miércoles, 11 de enero de 2012

La vida es sueño ... de amor [De Félix Pettorino]




         Fernando Lucientes, varón que hoy tendría algo más de 90 años, fue siempre apasionado por el espectáculo de las tablas. Era apenas un rapaz de diez años cuando ya actuaba pintarrajeado de payaso alegrando los cumpleaños de su creciente familia, constituida por sus padres y dos hermanas mayores.
Entre sus actuaciones escolares memorables, su madre solía recordar la que encarnó al príncipe Segismundo en el drama clásico “La vida es sueño”, que debió representar acompañado de un escogido elenco de compañeros de estudio con motivo de la celebración del centenario del colegio de los Hermanos Salesianos en el que estaba matriculado.
 “¡Genuinamente genial!” fue la espontánea aclamación de su progenitora. El imberbe mozo joven Lucientes había personificado con singular dramatismo las tentaciones reiteradamente rechazadas y siempre vencidas del príncipe polaco, otorgando credibilidad a la noción barroca de que el don de la existencia humana no es más y menos que un sueño tan afanoso como efímero, cuyo único destino debe ser el prepararnos para la otra vida, la del “Más Allá”, que en definitiva es la única auténtica y verdadera, por lo que – como decía el poeta Jorge Manrique – “cumple tener buen tino para hacer esta jornada sin errar”…
Y convertido ya en un jovencito, optó, contra la natural objeción de sus padres, por ingresar a una universidad de cierto prestigio para estudiar “actuación teatral”. No solo palpitaba en él la irreversible vocación por las bellas artes dramáticas, sino que, además, lo acompañaba una buena estampa varonil, apta para convencer, por el puro acto de su presencia, a los buscadores de talentos y a los directores más exigentes.
Al acabar sus estudios pudo disfrutar por un tiempo de los éxitos pasajeros que deparan por igual carteles y aplausos. Pero no era lo que Fernando había imaginado ni tampoco lo que pretendía. Excesivo tiempo y dedicación para aprender bien los roles, que cual alumno “mateo” debía memorizar al pie de la letra, demasiado nerviosismo al desempeñar una actuación dramática con un mínimo de “simulada naturalidad”, más críticas y reparos que felicitaciones de parte del director de escena por su trabajo actoral, retribución económica deficiente agravada por las obligadas rebajas a título de ornamentos, vestuario y otras zarandajas que astutamente inventaban los empresarios.
Lo único que, a pesar de estos inconvenientes, le llenaba el gusto era su actuación, aunque fuese considerada como regular o mala por el público o los críticos. Fernando la sentía siempre como un sueño radiante y embriagador, tal si fuese el efecto de un hechizo que transportándolo a una superior esfera de vivencias, le permitían olvidarse de su oscuro paso por la vida  e ignorar todas las censuras, vinieran de donde viniesen… Nunca dejaba de motejarlas para sí de injustas, exageradas o de deliberada mala intención. Y al respecto, si bien temblaba de inseguridad y de emoción antes de ingresar al tablado del teatro, una vez que se hallaba sumido dentro de la atmósfera escénica, se sentía con las puertas del cielo abiertas hacia un delicioso arrobamiento, donde todo aparecía como sublime y extrañamente más real que la opaca vida que llevaba a diario. De esta manera, al dramatizar las escenas, experimentaba una suerte de transfiguración que lo elevaba a aquellas cumbres adonde podía ignorar la falta de sentido y de nobleza que conlleva la rutinaria existencia de los pobres mortales que somos todos nosotros.
El solo hecho de desvestirse de su ropaje cotidiano para adoptar el de la actuación era para él como un despojarse de la mediocridad para entrar a cobijarse entre las sábanas de un sueño feliz durante el cual su alma se revestía con la auténtica genialidad del personaje, que para Fernando Lucientes lo convertía en la reencarnación de uno de los tantos inmortales dioses del Olimpo. Fácil es entonces comprender que el desempeño del arte teatral era vivido por Lucientes cual si fuese el nirvana liberador de sus necesidades, inquietudes y afanes cotidianos. Simplemente había que disfrutarlo y gozarlo sin importar las críticas, las objeciones o hasta los yerros, traspiés o los presuntos fracasos de algunas de sus actuaciones sobre el escenario.
Y después de todo, tampoco importaba demasiado que sus ensueños de actor fueran ignorados por el público o apenas retribuidos con unos flojos aplausos, a veces seguidos de silbidos, habitualmente ratificados con no más de cinco guarismos estampados en un cheque de efímera duración.
Por ello mismo, a pesar de ser considerado como un actor más bien anodino, cuando no mediocre, no cabía en su espíritu la menor ansia de superación. Hacía caso omiso de los consejos, de las murmuraciones, de las censuras de directores, críticos o hasta de los abucheos del público que solían considerarlo como un comediante secundario y sin gracia, cuyas actuaciones eran percibidas como opacas y más bien  intrascendentes.
Nuestro personaje no dejaba de experimentar extrañeza por tan magros resultados. Pero solía resignarse, porque vislumbraba cierta tolerancia y un dejo de comprensiva lástima ante sus desmedradas representaciones teatrales. Y al final se encogía de hombros, porque a pesar de lo que se olía en el aire, al menos él se sentía más que satisfecho, encantado con sus modestos desempeños.
Pero hubo luego algo imprevisto: un aliciente fuertemente afectivo, que centuplicó el apego fervoroso que Lucientes sentía por sus actuaciones sobre el tablado. En cierta ocasión, a propósito de una representación de esas que suelen palpar el latir de los corazones femeninos, le tocó la suerte de contar como pareja romántica a una bella jovencita rebosante de ingenuidad adolescente, de la cual no tardó en enamorarse  perdidamente, agradeciendo a Dios y a los ángeles el designio de haber dispuesto que tan deseable beldad lo acompañara como copartícipe de todos sus ensueños.
Iris, cuyo era el nombre de su pareja, le fue presentada como hija de un matrimonio de actores que trabajaban con exitoso desempeño en la misma compañía de teatro. Junto con la vocación por las tablas, la muchacha había heredado de su madre cierta exótica belleza de estilo notoriamente morocho, por su blanca tez y sus ondeados cabellos negros, pero con la feliz pincelada de unos límpidos y resplandecientes ojos verdes llenos de simpatía y de ternura. De cuerpo fino y de movimientos garbosos, poseía la figura femenina ideal para el desempeño de roles aptos, tanto para las delicias románticas como para los desenlaces trágicos.
Fernando Lucientes no pudo dejar de experimentar el fuerte impacto emocional con que Iris lo marcó desde su primera presentación en escena. De solo verla con su mirada hechicera demandando ante él un amor dramáticamente mentido, su espíritu soñador, renegando del subterfugio de la trama, se sentía auténticamente vencido por la pasión que lo embargaba, y en las alas del ensueño teatral, remontaba los espacios siderales de la pasión más briosa y profunda, nutrida por sus románticas quimeras.
Fue la inesperada ocasión en que aquel actor, subestimado como oscuro e insulso, alzó su desempeño dramático a las cumbres del arte escénico, y no pudo menos que hacer estallar en espontáneos y prolongados aplausos al público asistente y no conforme con ello, mediante aclamaciones y palmoteos, logró finalmente lo que nunca había alcanzado e disfrutar: la reiterada aparición junto a Iris, a fin de recibir del público la cálida recompensa  por su brillante actuación. Su vida se había elevado al más intenso sueño de amor teatral jamás imaginado
Fue así como de la noche a la mañana nuestro zarandeado personaje, impulsado por las potentes turbinas de sus ardientes ensueños, ascendió desde los sórdidos despeñaderos del desprestigio actoral hasta las cumbres más empinadas de la fama, otrora descartadas por él como imposibles.
Concentrado de lleno en el portentoso hallazgo del amor durante el sublime sueño de la actuación dramática, se entregó en un comienzo a vivirlo unilateralmente, durante el desarrollo de cada una de las presentaciones, como un Quijote alucinado por el quimérico sueño de su Dulcinea, sin la menor necesidad de incrementar su prestigio de galán romántico…
Pero llegó el día en que los latidos del corazón lograron hacer palpitar los laberintos de su cerebro: “–Si llego a conquistar el amor de mi Iris, tanto dentro como fuera de la actuación teatral, ¡nuestros sueños alcanzarán en el escenario el clímax de la  felicidad que hasta hoy no hemos logrado compartir!
Y no se encontraba alucinado por estar especulando sobre sueños imposibles. Como es sabido, se pueden contar por decenas los romances, que tanto en el teatro como en el cine, se han urdido entre un actor y una actriz, que primero simularon diversos idilios en los escenarios y más tarde aparecieron ante el público encantados por el amor auténtico que llegó a florecer entre ellos… Ejemplo: la pasión desbordante que surgió por largo tiempo entre Richard Burton y Elizabeth Taylor… ¡Y para muestra basta un botón!
Fue así como llegó el momento de concretar su impetuoso designio. La ocasión se presentó a raíz de la última aparición en escena de “Amor sobre el trapecio”, que era el título de la obra en que se presentaba a un dúo de acróbatas que habiendo roto su compromiso sentimental por un disgusto de celos baladíes, daban fin a la exhibición circense con un apasionado beso que, puestos de pie sobre el trapecio, sellaba la reciente reconciliación con una renovada promesa de amor eterno…
En el último minuto Fernando Lucientes resolvió salirse del texto original, intercalando antes del happy end la siguiente frase: “– ¡Iris, amada mía, yo te quiero hasta el mismo cielo, mucho más allá  de esta escena teatral con que, según el libreto, acaban nuestras vidas...! Y tembló de emoción cuando llegó el momento cumbre, ante un público igualmente conmocionado.
Fernando e Iris, además de extenuados por el prolongado trabajo escénico, se sentían profundamente conmovidos por tan feliz desenlace, que ciertamente era no solo dramático, sino que también  para ellos muy genuino.
Y sobrevino el esperado encuentro amoroso que coronaba el final de la brillante actuación ante aquella sala atestada de público.
No bien se encontraron las bocas, cuando ambos actores oscilaron como una pareja de ebrios sobre el trapecio y confundidos en un estrecho abrazo mortal, se precipitaron al vacío, desde unos doce metros de altura hasta el compacto tablado del teatro.

Una sucesión de histéricos gritos de horror suplió al estruendo de los aplausos.

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