domingo, 8 de enero de 2012

Breve historia de una vocación [Félix Pettorino]

Mi vida, siendo verosímil, es más bien rara, o más gráficamente diría yo que chocante y anómala, como lo acredita la cruda realidad que pese a los años transcurridos, aún estoy viviendo....

Acá, donde me hallo, por ejemplo, reina un hacinamiento, un desorden y una furia no siempre contenida que muy bien se entrelazan para hacer de este lugar aquel infierno que anula todo lo que  inocentemente me inventé en las etapas iniciales. Y de modo bastante cruel me enseñan a cada momento que, pese a nuestros designios, la ley suprema de la historia es el cambio radical, y no siempre para bien, como suelen engañarnos nuestras fantasías.

Y aunque ya es tarde para pensar que es preciso precavernos de ese fatídico juego al adoptar decisiones que acostumbramos materializar “para siempre jamás”, podría ser útil para otros tener muy presente que muy poco de lo que habíamos planificado realmente sucede. Bastaría observar, por ejemplo, el atroz desenlace de muchos matrimonios que se disuelven en un aborrecimiento sempiterno, los bien planeados proyectos financieros fracasados y perseguidos por la justicia o el final trágico de aquellos oficios a que ha osado apostar la insegura vocación de los soldados de una causa.

Siendo un niño aún infante, tuve una abuelita muy devota, que obnubilada de algún modo por el divino don de la fe, parecía identificarme con un angelito tipo querubín o ¡quién sabe!, si acaso con el mismísimo niño Dios. Pero…, ¿qué he dicho? Debo acusarme de soberbia al haberme sobrepasado atribuyéndole tamaño sacrilegio mental. ¿Estaré hoy pagando ese pecadillo o el de mi abuela?

No había tarde en que después de haberme auxiliado eficientemente observando mis inquietudes de novato en materia de letras y dígitos en un áspero juego de abalorios poco comprensibles para mi edad, me tomaba de su mano de madre ya jubilada para conducirme a la iglesia donde solía recrearse en uncida oración con el Ángelus, ese para mí incomprensible misterio de la encarnación de Cristo (¡cosa más extraña!) en el “vientre  inmaculado de María Santísima”, según palabras textuales de mi abuela…

¡Cuánta nostalgia estoy sintiendo yo ahora al evocar esas candorosas imágenes de mi infancia!

Los viajes a la Casa del Señor se repetían crepúsculo a crepúsculo, como si se tratara de una serial televisiva de capítulos idénticos, donde lo único que podía cambiar era el color de la casulla del oficiante, ya que hasta los (para mí) ancianos feligreses eran constantemente los mismos, acomodados uno a uno exactamente en sus sitios de todas las tardes… Escenas para mí monótonas y hasta tediosas, pero nunca tan duras de soportar como los días y sobre todo las noches de este averno humano en que me hallo condenado, al parecer para siempre.…

Aquellos eran otros tiempos. Los niños “tenían” que ser, más que obedientes, sumisos como corderos en cuanto a las decisiones de sus mayores. Noto que mi modo de pensar ha cambiado radicalmente con los años, pues siendo niño me imaginaba que a pesar de esa especie de oprobiosa servidumbre infantil, yo (acaso como cualquier otro chico) era una especie de “mascotita” muy amada por lo tierna, dulce, humilde y dócil de llevar a cualquier sitio adonde los adultos de la familia quisieran conducirme. Se daba por sabido que todo era para el bien de la “criatura” que en este caso era yo…

Ahora, ya en la obligada madurez del espíritu, siento por primera vez que casi toda mi vida no he sido otra cosa que un real esclavo. Y no es ninguna mentira, porque hasta hoy sigo siendo tratado día y noche como tal.

Pero volvamos a mis masoquistas achaques infantiles… Pese a todo, logran despertar en mí cierta agridulce nostalgia.

Tanto se repitieron aquellos viajes del hogar al templo y luego del templo al hogar, que era como para imaginar que la vida era básicamente eso: un “amaestramiento” de los niños por los mayores, donde la llamada “educación” o el siempre tedioso aunque útil aprendizaje no eran otra cosa que elementos complementarios.

La deseducación que estoy viviendo en esta mazmorra no ha hecho otra cosa que borrar con los codos los que prolijamente escribieron mis manos durante mi niñez y mis años mozos.… Mi vida se me aparece hoy a los ojos como un fraude elaborado prolijamente por algún engendro maligno.

Ahí, en ese antro inicial (¡ahora me doy cuenta!), fue donde nació “mi” vocación por el magisterio eclesiástico… Y he puesto el posesivo entre comillas, porque estoy más que seguro, con-ven-ci-do, de que dicha aptitud o disposición (si así pudiera llamársele) estaba, antes que en mi espíritu, depositada en el seno sacrosanto de mi bien amada abuela. ¿Estaré pagando por una culpa ajena?

El día menos pensado, cuando yo ya contaba con unos once o doce años, noté que se desarrollaban continuos coloquios reservados (por no decir secretos) entre mi abuela y mi buena madre… Conjeturo hoy que  al caer el velo de las tinieblas, se celebraba una ceremonia similar a la de una noche de brujas, donde suelen urdirse los fatídicos trancos del destino para cada uno de los mortales que somos nosotros.

En estos instantes estoy viendo con claridad lo que ambas estaban tramando. Algo que no podía ser sino un muy bien estudiado plan proyectado hacia el incierto futuro de mi inocente personita. Y que yo no podía ni remotamente imaginar ni menos modificar:

¡Planeaban hacerme cura!

Es muy probable que sus designios no remataran en algo tan rudimentario como aquello. Talvez sus largamente conversadas pretensiones no se limitaban a algo tan elemental como a que yo llegara a ser un vulgar y silvestre “jotecillo de pueblo”… Es presumible que las dos madrecitas me estuvieran soñando día y noche nada menos que como un ensotanado Don Bosco, o acaso como un arzobispo, abad, prior o provincial de alguna congregación religiosa…, quizás hasta rector de alguna universidad católica o, más aún, estirando la cuerda hasta donde más se pudiera, cardenal y hasta sumo pontífice… Sarcasmos todos ellos como para reírse a mandíbula batiente (como “il Pagliacho”) en medio del apogeo del drama.

Es que cuando se despiertan los proyectos, los sueños y los apetitos, es tremendamente fácil caer en el ominoso pantano de las irrealidades más impensadas. Y es el muy palpable en el que me estoy hundiendo ahora, a medida que vuelan inclementemente las hojas de los calendarios.

Ambas damas sabían por demás que gozaban de una ventaja innegable sobre mi nula capacidad de decisión. Disponían del más pleno y absoluto derecho de incorporarme, como pueden hacerlo a veces los padres con los niños hasta el día de hoy, en cualquier colegio o internado donde haya rectitud, idoneidad pedagógica, hábitos bien cimentados de estudio y superación, agregando “de yapa” (en mi caso) cierta cercanía física con el hogar parental.

Y, sin mayores preámbulos ni intercambio de otros planes hipotéticamente imposibles, acordaron comunicar con cierta natural premura su determinación al “pater familias” asegurándole que, después de una madura reflexión entre ambas, habían pensado que lo mejor de todo era proceder a internarme “sin mayor compromiso” en un Seminario Pontificio cercano a nuestro lugar de residencia.

Mi padre, a pesar de que no se destacaba mucho por una piedad acrisolada, accedió sin mayor reparo a la proposición planteada por mi bien y hasta le pareció “excelente” aquello de que “sin mayor compromiso clerical”, me incorporaran en un lugar de estudio, no solo sabio y honesto, sino también supuestamente predilecto del Señor de los Cielos… Lo cual aseguraba a ojos vistas todo un futuro de éxitos y de fructíferas obras… (¡Y miren ahora los resultados de tanta ilusión lanzada al voleo dentro de la cesta de los desperdicios!).

Y ahí fue nomás donde se gestó mi vocación sacerdotal, al principio con ciertas explicables reticencias, propias de aquel cambio que implicaba una vía segura hacia el desamparo hogareño más absoluto, similar (aunque en pequeño) al que estoy viviendo hoy; pero consoladoramente apoyado por el buen trato de mis maestros y por la grata compañía de mis compañeros de estudio.

Así fue como nació a la vida espiritual el más obediente y empeñoso discípulo (yo), cada día mejor dispuesto, más lleno de una auténtica fe cristiana, más devoto y hasta diría que rodeado de una aureola de alegría que desbordaba en un amor cada vez más creciente hacia Dios, hacia Jesucristo, hacia la Santísima Virgen María y hacia los apóstoles y los elegidos, que éramos nosotros, orando constantemente, cantando mañana, tarde y noche bellos salmos, dulces y melodiosos, cada día más henchidos de aquella ansiedad que buscaba para sí la perfección moral y religiosa, cada día más castos, más inocentes, más sabios, más seguros en la fe y en la doctrina, más místicos, cada vez más dispuestos a transmitir una existencia tan plena y feliz a todos nuestros semejantes más cercanos, apoyándolos y asistiéndolos en todo lo que necesitaran para una vida más cercana al Altísimo y a sus obras de bien y de misericordia sin condiciones…

Pero, pero…, no obstante, sin embargo…,  había algo que yo, y desde luego los demás postulantes al sacerdocio, ignorábamos del todo: nuestras almas, “tan solo por ahora”, se hallaban blindadas por el casto candor de los años mozos. No cabían en ella ni la irrefrenable tentación de las hormonas palpitantes de sexo ni la desequilibrante dubitación más madura, dirigida con cierto temor o flaqueza hacia los nobles saberes y sentimientos adquiridos.

Hablando en términos devotos, no había, al menos en mi espíritu, el más mínimo espacio para la pérfida intervención de Satanás. Mi conciencia, arrobada por la temporal felicidad que como un manantial fluía de los libros sacrosantos, como la Biblia y los breviarios de oración, se extasiaba en la devoción y en las efusiones del misticismo, sin reparar que se trataba simplemente de estados netamente “transitorios”, no respaldados por experiencias “reales” que hubieran sido capaces de poner en juego decisiones maduras de vigencia permanente en la vida que me debería deparar el  futuro.

En suma: creía estar cimentando mi voluntad sobre una roca firme, cuando lo real era que sólo me había limitado a esforzarme por consolidar sentimientos e imaginaciones que aunque nobles, eran volátiles en una almita frágil, inexperta  y sin vivencias objetivas. ¡Cómo desearía yo que el estado en que hoy me encuentro hubiera sido una lección previa y oportuna a mi “toma de hábitos sacramentales”!

Es que no estaba en condiciones de percatarme del oneroso gravamen y sobre todo, del inmenso sacrificio que la decisión de ser sacerdote católico me debería exigir. Y me lancé temerariamente, en cuerpo y alma, a un proyecto que sobrepasaba con creces las debilidades e imperfecciones por mí desconocidas de la vida adulta que no tardarían demasiado en presentarse.

En verdad, el sacerdocio católico es como un “deporte extremo” donde constantemente es posible que el ejecutante muera en el intento…

Es que, igual que el Luzbel del remoto Paraíso Celestial, mi mayor ansia era estar lo más cerca posible de la divina perfección personificada en el Dueño y Señor de Todo Lo Creado, olvidando de que no soy otra cosa que un pobre y mísero mortal e ignorando a la vez lo que me enseñó en cierta ocasión un misionero venido de la India, esto es, que hay que ascender en la santidad con mucho tiento, paciencia y cuidado, porque mientras más cerca se está de la Suprema Excelsitud de Dios, es como si estuviéramos también demasiado cerca del Sol, con muy buenas probabilidades de arder en llamas, como Satanás, si es que no estamos todavía lo suficientemente resguardados... Es la tragedia de los fariseos y de los santurrones: que, por acceder sin la adecuada preparación a la mayor altura espiritual imaginable, caen destrozados sobre los peñascos de la montaña que ellos mismos remontaron.

Finalizo esta espontánea confesión (que bien sé que solo me ha servido para desahogarme) relatando los fatídicos sucesos que me arrastraron al triste estado en que hoy me encuentro.

Los lugares que cito, para no despertar suspicacias, son absolutamente imaginarios y si hubiera alguna coincidencia es, como suele advertirse, solo obra de la casualidad.

Hace ya unos 30 años, poco después de ser ordenado sacerdote, fui destinado por el arzobispo de Córdoba, ciudad sita en algún país del planeta, a un pueblecito rural que denominaré Villaviciosa, en el que fui muy cariñosamente acogido por los feligreses de la localidad.

Fue allí donde tuve la oportunidad de conocer, como criada asistente de sacristía, a una jovencita de unos 16 años, que era tan atenta y servicial como nunca tuve la suerte de conocer a criatura alguna. Se llamaba María y fue al principio, para mi loca imaginación, la más fiel imagen que pude recrear de la Madre de Dios, es decir, estaba dotada de una beldad, pureza y dulzura entrañables, por mí nunca vistas y ni siquiera fantaseadas por mi siempre activa imaginación:

Cabellos ondulados negrísimos como el azabache que decoraban graciosamente una frente apenas visible, rostro de candorosa doncella dotado de sonrosados pómulos con el suave brillo del alabastro. Ni muy alta ni muy baja, diría que de un poco menor estatura que la mía, grandes y expresivos ojos con visos esmeraldinos ornamentados por párpados y pestañas de curvatura pareja, como peinados a la perfección, piel blanca de azucena, naricilla un poquitín respingada, boca pequeñita de labios algo prominentes y sabrosos muy bien delineados, suaves y gentiles movimientos de su precioso cuerpo de frágil doncella, dotado en su parte superior de una pareja simétrica de senos redondos como frutos en sazón de tentadora turgencia, donde cabía adivinar unos pezoncillos levemente salientes, talle estrechísimo, vientre y prominencia posterior dotados de curvas perfectas, lindos muslos blanquecinos descendiendo suavemente en grosor hasta el finísimo extremo de sus piececillos de marfil… Descripción imperfecta esta, que queda pálida ante el encanto deslumbrante de su sola presencia.

A todo lo anterior habría que añadir una dulzura nunca vista por mí, permanentemente reflejada en su mirada y en una sonrisa radiante de irresistible acogida…

A pesar de lo superfluo de esta declaración de pasión y de culpa, debo confesar paladinamente que me enamoré de ella en cuanto la vi, y más aún, cuando empecé a tratarla y a disfrutar de su armoniosa y apacible voz de doncella.

A los pocos días que estuve deleitándome con el trato y la charla de aquella linda muchachita, ella ingresó en pompa y majestad como la artífice gloriosa de todas mis noches y en el acto se constituyó en la protagonista más activa de la totalidad de mis sueños.

Tanto fue así, que en cuanto nos divisábamos en algún rincón de mis delirios nocturnos, ambos acudíamos con la mayor presteza y muy abiertos los brazos a unirnos en un estrecho apretón y a besarnos tierna y prolongadamente, en una suerte de éxtasis que me hacía evocar los mejores momentos del misticismo más puro.

Al verla junto a mí y a pleno día, no dejaba de llamarla con cualquier pretexto para volver una y otra vez mirarla y adorarla, para disfrutar de la cercanía de su bella figura, de su cálida voz y de sus pensamientos y ademanes a mi regalado gusto. Y ella, al parecer, como que me correspondía, como que deseaba retribuir respondiendo positivamente a mis tácitas demandas. Me daban unas ganas terribles de abrazarla y de besarla tan intensamente como en mis sueños pletóricos de erotismo...

Confieso que a todo esto olvidé e ignoré absolutamente la sagrada y trabajosa misión que me había conducido hasta ese apacible pueblecito, donde por vez primera tuve la fugaz suerte de conocer la felicidad y el amor humano verdaderos. Hasta deseaba que llegara la noche para soñar con ella…

Al final, pasó lo que tenía que pasar. La Divina Providencia, o mejor, rectifico: los avatares del destino así lo habían dispuesto. Noté que a ella le gustaba mucho conversar a solas conmigo, mostrando a cada instante la inefable combinación entre su amorosa mirada y su  deleitable sonrisa…

En uno de aquellos continuos encuentros no pude resistir más y me fue imposible contener el irrefrenable impulso de besarla. Para mi sorpresa, en lugar de rechazarme como yo me lo temía, me correspondió cada beso con una suavidad y una fruición de caricias arrobadoras y de labios en bocas de lenguas locas, que me dejó más que sorprendido, auténticamente maravillado.

Me sentía como si estuviera en el mismo Paraíso. Y sin agregar una palabra más (si es que hubiera estado en condiciones de proferir algo siquiera) la cogí entre mis brazos y poseído de una irrefrenable locura me la llevé en vilo hasta mi dormitorio, sobre cuyo tálamo se consumó el deleite más portentoso que jamás pude haber experimentado en mi vida de religioso sin remedio, entregado por fin a la mística más divina que fuera factible llevar a cabo sobre la faz de este bien aporreado planeta…

De más está decir que de ahí en adelante entramos al celestial deleite de convivir muy juntitos durante un minúsculo ramillete de meses en el glorioso y recurrido nido de amor y de felicidad  inefables, dentro de mi modesta celda de párroco pueblerino.

Amor y felicidad que es imposible describir en palabras, como jamás hubiera sido capaz de imaginarlo en mi oscuro pasado de seminarista, aprendiz sempiterno del misticismo más sublime. Y que, por eso mismo, tiene el duro precio que actualmente estoy pagando…

Pues, como era de esperar…, las cosas terminaron abruptamente cuando la gente de la aldea se percató de que María, mi bella, dulce y amantísima ex doncella, estaba embarazada.

Hubo una alarma general, una especie de rebato de enfurecida indignación colectiva que me llevó en pocas horas a un tenebroso presidio en uno de cuyos calabozos permanecí acusado de estupro rayano en obscena pedofilia, y sometido a los interrogatorios y a las presiones más vergonzantes, sin contar con los insultos, golpes, arañazos e escupitajos de los furibundos aldeanos…

Como si fuera poco, lo peor de este suplicio ocurrió al término de noveno mes. Mi tierna y hermosa Marujita del alma no fue capaz de resistir el parto de un varón descomunal de más de cinco kilos de peso, que junto con salir a la luz en su primer día de vida, le destruyó prácticamente gran parte de sus delicados órganos de la generación provocándole una muerte atroz., por lo cual, aunque parezca increíble, se añadió a la querella criminal interpuesta en mi contra, la del cuasidelito de homicidio en primer grado.

Pero esto no fue todo. Fui relegado al calabozo individual de un presidio que parece ser el infierno con que la humanidad me va a condenar, creo que perpetuamente, como el más oprobioso de los asesinos y violadores de niñas inocentes. En suma, un ex sacerdote católico, violador, asesino, pederasta y psicópata.

Pero la desgracia no paró alli… A las pocas semanas fui despojado por el arzobispo de la comarca y luego por el Vaticano de todos mis atributos sacerdotales, sin derecho a apelación ni a clemencia alguna…

Pero hay una cosa que me atraviesa el alma como el más doloroso puñal, creo que torturándome el pecho hasta la muerte. Nunca más pude ni he podido divisar siquiera a mi amada muertecita, nunca más podré disfrutar de su presencia, de sus inefables caricias, de sus dulces besos e irresistibles caricias, de sus palabras pletóricas de ternura… Y del tierno contacto con mi último consuelo: aquel robusto niño soñado, hijo de mi sangre, a quien estoy condenado a no conocer jamás.

Hay alguna gente que aún desvaría a gritos asegurando que en el infierno nos encontraremos… Primero los dos amantes. Y luego, en la mayor exaltación de mi desvarío: ¿quién sabe si los tres...?

Pero, pese a todo, todavía conservo en lo más íntimo de mi alma una chispita de fe junto a un sobrante pellizco de esperanza…

¡Siií! ¡Los tres! Pero en el cielo, bajo la omnipotente protección del Dios de la misericordia.

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