martes, 24 de abril de 2012

APOSTASÍA, cuento de Voltaire Catalán

¿Les quedó gustando lo de Ulises y la Faraona? Pues, ¡otro cuento más de Voltaire  Catalán Jiménez!

“Se suicidó lanzándose desde los acantilados de la Costanera. Mariscadores hallaron el cadáver que data de varios días”. Leí la noticia en el diario de la mañana mientras tomaba mi taza de té con lecho acompañada de una tostada con mantequilla. El sol entraba por mi ventana junto al coro de silbos y de trinos.
La información me trajo recuerdos. Yo conocí al occiso. Fuimos amigos desde la infancia y en la barriada lejana estuvimos atajando inviernos, moliendo penas y alegrías. Estudiamos en el mismo colegio y cuando más tarde até mis sueños al viento y zarpé para no regresar, dejamos de vernos y de compartir esas caminatas por la costanera del pueblo, acompañados de nuestras pololas de turno.
Pero el destino quiso que en un recodo del tiempo volviéramos a hallarnos. Celebramos el encuentro en una larga noche de jarana. No obstante los tiempos estaban difíciles. No éramos los mismos. Las miradas poco campo sinceras. Se sospechaba de todos. Vivíamos vigilados. Ellos pensaban por nosotros. Eran los tiempos en que la figura desbordante con sus galas prusianas y aguerridas condecoraciones obtenidas en tiempos de paz, llenaba con sus ademanes cuarteleros y amenazas veladas a los que nos atrevíamos a hablar, escribir y pensar de otra manera. Cuando le insinué a mi amigo, para tantearlo, que todos tenemos el derecho de cuestionar la autoridad, de disentir, y que todos tenemos el derecho de ser diferentes, aplaudió a rabiar.
El hombre se hizo vital para oponernos al despotismo. Todos lo apreciábamos por su inteligencia y entusiasmo. Ayudaba a decidirse a los timoratos, a organizar los cuadros de la insurgencia. Muchos de los que hoy se sientan en el senado o en un ministerio, deben algo a gente como nosotros. El poder no es más que un divertimiento, una opereta financiada por el pueblo.
Mi amigo cayó enfermo. Lo fuimos a ver, era lamentable, ya que siempre lo vimos fuerte y animoso. Quiso enterarse de lo que estábamos realizando, le revelé los planes, quedó feliz de los avances, deplorando no estar en condiciones para colaborar.
Fue de noche cuando nos acorralaron en una reunión clandestina en casa de un compadre en el campo. Tratamos de huir por los cercos y los cerros. Algunos lograron escapar, otros partimos a una procesión de celdas y golpizas. Muy pocos regresaron, otros jamás. Dos años se demoraron en largarme al otro lado de mi tierra. Después de varios más, volví.
Busqué y encontré al amigo de antaño. Nos saludamos, bebimos una botella de vino. Lo invité a la costanera para celebrar el encuentro y recordar; fijamos el día. Estaba contento de verme. Ese atardecer llevé un vino, de la marca que a él le gustaba, nadie andaba por el lugar y el mar estaba como un estanque.. Abajo el oleaje golpeaba los arrecifes siniestros. Lo esperé, conversamos y nos servimos un trago. Era atardecido y algunas estrellas aparecieron como guiñándonos. Cantamos algunas viejas canciones, abrazados por el borde. Nos detuvimos riendo, y mirándolo a la cara le expresé que al partir a mi destierro, supe que su enfermedad fue la excusa para vendernos. Abrió tamaños ojos cuando le di el empujón. Uno solo, y se fue de un viaje al fondo del roquerío.

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