jueves, 19 de enero de 2012

La era de los insectos (De Félix Pettorino)

          Arriba, un humo negruzco y pestilente pugna por colarse al interior. Una figura humana maltrecha y harapienta yace de espaldas frente al minúsculo ojo exterior del pique pululante de coleópteros.

         Los prietos crespones gaseosos retroceden a ratos, enloquecidos, formando rápidas espirales grisáceas y terminan deshilachándose en fugaces briznas blanquecinas.

          *************************************************

         Todo comenzó en Chernobyl, a fines del siglo pasado, dicen que en el 86. Después vino, allá por el 11 de marzo de 2011, el destructor terremoto del Japón, de grado 8.9 en la escala de Richter y su posterior devastador tsunami con pérdidas de varios centenares de vidas y la explosión de las macizas construcciones protectoras de los reactores nucleares en Fukushima, lo cual deterioró gravemente los sistemas de irrigación de varios de ellos y la consiguiente liberación en masa de radiación hacia el exterior, inclusive hacia las costas, cuyas olas embravecidas arrojaban sobre la arena los despojos de todo cuanto el maremoto había arrasado a su paso.


           A pesar de todo, nada parecía aún demasiado inquietante, no solo por el largo tiempo transcurrido para que algo tan eventual como un sismo sucediera,  sino porque se estimó también que la solución futura consistiría en no construir centrales atómicas en países de gran sismicidad o en naciones de una no bien desarrollada tecnología. Además, la fatalidad volvería probablemente a tocar de nuevo a naciones poco preparadas para resistir accidentes nucleares, como había sucedido con  los rusos, tan apegados todavía a su burocratismo, a veces un tanto inoperante, como lo fue en Chernobyl, con una macabra secuela de solo algunos pocos miles de cadáveres, como consecuencia de un error técnico que era ciertamente previsible.


         Como cabe apreciar, los políticos de Occidente seguían muy confiados, según ellos, en sus sofisticados sistemas de seguridad que apelando a su historial de más de cien años, jamás -salvo las macabras decisiones de Hiroshima y Nagasaki  adoptadas estratégicamente en agosto de 1945 para definir de una vez la guerra con el Japón-, no se registraba absolutamente ningún holocausto nuclear, ni siquiera un accidente de menor cuantía que fuera digno de mención.

          Pero no bien había transcurrido un lustro de la susodicha celebración centenaria, cuando sobrevino aquello de Álamo Gordo, en California. La situación parecía algo más preocupante, no sólo por afectar a una superpotencia capitalista cuya avanzada tecnología y activa propaganda universal las habían hecho más confiables, sino porque una nube radiactiva de origen desconocido alcanzó, en cosa de un par de semanas, a las costas de Perú, Chile, Japón y Polinesia. Los muertos subieron esta vez a unos cuatro millones.

          Como si lo anterior no fuera suficiente, lo que ha estado sucediendo, desde hace unos seis o siete meses a esta parte, ha rebasado los límites de lo que cabía esperar. Se trata de una naciente seguidilla de lo que la prensa (para no alarmar) califica eufemísticamente de “medianos accidentes nucleares”, que han alcanzado a enseñorearse por las más diversas y distantes partes de nuestro globo terráqueo: Patagonia, Groenlandia, Manchuria, Sicilia, Alaska, Sudán, Cuba y Jutlandia fueron, entre algunas otras, las primeras zonas afectadas que alcanzaron a ser conocidas por los medios de difusión. Se presumió en un comienzo de que todo aquello se debía a la excesiva expansión tecnológica de las instalaciones de miles de centrales atómicas dispersas a lo largo y a lo ancho de todo el planeta, a fin de sustituir la energía a punto de desaparecer por el agotamiento de casi todas las plantas extractoras de petróleo...

              Después, nada o casi nada se ha sabido con certeza, sea porque prácticamente ya está dando lo mismo, sea porque a poco andar ninguna otra cosa más estuvo en condiciones normales de saberse, a causa de los cortes bastante generalizados en el abastecimiento de la energía eléctrica a nivel mundial. En otros términos: casi todos los lugares del planeta han quedado más que a oscuras durante las noches, con capacidad muy limitada para poner en movimiento o en funciones el aparataje energético sustitutivo (gas, energía solar o eólica, alcohol, etc) de que se abastecen sus habitantes.

                         Lo más irónico de todo (si es que cabe aquí algo risible) es que, según todas las informaciones internacionales de prensa, las Naciones Unidas se encontraban en el punto exacto en el que podían enorgullecerse de haber logrado (¡por fin!) "una paz mundial estable". Los tantas veces trajinados “Pactos de Ginebra” parecían haber fructificado con resultados bastante mejores que los habituales. Se pronosticaba que, gracias al término de la secular y odiosa “Guerra Fría” y al advenimiento de la "Primavera Musulmana", el planeta estaba transitando a paso seguro hacia una real democratización global, con derechos humanos respetados universalmente y sin discriminación por raza, nacionalidad, sexo, clase social, estado físico o mental o edad de las personas. Y más aún, según se aseguraba, ahora sí que el mundo estaría logrando una paz y una prosperidad permanentes, no perturbadas por el peligro de dictaduras, de arbitrariedades financieras, sociales, legales o constitucionales o de conflictos bélicos entre naciones. Estas habían dejado de existir a raíz de le creación consensuada por unanimidad de un gobierno único de carácter global, investido y dotado de plenos poderes constitucionales de administrar y velar por el cumplimiento de las leyes, de legislación bicameral para analizar, discutir y aprobar las leyes y del ejercicio de la justicia universal para todos los habitantes del planeta


           Lo demás, como era de suponerlo, pesaba relativamente poco y era gradualmente subsanable con la ayuda de todos: Ahora los pueblos o grupos raciales desamparados durante siglos podrían contar con la ayuda oportuna y eficiente del resto del orbe. La pobreza y la miseria de unos pocos estaban a punto de desaparecer para siempre de la faz del planeta.

                 Mas, pese a tan buenos augurios de paz y de bonanza para todos, sobrevino aquello, de modo inexplicable, como un tardío o desproporcionado castigo de Dios. El gozoso confort de los países ricos y las siempre risueñas (aunque diferidas) esperanzas de los pueblos pobres, a punto de concretarse en aquel Gran Pacto Mundial, se esfumaron en el aire junto con las primeras ondas invisibles de las pavorosas radiaciones nucleares.

        Se hablaba de “errores técnicos”, de “fallas humanas garrafales”, que bien pudieran haberse evitado con un poco de prevención. Y quedó del todo demostrada la temeridad del hombre al pretender familiarizarse con el misterioso poder del átomo, esa minúscula esferita de energía que Dios plasmó para construir su portentoso Universo, siempre tan distante, y hoy más inalcanzable que nunca, al menos para los humanos.

             Resultó del todo inútil la “alerta roja” permanente que, por orden del Consejo de Seguridad de la ONU, se había impuesto en todas las centrales nucleares del planeta. Los accidentes se reanudaban siempre en el lugar y en el momento menos pensados. Y la prensa mundial, mediante insistentes anuncios de periódicos, radio y televisión, seguía informando que se estaban chequeando, con la mayor prolijidad posible, todas las providencias preventivas de reglamento, de modo que la humanidad podía estar tranquila ...Lo que no se decía es que cada día que pasaba era menos factible utilizar las experiencias para prevenir, atajar o aminorar escapes y explosiones atómicas. La única medida que se adoptó fue la de implantar seguros internacionales de muerte o de catástrofe. Era, en teoría, una excelente medida y un hipotético buen negocio, pero en la práctica ilusorio, pues llegó un momento en que ya casi no había gente que estuviera localizable y viva, o en ánimo y condiciones para cobrarlos.

          Las primeras víctimas entre los que intentaron escapar del desastre fueron curiosamente los que acudieron protegerse en sus bien cimentados y abastecidos “refugios atómicos”. Y quién sabe si fue por la vetustez (no eran escasos los que tenían más de un siglo de construcción) o por algún otro defecto oculto en los más recientes, el caso es que casi todos se encontraban extrañamente contaminados y a punto de inundarse completamente como consecuencia de grietas abiertas al parecer por la actividad sísmica y volcánica que solía acompañar a cada uno de los siniestros nucleares.

          Y ahora, todo lo que se halla sobre la superficie de la Tierra está expuesto a los ominosos efectos de esa nube negra que se anda paseando por allá arriba. No queda otra alternativa que la vida esta, que ya no es vida ni nada ... ¿cómo la llaman? ... ¡ah!, la “sobrevivencia SUB”, donde me encuentro ahora, casi ciego, acezando y transpirando, semicubierto de lodo y pedregullo, grabando estas que creo serán mis últimas impresiones, en el disco duro de un equipo informático aún utilizable que pude localizar entre la inmensa pila de chatarra acumulada al fondo de esta vieja mina abandonada.

          Un amigo (por suerte muerto) me decía que debiéramos dar gracias a Dios de estar todavía vivos, ya que fuimos muy pocos los que por no tener familia ni otros compromisos sociales, atinamos a descender como enajenados por estos tenebrosos socavones, bajo guaridas de topos, serpientes, murciélagos, insectos y otras alimañas, a varios centenares de metros de profundidad, guiados solo por un irrefrenable espíritu de conservación.

               En esta apestosa caverna apenas si he podido encontrar uno que otro hilillo de agua turbia para beber y, a falta de otra cosa, algún bulbo amargo y raquítico o un pataleante animalejo para devorarlo crudo.

             Ya no me queda más remedio que aguardar con resignación el instante en que habrá de caer, desde la penumbra rocosa de allá arriba, la última porción de materia radiactiva que cubra por completo este absurdo agujero... 


         Pero, antes de terminar, quisiera dejar grabado en este testimonio final, por si quedaran algunos sobrevivientes que pudieran utilizar la naturaleza sin destruirla... ¡Creo que me estoy volviendo loco...! ¡Sigo fraguando tonterías y perorando en el engañoso lenguaje de la necedad humana!


         De todos modos, como ya nada importa, lo que está saliendo de mi boca, lo he hecho únicamente para matar el tiempo, a sabiendas de que no reportará ningún beneficio para nadie. Y he llegado a darme cuenta de que lo he hecho y lo hago porque me está sirviendo para aliviar, siquiera como un autoengaño, la aterradora tensión de estas últimas horas (¡rectifico!), de estos últimos momentos que me restan para lo que ya no tiene remedio ni salvación posibles.

          Vislumbro algo extraño, como si se tratara de un secreto celosamente guardado, como si todo lo que ha sucedido y está ahora sucediendo hubiera sido cuidadosamente planificado (¿por ¿Dios?) (¿o por una astuta especie evolucionada de animalejos diminutos: ¿ratas?, ¿insectos?, ¿bacterias?, ¿virus?), en un macabro desquite por el fatuo y cruel “poder” de los que nos hacíamos llamar "seres racionales".


             No sabría cómo explicarlo, pero se han descubierto finísimas fisuras en la roca y en el hormigón de las centrales, reactores y refugios nucleares, y ahora mismo, en este escondrijo ..., siento que se está filtrando la radiactividad a borbotones, me dan algo qué sospechar, cada vez lo estoy viendo más cla ... cla ...

           Un halo rutilante de visos violáceos ilumina con leves parpadeos la faz cetrina del cuerpo yacente.

          Hacia lo alto, en la superficie y sobre la superficie, conglomerados gigantescos de insectos terrestres y voladores, inmunes a la radiación, se disputan furiosamente las múltiples sobras orgánicas de aquella macabra hecatombe nuclear.

No hay comentarios:

Publicar un comentario