miércoles, 18 de enero de 2012

Mutación [Félix Pettorino]

          Nunca supo cómo pudo haber ido a parar a ese antro húmedo y gelatinoso. El letargo le cerraba los ojos y le impedía hilvanar las ideas. Las cavernosas paredes de la caja hermética apenas le permitían estirar, de vez en cuando, las extremidades. Se obstinaban por permanecer rígidamente encogidas hasta provocarle calambres que lo hacían gemir sordamente.
          Sentía una vaga nostalgia por los sucesos recientes, que tanto lo habían impresionado, pero, a pesar de las lágrimas aun todavía húmedas, los había olvidado por completo. Su cerebro no cesaba de hacer esfuerzos increíbles por proyectar el pasado sobre un telón que se empeñaba en desafiarlo con su inmaculada blancura.
          A su alrededor. sólo reinaba la oscuridad y el silencio más completos. Apenas la interrupción, por breves momentos, de un glogloteo espeso, como deuna ciénaga, que le venía desde el rincón más negro del agujero.
Sospechaba que una fuerza misteriosa y tremenda lo había arrojado hasta allí, Dios sabe con qué inconfesable propósito. Parecía estar condenado a permanecer en ese estrecho habitáculo de tinieblas por un tiempo tan largo como impreciso.
          ¿Cuál podría haber sido su culpa? No acertaba a imaginar qué abominable circunstancia pudo haber provocado la cruel relegación de su alma y de su cuerpo en ese mundo tenebroso y enigmático que se le presentaba tan hostil.
          La mente en blanco divagaba vanamente, perdida en medio de las sombras.
          Se palpó el vientre. Notó que había crecido desmesuradamente como si pugnara por reventar. El cuerpo, las piernas y los brazos habían aumentado groseramente de volumen. Todo se le manifestaba como aterradoramente extraño, deforme monstruoso. Algo tremendo e inimaginable estaba a punto de pasar. El corazón le palpitaba con inusitada furia, hinchándole el tórax.
          Y no podía evitar que la mente continuara ofreciéndole toda clase de visiones fantasmagóricas, como si tuviese frente a él un caleidoscopio luminoso en un giro permanente de formas retorcidas.
          Le parecía estar flotando sobre el Tiempo y el Espacio, dentro de un légamo rojizo y tembloroso que lo traía y lo llevaba de aquí para allá, como un cascarón a la deriva. Y él sólo atinaba a agitar las piernas con todas sus escasas fuerzas, pero el conato natatorio lo dejaba pataleando siempre, siempre en el mismo sitio, sin ninguna posibilidad de avanzar un ápice en medio de ese laberinto cavernoso.
          De pronto vio esperanzado cómo un puntito de luz amarillenta aparecía y desaparecía al fondo, como queriendo juguetear con sus ojos hinchados. Luego comenzó a crecer de a poco, lentamente, cual si fuese el lente de una cámara fotográfica anunciando con parquedad la misteriosa esplendidez de ese gran mundo exterior que él había soñado tantas veces y que hasta el momento le estaba vedado reencontrar.
          Un sacudimiento subterráneo venido desde el interior de la caverna lo hizo temblar de pies a cabeza con bruscas convulsiones de enajenado ...¿Sería ya el fin? ¿Hasta cuándo permanecería sepultado vivo en ese antro sombrío y pavoroso?
          El piso de la cripta empezó a ceder gradualmente, abriéndose en abanico, como si fuese la corola de una flor gigantesca.
Las rugosas paredes de la gruta le comenzaron a oprimir con fuerza, primero el vientre y luego, las sienes. El dolor lacerante iba creciendo, creciendo, sordo y tenaz. Era imposible resistirlo sin estallar en alaridos desgarradores ..., pero la oleada de desesperados clamores acababa por morírsele antes de salir de sus pulmones, ahogada por la dura presión de la guarida, la que se había ido reduciendo inexplicablemente hasta identificarse centímetro a centímetro con su cuerpo y amoldándose a él como si fuera a formar una estatua de arcilla. Y él sólo fue capaz de emitir un chasquido seco, como el de la azada de un panteonero.
          El punto luminoso se había expandido un tanto, en un confuso ovillo de hebras doradas que se iban deshilachando en gasas nubosas. Parecía a punto de surgir un promisorio amanecer tras un abra de montañas.
Sintió ruidos sordos, huroneos, como el de una multitud de ratas en su madriguera.
          Su cuerpo doliente fue forzado a enfilar comprimido por un túnel interminable, cada vez un poco más abierto, aureolado hacia la salida por un haz de rayos carmesíes que resplandecían hasta enceguecerlo casi por completo.
          El dolor se le fue flojando poco a poco, hasta convertirse en una sensación en que se mezclaba la paz con el gozo. El corazón inició la obertura de un armonioso sonsonete en que se plasmaba una melodía inefable, que jamás había escuchado. Sus entusiastas latidos lo hacían sentir cerca, cerca, cada vez más cerca, de algo sublime, que parecía estar transportándolo hacia la fuente misma de la Creación, en un éxtasis de lágrimas incontenibles.
          Se sentía próximo a alcanzar la Gloria de una existencia más real y más plena de la que jamás hubiera vivido.
          Pero el llanto tropezaba una y otra vez contra un muro negro y rugoso, cuya superficie amenazaba con arañarle el rostro y gran parte de la piel. Luego la opresión se convirtió en una suerte de abrazo titánico, como si quisiera reducirlo a un montón de hilachas desgarradas. Y las lágrimas impotentes se le agolpaban tras las órbitas enrojecidas.
          Había un doloroso crujir de huesos y nervios, un áspero rechinar de fibras, vasos y cartílagos pugnando, cada vez con mayor violencia, por alcanzar hasta la boca del túnel que, a pesar de su estrechez, se ofrecía radiante e irresistible, como la promisoria aurora de una nueva vida.
          Entonces fue cuando él, en el colmo de la desesperación, recibió de quién sabe dónde la energía suficiente para soltar con ímpetu su primer gran alarido, mientras experimentaba el imprevisto golpeteo de unos frescos aletazos sobre sus nalgas adormecidas.

          -"¡Es un varoncito!" - gritó alguien con alborozo.

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