domingo, 15 de enero de 2012

Un idilio adolescente de antaño [Félix Pettorino]

Era el inicio de la década de los años 40, en pleno siglo XX, en que aún reinaban los aires románticos del vals y del bolero y los juegos infantiles del emboque, el trompo, el luche y la payaya.

Felipe de 16 y Aida de 14 eran por vez primera vecinos colindantes, en la ciudad de Antofagasta, la otrora capital del salitre, industria que todavía operaba con cierto éxito relativo, aunque ya en franca decadencia. La familia del Felipe hacía poco que había llegado a la vecindad de la casa que habitaba la de Aída.

Ambos eran estudiantes que, hacía unos tres o cuatro años, habían abandonado la enseñanza primaria. Pero se encontraban en vacaciones veraniegas, lo que les permitió un contacto, al principio a la pasada y luego mucho más asiduo y cercano, estimulado por los cotidianos paseos a los Baños Municipales, en el casi extremo meridional de la ciudad.

Junto al grupo de hermanos, parientes y amigos habían logrado sellar una amistad con expectativas de mayor duración, gracias no solo a la estrecha vecindad en que vivían sus familias, sino (como acabamos de sugerirlo) a la tentadora presencia de las hermosas playas que brindaba el mar Pacífico en esa bella región del Norte Grande.

Solían levantarse de alborada, a eso de las 5 de la mañana, con el sol rutilante arriba y el aire puro respirado a pleno pulmón. Solo faltaba la caricia de la espuma entre el tibio oleaje de las aguas marinas, justo en el cálido, aunque no tropical, meridiano de Capricornio.

Y una vez reunidos en una apiñada docena, partían jubilosos a pie, desbordando un incontenible entusiasmo y la siempre graciosa jocundidad de sus años mozos, mientras avanzaban charlando y entonando himnos y canciones de moda, rumbo al teatro natural de sus expansiones adolescentes, de cara a la plácida bóveda celeste y al agitado depósito azul de las veleidosas ondas del Pacífico.

El mar los esperaba con la ruidosa acogida de su oleaje, avanzando de tanto en tanto con sus albos escuadrones en formación efervescente, a la vez que les brindaba una generosa invitación a sumergirse y a disfrutar de la vida juvenil, acariciados por un hervidero acuático de burbujas y de rizos bailarines.

Era un ambiente propicio para entrar ocasionalmente en contactos físicos y a soñar un poco con el despertar del amor núbil a flor de piel.

Aída, en apretado traje de baño, lucía notablemente más atractiva que con sus vaporosos vestidos de gala. Al impulso saltarín de las olas, agitando con gracia sus bronceados brazos y sus bien torneadas piernas, se veía como un ángel presto a alzar un vuelo que nunca se iniciaba de verdad sobre el manto de espuma que la rodeaba. Felipe la contemplaba extasiado desde lejos y a veces se acercaba galantemente para cogerla de las manos y bailar con ella sobre las olas, a la vez que de cuando en cuando advertía cómo espontáneamente se le mostraban sus perturbadores dones de hembra en flor. Había momentos en que Aída perdía el equilibrio y Felipe acudía presto a asistirla oprimiéndola entre sus brazos, rozando fugazmente sus labios sobre algún suave sector de la piel de su amiga, humedecida en agua y en sal. Era el instante glorioso en que empezaba a insinuarse en Felipe una nueva y extraña sensación de goce que nunca antes había experimentado.

Había en ese excitante afloramiento algo que Felipe sólo vagamente intuía: el despertar de la Naturaleza procreadora a través de su amor adolescente por toda una hembra de carne y hueso, dotada de lo que él percibía como de una extraordinaria hermosura…

Las sensaciones de Felipe, transmitidas sin palabras, a través de fugaces toques y miradas, no dejaban indiferente a la bella Aída. Por el contrario, la respuesta eran sus ojos soñadores y sus continuas sonrisas dispensadoras de una alegre coquetería que invitaban inconscientemente a algo más íntimo o acaso más prolongado en el tiempo.

Pero la timidez propia, no sólo del carácter, sino de la precaria edad de Felipe, no le permitían manifestarse con una respuesta realmente clara y proactiva, como diríamos que se estila hoy… Había en aquella época la bien arraigada costumbre, al menos en ciertas familias de jovencitos educados en una urbanidad y religiosidad que hoy estimaríamos como “extrema”, de actuar con precaución y pudor en estos casos, ya que hasta una simple mirada hacia una parte erógena de la mujer podía llegar a ser estimada como un acto deleznable, calificado por el confesor de turno como un “pecado”, al menos venial, según la duración y la toma de conciencia de tal acto.

Y esa, y no otra, fue la causa que llevó a Felipe a no ser categórico, a no responder como varón, de inmediato, tanto verbal como físicamente, ante las expresivas respuestas de su pareja. Pero eso no le impidió continuar con aquella relación equívoca que tenía con Aída, su vecina y continua compañera de juegos, tanto a la orilla del mar como de la calle, frente a su casa, en los continuos paseos y reuniones entre vecinos…

El idilio en vías de desarrollo no quedó sin pasar inadvertido por la madre de Felipe, quien, cuando el muchacho menos se lo imaginaba, citó a su hijo a mantener una “seria” conversación en la sala del elegante chalet en que moraba la familia del jovencito.

Felipe acudió presto y algo preocupado al llamado materno, que empezó a intuir como “severo” y vagamente relacionado con su bien exhibido comportamiento con Aída, la niña del vecindario…

Y ciertamente así fue. La primera pregunta de la madre fue directa y “sin anestesia” alguna:

–Dime, Felipe, algo que yo quiero saber: ¿qué clase de relación tienes tú con esa chica morena del vecindario?

El muchacho, algo inseguro, pero haciendo fuerzas de flaqueza, contestó:

         –¡Se trata simplemente de una amistad… ¡Somos amigos!

         Pero esa vaga contestación no podía satisfacer a la madre de Felipe. Con una muestra de mayor severidad, marcada en una voz tajante y en la dura fijeza de su mirada, le manifestó claramente sus temores:

         Te he llamado para que me confieses de una vez qué clase de amigos son… Los he visto continuamente muy juntitos, como una pareja de tórtolos, lo que me hace pensar que “estás pololeando” con ella… ¿no es así, Felipe? ¡Dime la verdad, hijo mío!

         El chiquillo, esquivando el adusto ceño de su interlocutora, se atrevió por fin a contestar:

         Pololeando, lo que se llama pololeando, no; aunque sí confieso que me gusta la chica, se aviene harto conmigo, es muy buena para conversar y, en general, la encuentro bastante simpática… ¡Nada más!

         No bien había terminado de hablar, cuando su progenitora alzó con firmeza el brazo derecho para luego agitarlo reiteradamente con el índice alzado dirigido una y otra vez a Felipe, a la vez que le advertía con voz resuelta y concluyente:

         ¡No quiero verte más en compañía de esa muchacha! Pertenece a una familia de gente rota y de escasa cultura. Basta mirarle el cuello lleno de “piñén” a la madre y los pantalones sucios, hilachentos y sin planchar del viejo borracho con el cual esa mujer está conviviendo…

         Felipe, con los ojos bajos, puestos en otra parte, se retorcía las manos de desesperación y quebranto mientras su madre se desahogaba en  hirientes amonestaciones.

         Pero una vez que ella terminó su perorata, él sacó fuerzas de flaqueza y mirándola fijamente a los ojos, le contestó presa de una rabia extrañamente mezclada con un respetuoso espanto:

         ¡Pero, mamáaa…! ¡Si es una amiga nomás..! ¡Cómo no me vas a dejar salir con ella y con los demás vecinos rumbo a la playa…! Te juro que no he hecho nada malo con Aída, que se ha portado siempre tan buena conmigo, igual que con todo el mundo… ¡Te juro que somos solo amigos!, te insisto en que somos nada más que amiiigos!

         Ante tal “confesión”, la madre creyó oportuno poner término definitivo a la conversación:


         ¡Mañana mismo parte “usted” con su hermano Jorge a vacaciones por 30 días rumbo a las colonias que ha organizado el comandante del Regimiento Esmeralda! ¡Y ni una palabra más!

         Felipe se retiró dolido por aquel golpe de autoridad que le cerraba de modo absoluto toda posibilidad de acceder al amor de Aída, especialmente cuando durante el mismo día él había resuelto enviarle a su dulce prenda una cartita romántica para dar comienzo ¡por fin! a su primer pololeo (con la tierna esperanza de que fuera el único). Pensaba aguardar con mucha fe el anhelado sí de su doncella para disipar de una vez, con golpe maestro, toda aquella monótona vida de liceano sin  horizonte que llevaba a cuestas, pues pesaban en su mente muchas interrogantes acerca de su incierto futuro.

Y partió lagrimeando en dirección a su cuarto, donde poseído de un arrebato inaudito, abrió el cajón de su escritorio de estudiante, cogió la carta, la arrugó en una pequeña bola, que de inmediato besó con violenta amargura y luego corrió hasta el excusado donde, después de oprimirla nuevamente contra sus labios, la arrojó con exasperación y tiró la cadena, hecho lo cual la solicitud de “pololeo” desapareció para siempre, tanto en la realidad de su triste vida como en sus sueños imposibles de adolescente.

Aunque a estas alturas resulta inútil reproducir aquella ilusionada declaración de amor, y solo para satisfacer la natural curiosidad del lector, la proposición contenida en la frustrada misiva era del tenor siguiente:

Aída, amiga mía muy querida: Te escribo la presente nota para solicitarte tan humilde como cariñosamente que decidas empezar a pololear conmigo.
A medida que pasan los días me he ido convenciendo, querida amiga, que te amo de verdad. ¡Has sido mi consoladora y feliz compañera durante toda esta primera temporada de verano, en la que nos hemos bañado y disfrutado tantas veces junto al mar, siempre tan contentos, y donde he podido admirar y adorar tanto tu irresistible belleza, como tu cordialidad y  simpatía, que han sido únicas, en verdad, para mí.
Dime, dime que sí, amada Aída. Te juro que te haré tan feliz como me lo den mis fuerzas para amarte más que a nadie y por toda una vida. Te besa anticipadamente, con gran  pasión, Felipe, tu compañero de juegos.

         Pero la suerte ya estaba echada.

Al día siguiente tuvo que levantarse de madrugada junto a Jorge, su hermano menor, quien pese a su obstinado silencio, no cesaba de preguntarle qué había pasado con Aída, la inseparable compañera de juegos  y de travesuras junto al mar… Era un niño muy avispado y ya seguramente sabía algo de lo que había sucedido con la mamá ante el frustrado proyecto romántico de su hermano.

         No cabe, por supuesto, detenerse en estos momentos para contar los incidentes vividos durante la colonia veraniega realizada junto a una treintena de muchachos y muchachas en el Regimiento Andino de Calama. Para Felipe su felicidad había acabado justo con la iniciación de este ominoso viaje. De la noche a la mañana, su andar seguro y juvenil se había transformado casi  en el de un anciano, apenas comía, para él no había otra ocupación aceptable que la operación clandestina de grabar una gran letra A atravesada por una flecha en cada tronco seco, o aún en las escasas tierras húmedas que encontraba a su paso, en su deambular por los linderos ribereños del río Loa, donde se asomaban abrasadoras las áridas estepas calameñas…

         Su hermano Jorge trató de reanimarlo con el consuelo de que los 30 días pasarían mucho más pronto de lo imaginado y que él, como muestra de solidaridad fraternal, le prometía que a la vuelta de ese tedioso paseo, se comprometía a hablar con la mamá para convencerla de que, así como a él lo había dejado pololear por tres veces seguidas, primero con una muchachita del Liceo de calle Bolívar, luego con una vecina de la población donde habitaban los gringos y, por último, con una croata del pelo platinado, ¿cómo no podría aceptar el inocente primer pololeo de su hermano mayor con la bella Aída? Y que él se preocuparía de cuidar tanto la felicidad de ambos pololos como la fidelidad de aquella niña amada por Felipe… Y que este se consolara de una vez por todas, ya que –bien pensado el pololeo no era otra cosa que una simple “prueba al de por ver”, que casi siempre duraba bastante poco, y que no había que tomarlo tan a serio como lo había hecho la viejita…

         A lo que Felipe le replicaba resueltamente: ¡No, hermano Jorge, no! A Aída yo la quiero para siempre. ¡Es algo que he tomado muy en serio, contrariamente a lo tú que me estás proponiendo…!

         ¡Entonces…, contestaba Jorge en son de broma:  ¡Ahí sí que no hablo ni una sola palabra con la mamá y tú, por huevón, te vay a ir cortado, y  vay a perder para siempre a esa preciosa chiquilla!

         Bien, para no prolongar más de la cuenta esta historia, agregaré que una vez que acabaron las famosas colonias veraniegas, ambos jóvenes, a mediados de febrero, descendieron del ferrocarril FCAB en la anhelada la estación de Antofagasta, con la mente resuelta a reiniciar lo antes posible sus respectivas andanzas amatorias: Jorge, con su grácil croata de pelo platinado; y Felipe, con la urgencia de reescribir su carta declaratoria de amor y la esperanza de inaugurar ¡por fin! el idilio truncado por aquel fatídico úkase materno…

Pero ¡de qué esperanza estamos hablando!

Pues, de una expectativa “oleada y sacramentada”, ¡definitivamente muerta!, ya que la bella Aída, más urgida de un amor que lo supuesto por ambos hermanos, se encontraba en esos momentos pololeando con un joven de 6º año de Humanidades del Liceo de Hombres de la Perla del Norte. Según averiguaciones del diligente Jorge, se trataba del hijo de un ingeniero experto en Minería y ya no quedaba lugar alguno para que Felipe imaginara reanudar siquiera una amistad superficial con Aída, a la cual nadie podría acusar de versatilidad, ni tan solo de infidelidad, ya que la interrupción de una relación meramente amistosa  había sido iniciada por este, y no por ella…

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         Pasó un año largo o algo más, cuando por las malas lenguas de siempre se supo que la añorada Aída había suspendido sus estudios humanísticos por estar obligados ambos, esto es, ella y su pololo, a contraer matrimonio civil y religioso a raíz de un tan impensado como repentino embarazo. Esa era la solución que, según las severas costumbres de aquellos tiempos, se estilaba para casos como este.

Ese fue el momento justo en que Jorge le preguntó a Felipe si su madre había tenido o no razón al oponerse a su “proyecto” de pololeo con Aída.

Sin mayores preámbulos Felipe contestó tajantemente que la mamá de ninguna manera la tenía, ya que él amaba de verdad a su aún recordada Aída…,  y que jamás, siendo él pololo de ella, se habría atrevido a “faltarle el respeto”…

 ¿Opina Ud. lo mismo, amigo lector? ¿O está más bien de acuerdo en que la madre, pese a su severidad, demostró mucha sabiduría al hacerlo, como lo ratificaron más tarde los hechos y el espontáneo reconocimiento de su hijo Jorge…?

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