miércoles, 1 de febrero de 2012

"El Nono", reseña de un nacimiento rumbo a una vida feliz y fructífera.

Santiago de Chile, comuna de Maipú, 27 de febrero de 2010.

Mi querido Nonín:
¡Felicitaciones por tu QUINCUAGÉSIMO “nono” aniversario de Vida Feliz, Saludable y Exitosa.

Esta “breve” nota de recuerdo y congratulación está dirigida a ti, a nombre de tu mamá Inés (Q.E.P.D) y mío, sobre todo ahora, que a la proxima vuelta de tuerca que nuestro aporreado planeta Tierra dará alrededor del sol que nos alumbra y que comenzará sin falta mañana, ¡ya estarás casi justito pisando la edad dorada de los sexagenarios! Época esta dichosa, donde comenzará la abundante cosecha de todo cuanto has logrado atesorar en tu ya dilatada y fructífera existencia de individuo de la especie humana, siempre bien consciente y prolijo cumplidor de sus terrenales deberes.

Fuerza es destacar, en primer lugar, EL AMOR inacabable de tu tierna y abnegada esposa, hija de Edward y Eliana, Helga, la bella, y no solo en lo físico, al menos para todos aquellos que hemos tenido el privilegio de conocerla, y tus dos parejas de retoños con que Dios quiso regalonearte: Pauli y Angelita, las dos chicas divinas en bondad y ternura; Esteban, el privilegiado palpador de las infinitas estrellas cuyos brillos pululan por doquier en todos los rincones más ignotos de este magnífico y misterioso Universo, vigilado y administrado por aquel Sabio Matemático inescrutable que apenas si alcanzamos a imaginar, conformándonos tan solo con amarlo y agradecerle por todo lo que ha hecho para y por nosotros... Y, por último, Marquito, el Benjamín, el otrora chicuelo regalón y ahora, el  experto artífice que intenta manejar las complicadas redes que se entretejen y se expanden  en el mundo cibernético ... Y para coronar todo con lo más sublime imaginable: ¡la primorosa, encantadora y amorosa Adalia, que con notable gracia y galanura ha caído expresamente desde el Cielo ¡para otorgarte de sorpresa el ambicioso y envidiable título de abuelito...!

         Y no hablemos de los otros dos puntos que nos restan: LA SALUD de roble pellín con serias pretensiones de centenario, que es lo que con fervor te deseamos. Y luego, la parte más secundaria, pero no por ello menos importante: EL DINERO, llamado también “el vil metal”, de lo cual al menos, sin ser un “Piñera” (¡ni Dios lo permita!), te has convertido en un  bien dotado varón para afrontar vicisitudes y peligros al frente de tu barca, en la que, según nos contaste en nuestras Bodas de Oro, permanece el Buen Jesús, como tripulante avizor de cuanto temporal o huracán de todo grado llegue a amenazar , aunque sea en un pelo, a cualquiera de sus amados pasajeros...

Bueno, Nonín, no desearía aburrirte en tan glorioso día, pero debo confesarte que lo anterior es solo una introducción. Quisiera contarte también, si me lo permites, los avatares, peripecias, angustias y también los gozos derivados de tu feliz y anhelado nacimiento. No te asustes. Para mis cumpleaños tú sueles escribir “notas tipo testamento” muy, pero muy largas, aunque nunca más descomunales que esta, y que me han agradado muchísimo. Los hago por eso, para imitarte, y no para competir contigo en un campeonato de saludos cumpleañeros, porque pienso que el día de mañana, más temprano que tarde, ya no tendré la oportunidad ni las fuerzas de vaciar mis añoranzas del pasado y mis sentimientos de siempre para contigo, el ser más deseado y querido que Inés y yo pensábamos engendrar con el amor más puro, en nuestro tálamo nupcial de enamorados sin remedio... Y de no ser así, se perdería ineludiblemente tan bella historia.

Trasladándonos en el carro del tiempo al año 1950, Inés y yo compartíamos un cuarto oscuro (¡tanto mejor que así lo fuera!), era de cierta extensión y algo mayor que la ordinaria, lo que le quitaba la deleznable condición de tugurio, cuchitril, pocilga o chiquero (tal vez podría aceptar la denominación no tan infamante de “escondrijo”. Estaba empotrado en Santiago-Centro, calle Sazie 2033, casi al llegar a Carrera. ¿En qué estábamos los recién casados? – me preguntarás tú.... ¡Obvio!, en amarnos tanto más cuanto nuestros corazones y espíritus lo permitieran, por supuesto; pero, fuera de eso, en salir del límite de la pobreza, comprando algunos muebles, ya que, antes de irnos a vivir allí, apenas habíamos logrado adquirir lo más “indispensable”, un catrecito de bronce, de plaza y media, aunque sí, algo crujidorcillo...

Era la época del “Contigo, pan y cebolla”, lema hoy absolutamente obsoleto y desacreditado, salvo honrosas excepciones (como las de Pauli y Marcelo, acaso). Un anhelo nuestro, igual que ellos y tantas otras parejas jóvenes de aquellos tiempos, lo que más queríamos era “·materializar” nuestro amor, que más que amor era una real pasión, en una criatura “bien trabajada” que fuera como la coronación de tanto cariño y desvelos desplegados por años, con la oposición de tanto inconveniente ya superado, que se nos había puesto por delante a lo largo de nuestro empedrado camino...

Y grande fue también el ajetreo de todo tipo que tuvimos que desplegar con tesón, ya que por primera vez, con los buenos puestos laborales que creíamos tener, contábamos con el mínimo billetín necesario para comprarnos algunas cosillas indispensables, como sillas, mesas, cómoda, cocinilla, estufa a parafina, ropa de cama y de vestir, paraguas, etc., etc.

Para hacer el cuento corto, (¡no te rías!) mi Nechita empezó a sentir los primeros efectos de tanto movimiento y agitación, nunca tal vez experimentados en su etapa de virginal lolita, tan solo preocupada de sus estudios y de departir con su gente a un ritmo siempre bien alegre y más bien ligero. Sentía dolores por todos lados, especialmente en la espalda, los hombros, los brazos y las piernas, pero principalmente en el bajo vientre y ... lamentablemente sangraba, lo que  nos forzó a consultar a un médico del SERMENA (padrastro del FONASA de hoy, y con similar “fama”). En la consulta del doctor, después de esperar yo un siglo (o algo que me lo pareció) en una incómoda y bien visitada salita, apareció mi mujercita..., con la cabeza gacha, gimiendo, casi llorando... y se lanzó a mis brazos con ímpetu y amargura... El médico le había dicho que su caso requería una inmediata intervención quirúrgica y que tendría que hacerse lo que se llama “un raspaje”, porque el embrión estaba muerto...

Tuvimos que recurrir a una matrona para que lo hiciera... Y, en medio del dolor, del sufrimiento y la amargura que deparan estas situaciones, tuvimos que aguardar, tal vez  para el año siguiente, una “nueva oportunidad” de disfrutar del primer fruto de nuestro amor. Por suerte, a mediados de 1950, mi amorcito desbordó de alegría cuando empezó a sentir un poco combada su “guatita”... ¡Y orgullosos del “tesoro” adquirido con los gozosos esfuerzos de unas tareas que suponíamos “bien hechas”, acudimos a ver de nuevo al doctor “sermenoso” para que nos confirmara tan feliz advenimiento.

Pero no fue así, infortunadamente. Se repitió la larga escena de la espera, la angustia momentánea de no saber en qué iría a parar todo esto..., hasta que mi Nechia entró al despacho del doctor, que parece que era otro, de edad algo más avanzada, según me lo contó después ... El caso es que se repitió a su salida la escena ya contada. aunque “corregida y aumentada”: Nechita salió esta vez del estudio del “sermenoso” llorando “a moco tendido”, si me permites tan vulgar expresión, producto del nerviosismo que me invade por el solo hecho de recordar la tan angustiosa escena.

¿Qué había pasado? Después de conocer su historial clínico, que constaba en los archivos del Sermena, el facultativo le dijo: “Señora, lo siento, tiene Ud. un embarazo tubario, el embrión de nuevo se le va a morir. Debe hacerse otro raspaje... Es probable que Ud. nunca vaya a ser madre, tiene sus órganos algo atrofiados, o sea, están mal desarrollados...

¡Esta vez sí que la cosa se me puso peluda! La Inés lloraba y lloraba, casi no había manera de consolarla. Hasta que un ángel del cielo parece que me iluminó, porque se me ocurrió decirle a mi querida prenda: Mira Inés. Este es un médico “sermenoso” (hoy se diría “fonasiento”). Y como desgraciadamente somos ambos unos anónimos “profesorcillos”, simples empleados fiscales, no merecemos nada mejor.... Es posible que el pobre “doutol” no sepa tanto de obstetricia. Vamos a ver a un facultativo de prestigio, a un médico más experto y más confiable, aunque nos cueste caro (¡qué importa la plata tratándose de tu salud y del “encarguito”!), total nuestro hijo vale mucho más que una consulta, ¡por  costosa que ella sea! La Inés, ya un poco más serena, levantó su llorosa carita y me preguntó: “¿Y tú crees que tendremos la plata necesaria...? –No te preocupes, mi amor, le dije. -De alguna parte la sacaré... Me están ofreciendo un buen billete para preparar a futuros bachilleres, ¡así es que no habrá problema! Fueron palabras mágicas para que tu mamá se reanimara un poco y secándose sus lágrimas, me regaló un abrazo cariñoso y accedió, aunque sí ..., no del todo tranquilizada...

Pensé datearme con amistades o colegas del liceo, pero al poco andar reparé en el hecho de que yo conocía a la persona indicada, más entendida en doctores que otro poco..., y que la tenía a mano..., pues...¡nada menos que la señora Mercedes!, la dueña de la residencial de Sazie en la que estábamos viviendo y en la que yo había pasado, con una breve interrupción, todos mis  siete largos años de estudiante, después de la justa, oportuna y hasta feliz expulsión de que fui objeto en el Hogar de Estudiantes de Carrera 58.

El recomendado por doña Meche resultó ser un hombre de un tamaño casi gigantesco (al menos para mí). Era el Dr. Villavicencio, que tenía su clínica en la Avda. B. O’Higgins, a una media cuadra de la Plaza Baquedano (ex Pza, Italia). Un facultativo experto en “enfermedades de señoras” muy solicitado. Cuando llegamos, la consulta estaba atiborrada de damas “en edad de merecer”, casi todas buenas mozas, aunque nunca tanto como mi bella Inés. Cuento corto (¡otra vez!): El doctor nos recibió a ambos en su estudio, nos trató muy afectuosamente y después de examinar a mi “prenda” querida, y ya bien acomodado en su escritorio, nos comunicó en tono bastante efusivo: –¡Los felicito! Han procreado a un bello hijo, ¡lo aseguro!, creo que será varoncito y, además, inteligente..., lo digo por su tamaño... Y añadió con picardía: ...y de todo lo que trae consigo, porque en el examen me percaté que es bastante grandotote y cabezón... Me parece que “el acontecimiento” será entre fines de febrero y comienzos de marzo del próximo año...

Automáticamente, Inés y yo nos miramos sorprendidos... ¿Le decimos? –le pregunté a mi “chiquilla” en voz bajita. –¡Pero por supuesto! –exclamó ella con el mismo tono en sordina... ¡Para que salgamos de una vez por todas de las dudas...! Y yo entonces, haciendo de tripas corazón, le pregunté tímida y torpemente al doctor: –¿No será un embarazo tubario? El galeno aguantó sonriente la preguntita, reteniendo, al parecer, por mera cortesía, una carcajada: –Eso debe de habérselo dicho otro médico, señor, –me repuso. Y yo, algo “achunchado”, hice fuerzas de flaqueza para contestarle: –¡Efectivamente!, un doctor del Sermena... –¡Ajajá!, soltó por fin la risa Villavicencio. Lo que pasa es que muchos embriones de primerizas suelen crecer al principio algo “esquinados” dentro del útero, pero eso se va revirtiendo poco a poco con el correr del tiempo... Y tome en cuenta Ud. que a su señora le faltan algo más de cuatro meses para el nacimiento de la criatura... Falta todavía un buen poco para que crío se instale en el lugar que le corresponde... Así es que ¡váyanse tranquilos! Les aseguro que no será un tubario y que a comienzos del próximo año les llegará una guagua grande y preciosa.. y ... ¡se acordarán de mí, ¡no se preocupen para nada! ¡Se trata de un riesgo de uno en un millón...! Ahora si, contra todo lo que les aseguro, aún les quedara alguna duda, aquí, en una nota, les dejo el teléfono de mi domicilio particular, para proceder correctamente  en caso de emergencia, pero estoy muy cierto de que ese percance no se va a producir...

Aquí fue cuando espontáneamente, y sin acordarnos del doctor, nos dimos un abrazo y un beso delante de él, y muy apaciguados y casi contentos, nos despedimos del médico con un fuerte apretón de manos...

Llegamos, ¡por fin! a los venturosos días de fines de febrero de 1951, para ser exactos, el día 24, en los momentos en que Inés inició su peregrinación rumbo al breve calvario de todas las mujeres que van a ser madres. Empezó a pasearse nerviosamente por nuestra habitación, como la sorprendí al llegar de mis clases. Noté en el acto que ya se hallaba presa de los primeros dolores de parto, y que había que empezar a estar vigilante... Luego los paseos y las quejas fueron creciendo con el correr de los días. Tú, Nonín, con lo grande y corpulento que eras, no es que quiera “acusarte” porque no dependía de tu voluntad: ”sin querer queriendo”, le estabas provocando un duro sufrimiento físico a tu pobre mamacita..., pero no lo sabías ni podía importarte, porque ni siquiera tenías la capacidad de imaginarte nada acerca de lo que estaba pasando...

Hasta que llegamos al día 27, en que –como te he contado- tenía mi última clase de preparación en Castellano (o sea, el famoso “Lenguaje y Comunicación” de hoy) a un grupo de unos veinte alumnos de la Universidad Popular Valentín Letelier de Carrera 86, donde estaba contratado como profe .... y ¡no podía faltar! A esas alturas los dolores de Inés se habían convertido en insoportables, así es que despuesito nomás de un apurado y frugal almuerzo en la residencial de Sazie, después de contratar un taxi, me la llevé a la Clínica “Florence Nightingale” (nombre de una brillante enfermera británica  que se destacó en la Guerra de Crimea, de mediados del siglo antepasado, y que murió en 1910, a los 90 años, edad que espero y deseo que tú logres superar con éxito, ya que veo que eres muy sano de alma y cuerpo y te cuidas bastante).

 Así es que con el dolor de mi alma tuve que dejar “abandonada” en esa Clínica al “amor de mis amores” y retorné en un tranvía lo más rápido que pude, a  dictar mi última clase de preparación para el Bachillerato. Para hacer (¡de nuevo!) el cuento corto, salí a la carrera de esa clase y dándome el trabajito de ignorar las inevitables preguntas de mis inquietos discípulos, alcancé a  llegar acezante a la famosa Clínica Nightingale justo a las 18 horas, en que Inés y tú se debatían en una denodada lucha por parir y hacer nacer ; o por nacer y hacer parir, ambos haciendo fuerzas a una, con fórceps y todo incluido... Fueron momentos dramáticos, de gran sufrimiento mutuo -según me lo manifestó el doctor Villavicencio-, demostrándose muy apesadumbrado por no haber podido poner más anestesia y proceder de una vez por todas a meter cuchillo para una cesárea...

 Inés no quiso ceder nunca ante los reiterados requerimientos de Villavicencio de que aceptara la cesárea, primero, por economía; y luego, lo más importante, porque ella, -¡tan buena madre que era mi Nechia querida!- deseaba dar a luz a todos los hijos que Dios quisiera darle.. Hay que recordar que en esos tiempos (que hoy suenan a “medievales”) no era posible, en general, hacer más cesáreas después de parido un 2º o hasta un 3er. hijo. Se estimaba demasiado riesgoso para la vida, tanto de la madre como de la criatura...

Al fin, a las 18,15, después de tanta puja física y verbal, saliste tú muy campante y “enterito”(¡vivito y coleando!) del vientre materno. Yo, que aguardaba comiéndome las uñas en la sala de espera, frente a frente a un grupo de damas elegantosas que entre cuchicheos y con curiosidad “morbosa” me miraban y remiraban ..., en un instante que no puedo precisar. sentí tus primeros berridos...  Y no habrían pasado dos o tres minutos cuando llegaste tú a la sala de espera, en brazos de una linda enfermera, casi ahí mismito, envuelto en un chal “azul” que proféticamente te había tejido la abuelita Carmela, y yo te recibí  más contento que un quiltro a la vista de un bisteque, te di a guisa de lamidos, unos cuantos ligeros besitos nerviosos, los que tuvieron el efecto de provocar ciertas mal disimuladas risitas y cuchicheos de parte de mi improvisado “público” de señoras...

Y orgulloso y solemne, te conduje a una habitación cercana asignada a tu mamá. La pieza daba con unos grandes ventanales encortinados en felpa verde hacia la Alameda de las Delicias...

¿Delicias? ¡Justo las que yo sentía palpitar con dulzura en mi corazoncito de papá primerizo, que es casi, casi,  como yo me siento ahora, en la celebración de este  tan glorioso y jocundo acontecimiento en que fuiste protagonista sin quererlo ni pensarlo!

Y, para terminar, vayan algunos datos pintorescos alusivos a tu tierna personita (aclaro: la de ese entonces, no la de ahora)

1) Naciste pesando cuatro kilos trescientos gramos vaticinando desde luego una presencia varonil nada desdeñable para hacerte valer físicamente en la vida... (¡Acuérdate de los puñetes que les ofreciste (¡o les propinaste!) a dos o tres rivales tuyos, el Nanito, el Yaco y el Mario Gnecco!, para contar los que presumo porque no recuerdo).

2) Y una cabeza, algo más grande que lo normal, rasmillada en las sienes por la presión del forceps, que auguraba una inteligencia, si no “einsteiniana”, al menos “noniana”, pero de todas maneras bastante fuera de lo común...; y

3) Había un conato de sexto dedo en el meñique de una de tus manos, que la enfermera se encargó de eliminar en buena parte oprimiendo su base con un hilo blanco muy firme, que actuaría con el mismo poder del “hilo curado” en el juego de los volantines... Menos mal: una anomalía más de exceso que de carencia  de algo...

         Al rato entró la camilla de tu madrecita prácticamente sedada, con sus bellos ojazos verdes bien cerrados y  su cuerpecito muy helado, con una bajísima presión arterial. Tuvimos que encender la estufa y atiborrarla de frazadas en la misma camilla, hasta que ella volvió a su normalidad y despertó. La primera pregunta, después del breve beso que nos dimos, fue, como era de esperarse: “–Y mi guagua, ¿como está...?

Al paso del tiempo, cuando al día siguiente te empezó a amamantar, cambió el término “guagua” por el de “mono”, o más frecuentemente “monito” y te ponía de guatita contra sus pechos para sacarte los flatitos, lugar amoroso en que te quedabas dormido largo rato como si fueras un gatito regalón... Parece contradictorio, pero estaba que me moría de gozosos celos.

Y ella -que estaba leyendo un Reader Digest que yo le llevé para que se entretuviera un poco-, encontró allí un artículo acerca de unas  focas, morsas o lobos marinos, llamados por los esquimales con el raro nombre de amikuk, y ese era el apodo mimoso que -como suplemento-  te dispensaba cuando te tenía amorosamente recostado de guatita contra su seno de madrecita primeriza, exclamando con desbordante cariño: ¡Mi Amikukito!  ¡Era una escena realmente conmovedora!

Termino explicándote por qué casi todo el mundo familiar te trata hoy de Nono (y de sus diminutivos Nonín, Nonito y Nonotuli, no sé si habrá otro semejante). Es un apodo cariñoso que tú mismo, sin querer, te pusiste el día en que alguien osó preguutarte, por casualidad, cuando eras ya todo un bebé andante: “–¿Y Ud., mi amor, cómo se llama? Tú, recordando el tratamiento regular de “mi mono” o “mi monito” que te daba a cada rato tu mamacita, contestaste sin chistar:: “–¡Nono! Y, pues, ¡con ese nombre familiar te has quedado hasta el día de hoy, en que todos o casi todos, con jolgorio y efusivo amor y mucho cariño nos reunimos para celebrar aquel gran acontecimiento, de tantas venturas y aventuras, acciones y satisfacciones, y sobre todo de AMOR a raudales, que ha rodeado tu vida hasta ahora, no justamente desde el día en que naciste, sino, mejor y más exactamente: ¡desde el mismo instante en que fuiste concebido!

¡Doy gracias a Dios, mi Señor, por todo lo que has llegado a ser para los tuyos, para todos, particularmente para los que vivimos a tu alrededor  y, desde luego, para mí, tu padre ya anciano, que nunca, nunca dejará de amarte y de preocuparse por tu suerte en esta veleidosa existencia en que estamos sobreviviendo y avanzando, a lo que parece, con pasos de gigante, por este entrante, siglo XXI, otrora tan soñado...!

Tu papá, que mucho te quiere


Félix Ernesto, alias “Felicindo” o “Ño Feliciano”
y, en el trato íntimo de su amada Inés,
 Mageno, Magenillo, y Magenín..

No hay comentarios:

Publicar un comentario