lunes, 16 de enero de 2012

Mujer de poca fe. [Félix Pettorino]

       Galva volvía hacia su cerro mientras el sol se degollaba en el filo del mar. Las estrellas del anfiteatro porteño empezaban a reflejarse pálidamente en un cielo todavía claro.

       Era más temprano que de costumbre. Cierta extraña ansiedad lo hacía ascender tan presto como se lo podía permitir su casi medio siglo a cuestas. Se le notaba la barriga un tanto combada y el pelo ceniciento raleando en la coronilla. A paso firme, oprimiendo en el puño derecho una minúscula pelotilla de papel, se internaba sudoroso por entre los empinados laberintos que lo conducirían a su hogar.

       Abajo, a sus pies, el mar aparecía surcado por los reflejos de una tarde moribunda. Algo secreto de su lomo espumoso se olía en el aire.

       Y Galva subiendo, siempre subiendo, entre vueltas y revueltas, cada vez más encumbrado y etéreo, cada vez más cansado y feliz.

       Había logrado vender - sólo Dios sabe cómo- uno de sus paisajes, nacido entre un puñado de puentes y escaleras disueltos por la arquitectura y el tiempo.
(*) Primer Premio en “Valija Cultural” de“El Mercurio de Valparaíso”, año 1993.

       Las lenguas furiosas del viento seguían barriendo y levantando hojas, papeles, faldas y pájaros en medio de la bruma vespertina, mientras el horizonte cambiaba sus rojos arreboles por violetas marchitas.

       Vestido ya con el opaco traje de crepúsculo, arribó, por fin, al ranchito de madera, cuyos ennegrecidos ventanucos emitían vibraciones tornasoles hacia todos los contornos, como una de las tantas estrellas de la noche naciente.

       María, su mujer, encinta de cinco meses, lo esperaba sentada sobre el catre, con la vista clavada en una imagen de la Virgen de Pompeya, mientras apretaba con devoción, entre sus yemas arrugadas y endurecidas, las negras semillas de un rosario hechizo.

       La débil claridad interior se iba extinguiendo poco a poco, a medida que se inflamaba umbrosa la oscura piel de una noche sin luna.

       Galva entendió que él de algún modo estaba presente en los apacibles bisbiseos de su conviviente, pero no dijo nada. Ella, como de costumbre, temía que su hombre anduviera en malos pasos. Pero el pintor sólo atinó a insinuarle un fugaz ademán de simpatía, con el brazo a medio alzar, que ella apenas contestó con una triste sonrisa, sin dejar de oprimir las cuentas de su rosario.

       - Rezo para no quedarme dormida - se excusó ella casi en un susurro.

       Por toda respuesta, Galva se zambulló sobre el lecho cuajado de almohadones y rodeó gran parte de la cintura de su mujer hasta hacerla gritar, mientras el rosario se le escabullía por la falda para ir a dar al suelo con un ruidecillo como de protesta. La recostó casi con fiereza sobre la almohada de funda blanda bordada y le estrujó los labios contra los suyos, como si estuviera más hambriento de amar que de comer. Y ella se dejó hacer con ásperos quejidos de ternura.

       De pronto, como acordándose de algo, la sentó con suavidad en el catre crujiente y, con rápido giro, volteó el brazo y arrojó la pelotilla de papel sobre el delantal floreado de la embarazada. Luego salió a orinar a la luz de las estrellas. El puerto bullía abajo, entre murmullos y centelleos.

       María manoteó en su regazo y sobre la cama hasta dar con el escurridizo proyectil. Y procedió a desenvolver el papelucho a la luz de la vela, frunciendo el entrecejo a medida que lo iba despegando. Era un billete verde con un uno y tres ceros en cada esquina. A primera vista, parecía una simple luquita, pero no: ¡era un billete gringo!

       Al volver Galva a la habitación, encontró a su mujer intrigada y expectante, exhibiendo el retazo de papel como si fuera la prueba de un delito.

-        Por lo que veo, ahora te estay encontrando plata en la calle...

       El hombre se echó a reír nerviosamente.

-        ¿Eso es lo que tú creís...?
-         
       El billete se retorcía como estropajo entre los dedos de la mujer.

-        Y entonces ..., ¿qué otra cosa podría haber pasado?
-         
       Galva quiso disfrutar un poco a costa de la curiosidad femenina:

-        ¡Adivina, gordita!

       ¿Y qué voy a adivinar, cuando los dos ya sabimosque es una lechuga yanqui?

       Claro, pus, mujer - subrayó él. - Y nada menos que mil verdes. Como pa salir al tiro de todas las calillas.

       Pero ella, bruscamente alterada, no quiso saber más. Y partió rumbo a la cocina, con la cara vuelta a la pared, mientras él la seguía con la vista. El billete quedó abandonado sobre la cama.

       Galva permaneció pensativo durante un rato. Con ese papel arrugado se solucionaba un año entero de penurias. Miró las paredes tapizadas de decenas de acuarelas que no había podido vender.

       Luego se levantó con calma, cogió el billete y lo introdujo cuidadosamente aplanado entre la crenchas de un grueso libro negro (seguramente la Biblia) que reposaba sobre el velador. Hecho lo cual, se dirigió presuroso a la cocina, un cuartucho cuya débil luz se proyectaba en dirección al mar por un ventanuco que titilaba hacia afuera, como ojo con tic nervioso.

-        ¿Y los chunchules? - preguntó él no sin cierta ansiedad.
-         
       Los terminamos de comer anoche - apuntó ella con frialdad, mientras ponía sobre la mesa, frente a Galva, un plato blanco de fierro enlozado lleno hasta el borde con una sopa aguachenta sobre la que flotaba una presa de merluza y un par de papas.

       Debe ser por eso que he andado medio revuelta de tripas y con el crío adentro pateando como caballo de puro hambriento.

       El, como si no la escuchara, se puso a cucharear con avidez.

       María lo observaba de reojo, como tratando de descubrir en los ademanes de su pareja algo que le revelara el misterio de ese rugoso billete verde, asociado a la bolsa negra, al narcotráfico y al bandidaje más vil. Cientos de películas yanquis así lo demostraban.

       Pero, mimosa al fin, se puso a juguetear con los pies desnudos bajo la mesa hasta dar con las piernas del hombre. Olía a ajos y a cebolla.

- ¿Es cierto, Galva, que te lo encontraste?

       - ¿Encontrarme qué...?

       - El billete de dólares ese ... ¿Qué otra cosa iba a ser?

       El pintor se rascó la cabeza. Después de unos segundos, haciendo un esfuerzo por vencer el obstáculo de las palabras precisas, trató de explicar:

       - ¡Ah! Eran los dólares ... Ahora que estoy más tranquilo, puedo decirte que ... que ... (Vaciló un poco: ¡era tan increíble lo que tenía que comunicarle a su mujer!)... ¡vendí un cuadro!

       María retiró instintivamente el pie descalzo del muslo de su hombre y, mientras le clavaba inquisidoramente la mirada, le espetó con desconfianza mal disimulada:

       - ¿Un cuadro? ¿Cuál?

       Galva se sintió acosado y minúsculo, como en un interrogatorio policial. Después de un silencio que a María le pareció interminable, logró sacar la voz. Estaba confundido, no sabía bien por qué.

       - Es esa tela del ascensor Polanco, la del puente aéreo y la torrecita como dedo apuntando al sol, con un cucurucho triangular encasquetado arriba ... Ese cuadrito con pañuelos al viento que parecen volantines ... ¿Te acorday, gordita?

       La mujer se limitaba a observarlo, entre atenta y recelosa, mientras tamborileaba distraídamente con sus dedos regordetes el hule descolorido de la mesa, que temblaba levemente al ritmo de los golpes. Y cuando Galva terminó su parlamento, le recordó en voz bajita:
       - Ninguno de tus cuadros los habíay vendido en tanta plata, amor.

       El pintor enrojeció hasta el cabello. Demoró en hablar. No se podía saber si su sonrojo era por rabia o por vergüenza.

       - Es que ... como uno es pobre y desconocido, vos sabís, está obligado a vender sus telas a huevo ... Así deben haber empezado los grandes, como Dalí, Picasso o Pacheco Altamirano, pero hay veces que ...

       Fue interrumpido en seco.

       - ... ¿“Empezado” dijiste? O sea, tal cual estay tú ahora. ¿Cómo entonces se explica que pudieray vender tan caro el cuadro ese...?

       - ¡Espera, mujer! ¿no te podís imaginar que de repente aparece la persona que es capaz de apreciarlas en lo que realmente valen?

       María movió la cabeza con escepticismo.

       - ¡Quizá! Tendría que ser un milagro no más ...
Galva, algo amoscado, se apresuró a argumentar:

       - Parece que no sabís, mujer, que tantos pintores, como Picasso, Miró y el mismo Pacheco Altamirano murieron ricos Más de alguien tiene que haber reconocido el arte de sus pinturas, digo yo ...

       - Sí, gordito. Alguien culto ... y también con plata.

       El hombre sintió el sarcasmo, pero no se desarmó.

       - Eso fue justito los que les pasó a esos pintores millonarios, y bien millonarios pa que sepay.

       María se puso a hundir la uña del índice hasta descascarillar el gastado hule de la mesa.

       - Yo lo digo por ti, y no por ese tal Pacheco Samaritano o como quiera llamarse ... Así es que te pido que me contís al tiro cómo fue que te conseguiste esa plata.

       Luego hundió la cabeza entre las manos y estalló en sollozos, aplastando con fuerza la nariz contra el hule, como para hacerse daño.

       Galva, pálido como papel, bajó los brazos, desanimado. Era la primera vez que presenciaba el llanto de una mujer embarazada por él mismo. Con los pasos temblorosos de un recién declarado reo, se encaminó hasta la cocinilla vaheante de vapor y procedió a prepararse su acostumbrado tazón de té puro, lanzándole un vacilante chorro de agua hirviente desde la tetera. Envuelto en albas brumas, expresó sus quejas:

       - Sabís muy bien que nunca le hey robado un peso a nadien, menos todavía dólares a los turistas ... Yo sólo pinto y vendo mis acuarelas por la calle. Tengo permiso municipal. Y no soy ningún punga de esos. La platita que te traje el mes pasado era de otro cuadrito, uno aéreo tomado desde el cerro Conce, con el reloj Turri y el molo al fondo, así es que, por favor ...

       La mujer levantó la cabeza desgreñada y con el rostro sucio de lágrimas, replicó entre gimoteos:

       - ¡Pero esos eran apenas cuatro mil ochocientos pesos! Los mil dólares son otra cosa, vos lo sabís mejor que yo ...

       Luego, bajando la voz:

       - ... Y yo no quisiera que usted, mi amor, se metiera en líos, menos ahora ...

       Las últimas palabras, suaves y dulces como trinos de pájaros, suavizaron la amargura del hombre. Armado con su tazón floreado, se dirigió a la mesa, se sentó con estudiada calma y le confidenció:

       - No te preocupís, mujer. Para nada. Te voy a contar cómo fue la cosa.. Yo estaba con mi exposición de acuarelas en la calle Valparaíso, entre Echevers y Quinta ..., tú sabís, ese puesto que me conseguí con los cabros pintores que muestran ahí sus telas a los turistas. En eso pasa una pareja de veteranos,-en el “Andrea Doria” me dijeron que venían-, gringos parecían por el modo de decir pintuga y, sin palabrear más de la cuenta, me pasaron el billete verde por el cuadrito que más les gustó. Yo se lo recibí, creyendo al principio que era una pura luquita, y lo guardé pa que no fueran a arrepentirse, porque casi al tiro me di cuenta que podían ser dólares, aunque no tantos.

       Y antes de que los viejitos volvieran, me las envelé pa acá más que corriendo... ¿Qué te parece?
La mujer lo miró con frialdad.

       - ... Que los gringos se equivocaron. O sea, que confundieron un billete de los de ellos con una luca chilena. A mi modo de ver, vos tendríay que hacer las averiguaciones pa devolver ese billete, porque es re mucha plata, y mal habida pa más remate.

       - Si no son más de trescientas lucas, mujer ... ¿Y qué es ese molido pa los malos vientos que corren por estos lados? Nos servirían pa puro salir de las calillas no más ...¡Y eso!

       - De todos modos, gordi. Acuérdate de que son dólares. No hay más remedio que devolverlos, cuanto antes mejor ... Y que esos gringos del Andrea Doria te los cambien por platita chilena. Ahí sí que variaría la cosa...

       Galva apuró azorado unos tragos del negro brebaje que había preparado. Descortezó un buen trozo de pan y, todavía con hambre, se lo echó al coleto.

       La mujer creyó urgente volver a la carga.

       - Vos me dijiste que son del Andrea Doria, ese barco grandote pintado de blanco que vimos entrar antenoche a la bahía. Venía cargado de turistas. Yo creo que va a ser bien fácil ubicarlos, así que sería bueno ir...

       - ¡Ajá! ¿El Andrea Doria?

       - ¡El mismo, pues, Galvarino ...! ¿Y cuál otro podría ser? ¡No te hagay el leso conmigo!

       Entonces quiere decir que Dios está de nuestra parte, gordita. Échate una luqueada por la ventana.

       El Andrea Doria ya va saliendo del puerto, con todas sus luces prendidas.
María corrió hacia el ventanuco. Pegó la nariz en el vidrio cagado de moscas.

       Parece, Galva, que ya no hay caso...

       -¡Claro que ya no hay caso, mujer de poca fe!

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