atravesó pedregales, cruzó breves hilillos de agua barrosa, sus pies parecían no sentir el cansancio mientras ascendía y descendía por los barrancos transversales, tampoco experimentaba el peso de la enorme mochila que curvaba cada vez más esa espalda suya en vías de implantar una condición de obtusa incorregible. Las palpitaciones del pecho y las sienes habían adquirido un ritmo extraño, tan alocado, que parecían hacerlo sobrevolar las florestas y deslizar dulcemente sus extremidades entre suaves pétalos y musgos placenteramente húmedos... Ni una pizca de hambre ni de sed siquiera. Nunca había sido más feliz. El halo aromático de tanta flor a cada paso más bella y diferente le inundaba los sentidos con efluvios de una droga extraña, pura, sana y vivificante... Hasta que...

                                               * * *

El jeep verde oliva del Servicio de Inspección del Medio Ambiente corría adherido a la carcaza terrestre como un pequeño coleóptero, dejando tras de sí un tierral de los mil demonios. Disparado como una saeta a un horizonte sin fin, se le veía aparecer y desaparecer por las lomas de la pampa, urdiendo a ratos anchas curvas y menudos zigzagues polvorientos, luego bajando y saltando por las quebradas en medio de inmensos peñascos que semejaban gigantes maceteros cuajados de cactos tierrosos y de arbustos esqueléticos, mientras el paisaje se explayaba en una meseta salpicada de infinitas cabezuelas resecas que surgían desde la tierra y el polvo, zamarreadas sin lástima por un viento veleidoso que no dejaba de ulular con mugidos de bestia enfurecida...

Una cuadrilla de trabajadores sentados en el piso del pick up del jeep parloteaba y carcajeaba indiferente ante la seguidilla de golpes y barquinazos del pesado vehículo.

–¿Dónde dijiste que estaba la “animita”? –inquirió el hombre de visera verde, que iba de copiloto en la cabina del jeep.

–Calculando al ojímetro, patrón, estarían faltando su buen par de kilómetros– replicó el que servía de chofer sin dejar de mirar al frente. Era un mastodonte de manos peludas y regordetas que apenas movía los labios grosotes para platicar.

El desierto extendía alrededor su andrajoso manto de gamuza, plagado de arrugas y ondulaciones caprichosas, interrumpidas a trechos por chascas vegetales marchitas y por pedruscos deformes de todos los tamaños, tal si fuesen los cadáveres de bichos prehistóricos asesinados por doquier por la furia de un volcán embravecido. Mientras tanto, el runruneo del motor, entorpecido a ratos por el golpetear de los neumáticos, amenizaba el parloteo ocasional de ambos viajeros.

–Raro me parece que un cristiano se atreviera a vagabundear por estos andurriales..., –observó el conductor del jeep mientras sus manazas puestas con certero cálculo sobre el manubrio, esquivaban con rudeza la piedras sueltas de una hondonada.

–Raro, muy raro –ratificó mecánicamente el inspector, mientras la vista se le extraviaba entre los cardos y peñascos que no cesaban de pasar.

–Es que estamos más menos a unos 40 kilómetros de Huasco, patrón. Imagínese lo que este compadre habrá tenido que chancletear en el desierto, por la máquina.

–Así es la vida del pobre, amigazo. Mayormente cuando la desgracia lo persigue a uno. Y uno trata de echarse el pollo para borrarse del mapa, pero cuando está de Dios que las cosas pasen, pasan no más y no hay santo que lo libre a uno de la fatalidad...

Un barquinazo estruendoso cortó la cháchara anunciando el ingreso repentino a un camino de ripio. El hombrote que hacía de chofer hizo girar con fiereza el manubrio del jeep y el armatoste viró casi en 90º para retomar la ruta con un movimiento tan impetuoso, como preciso.

–¿Alcanza a ver, patrón, los dos candelabros espinudos? Están a unos quinientos metros, a un costado del camino. Ahí justito, entre los dos quiscos, se halla la animita del finao. En menos que canta un gallo estaremos por ahí.

–Algo, algo empiezo a ver... ¿Ahora sí! Diviso una mancha oscura entre medio una montonera de plantas... No me imaginaba que la animita del veterinario fuera tan re grandaza.

Debe de haberlo liquidado la sed. Este lugar tan re seco es para que cualquier vagoneta se empampe y pare las chalas...

No había pasado medio minuto cuando apareció ante la vista de los dos viajeros una especie de mausoleo vegetal en cuya rústica fachada lucían como perpetuos centinelas dos enormes quiscos del tipo “candelabro” y, en el centro, un túmulo cubierto por un manto de lona floreada rodeado de cactos y plantas silvestres, entre las cuales se destacaban las blancas campanitas del carbonillo, las espátulas episcopales de las patas de guanaco, las vivas pinceladas amarillas de las copiapoas, el rojo vinoso del lirio de los valles, los fúnebres cardos, las chispeantes siemprevivas y las infaltables y coloridas malvas del desierto.

Algo, sin embargo, daba una nota estridente y patética. Era una rosa roja, ya ajada, junto a un papel amarillento colocado en lo alto del túmulo. Estaba protegido por un marco rústico de madera de barniz desteñido por el sol del desierto. Allí a duras penas se podía leer:

A mi amado Ramiro, luz de mi vida. ¿Por qué te fuiste? No hablaba en serio. Perdóname. Griselda.

El inspector descendió del jeep, caminó pausadamente en dirección a la “animita” y después de un somero recorrido, miró gravemente hacia el entorno y dijo con cierta solemnidad ostentosa:

–Como pueden apreciar, estamos siendo testigos presenciales de una violación flagrante y de mal gusto a la Ley de los Santuarios Naturales...

Se sintió un zapateo juguetón seguido de unas cuantas carrasperas estridentes en el sector de los obreros municipales, acurrucados en el pick up abierto del jeep. El inspector, celoso de la autoridad que investía, se vio en la necesidad de reafirmar su apreciación con un énfasis realmente convincente:

–¡Aunque un Desierto Florido sea tem-po-ral-men-te este peladero, sí que es un Santuario de la Naturaleza, por la cresta! ¡Y no es nada para la chacota!

Un murmullo de risitas rubricó la acotación del inspector.

–Ya, ya, ¡menos leseo! ¡Bajarse todos a demoler este adefesio...! Respetando, eso sí, los candelabros...


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