sábado, 11 de febrero de 2012

Una entrevista acerca del Diccionario Ejemplificado de Chilenismos

(del periodista Adán Méndez , Revista Pluvial de Valdivia, ligeramente modificada por el entrevistado).

...pero hay una cosa
 que hay que tenerla en cuenta:
el inventario léxico
de un país, de un pueblo
como el nuestro, es un tesoro
que se guarda a lo largo de los siglos.

Hace diez años que se terminó de editar el Diccionario Ejemplificado de Chilenismos, monumental trabajo dirigido por el profesor Félix Morales Pettorino, quien en esos  momentos daba los toques finales al volumen quinto, con agregados y enmiendas a los cuatro anteriores. Durante dos tardes del año 97 nos recibió en su casa de Viña del Mar. Es una persona de carácter sencillo, firme, muy locuaz, de una cortesía finísima, en la que se transparenta una vida dedicada a la enseñanza «desde los trece años, no he hecho otra cosa que enseñar». En ello es tan modesto como inexacto: también es abogado, padre de siete hijos, autor de una docena de libros sobre temas gramaticales y lexicológicos, y de un número indeterminado de artículos y monografías. Eso sin contar las que él llama sus «chifladuras de viejo»: una novela, unos cuantos libros de cuentos y aforismos, y otro de poemas.

¿Cómo empieza a interesarse Ud. en esto de los chilenismos?

–Yo creo que por mi padre. Él era chilenazo, muy bueno para la talla y para contar chascarros y anécdotas populares. Hablaba muy en chileno y con un sentido del humor que le asomaba en cada frase que le salía de los labios. Eso me gustaba mucho. Movido por eso me decidí a ir anotando los dichos de mi viejo, y empecé a llenar páginas. Esto antes de entrar a la universidad y después con mayor razón. Debo haber reunido en un comienzo unas doscientas o trescientas palabras, expresiones criollas de todo tipo. Y paralelamente empecé a tratar de buscarlas en los libros, y ahí supe de la existencia del diccionario de Manuel Antonio Román, de José Toribio Medina, Echeverría, Yrarrázaval, Ortúzar, Rodríguez, toda esta gente que ha escrito sobre los chilenismos. De repente y casi sin darme cuenta, ya estaba trabajando en Lexicografía. Sobre todo cuando vino el Congreso de Lingüística del año 64. Una reunión internacional de expertos en teorías lingüísticas y en estudios acerca del lenguaje, un encuentro de tanta resonancia, como probablemente nunca se ha dado en Chile. Un día entonces me llama el director, Gastón Carrillo Herrera, y me dice: –Félix, tú tienes que hacer algo. –A tus órdenes, le dije casi sin chistar. Yo ya estaba más o menos embarcado en esto de la Lexicografía. Pensé que lo mejor era partir por algo bien específico, y me vino a la mente un tema que me pareció muy atractivo, muy digno de ser considerado: el relativo a los verbos en -ear en el Español de Chile. Verbos como buitrear, chorear, luquear, galopear, guatearse, manduquear, voltear, etc. Y la verdad es que la idea me pareció tan interesante que me puse manos a la obra de inmediato.

Pero aún no pensaba hacer un diccionario.
–No, aún no lo tenía considerado. Pero pensando en mi presentación al Congreso, me dije: qué mejor que estudiar los verbos en ear en el Español de Chile. Estaba realmente embalado. Hice una ponencia donde se juntaron 108 verbos. Ahí había no sólo una recopilación de palabras, sino un real “descubrimiento”. Me pasaron cosas bien sorprendentes. Una de ellas es la confusión entre -ear e -iar que se presenta en el Español de Chile. Por ejemplo, el verbo pasear es un verbo en -ear, y el verbo vaciar es un verbo en -iar. Y en el habla popular se genera una fusión de las dos conjugaciones. Entonces se dice yo paseo, rabeas, con vocal e. Y a la vez, también pasiamos y rabiamos, con i. Esa era una de las partes principales de mi ponencia, vale decir, la observación de que en el habla popular de Chile se ha producido una suerte de aglutinación entre las congujaciones en -ear y -iar. Y otra más: la tremenda productividad de esta familia de verbos, por lo común de formación “postnominal”. Así, de palo, salen apalear, apaleo y apaleadura; de payaso, payasear y payaseo; de cueca, cuequear y cuequeo; de chute (proveniente del inglés shoot), chutear y chuteadores, etc.

-¿Y cómo anduvo la recepción de ese trabajo?

-Hubo algunas observaciones críticas tan agudas como interesantes. Recuerdo una, entre las negativas: cómo podía yo confiar tanto en los textos escritos. Esta objeción venía nada menos que del R:P.agustino Alfonso Escudero, una eminencia en el saber del habla chilena, que estaba ahí presente, en la comisión de Lexicografía. «Tanta confianza que tiene usted en el texto escrito», me dijo. Le repliqué que no cabía duda de que se podían cometer erratas, pero como hay una gran cantidad de voces repetidas, no sólo por distintos autores, en diversos textos, sino que además refrendadas por el habla que uno escucha diariamente, la posibilidad del error pasaba a ser mínima. Así fue cómo logré calmar un tanto sus aprensiones de que, por ejemplo, si en un texto se escribiera plantiamos, con i, se tratase de una errata y no propiamente de un fenómeno fónico. Yo le señalé que tras la errata podía estar el fenómeno fónico y que era este el que justamente provocaba la errata. En fin, hubo ahí una discusión en la que intervino aplacando los ánimos el conocido dialectólogo Ángel Rosenblat, que oficiaba como presidente de la comisión. A mí la nerviosa discusión con el ilustre filólogo chileno me sirvió de mucho, porque me di cuenta de que la cosa no era tan papaya, hablando más en chileno, no era chancaca de paita presentar una ponencia lingüística. Que había que ponerle pino, trabajar meticulosamente, ser cuidadoso, y no llegar y tirarse sin más a la piscina. De ahí la importancia de que nuestro DECh sea ejemplificado. Algunos quizás pensarán que resulta ser una exageración tanto ejemplo, pero cada texto es un testimonio... Trabajando con un lenguaje tan vivo, ¿sabes la ventaja que tiene el ejemplo?: que resguarda el error del lexicógrafo. Porque uno puede equivocarse al ponerle el significado a la palabra, y los ejemplos muestran que uno está cometiendo un error.

Pero lo de los verbos en -ear no quedó ahí.

–No, de ahí partió todo. Porque una vez terminado el Congreso, se me acercaron mis ayudantes, que eran Dora Mayorga Aravena y Oscar Quiroz Mejías. “–Nos gustó harto su ponencia, me dijeron, –nos logró entusiasmar. Y sobre todo, en la forma en que usted la defendió ante ese monumento del habla nacional vestido con sotanas. Claro, porque yo era un pergüétano en ese momento, un pobre diablo ante esa eminencia de las letras chilenas. –Se defendió bastante bien, me dijeron, –y nos agradó el tema, así es que deseamos hacerle una proposición. Queremos hacer nuestra tesis en los verbos en –ear. Y, desde luego, si es posible, dirigidos por usted. –¡Encantado!, les contesté yo. Y la hicimos. Al acabar la tesis que demoró algo así como un par de años, habíamos logrado subir de 108 a 800 verbos. Y nos entusiasmamos tanto en el temita que yo me atreví a proponerles: –¿Saben qué más? Ustedes ya son ayudantes míos, de planta, así es que usemos mi oficina de abogado (esa que quedaba frente a la plaza Victoria de Valparaíso) para hacer un libro sobre estos verbos y su familia. Y así fue como a fines de 1969 salió esa obrita, Los verbos en -ear en el Español de Chile, publicado por la Editorial del Pacífico. Eran más de 400 páginas con 1666 verbos y sus respectivas voces y frases provenientes de ellos.

-Para cuando se publica ese libro, usted ya tiene el proyecto del DECh...

-Sí, en la contratapa de Los verbos en ear ya está anunciado el DECh. Mientras encontrábamos en plena pelea, nos dimos cuenta de que lo que estábamos haciendo era un ensayo léxico de lo que podría ser una pequeña fracción de un futuro Diccionario de Chilenismos. Sin casi darnos cuenta nos hallábamos calentando motores. Aquel librito constituye el primer peldaño del DECh. Claro que en esa época se tenía un concepto extremadamente amplio de lo que había que hacer, puesto que la idea originaria había sido construir un diccionario integral del Español en Chile. Abarcar todos los usos que se dan en nuestra habla vernácula, sean o no contrastivos respecto del Español peninsular. Casi una quimera, por lo inmenso que habría resultado tal trabajo. La fuerza de la realidad nos obligó a reducir en buena medida nuestro horizonte: en lo sucesivo tendríamos que abocarnos solamente a lo “diferencial” o contrastivo con el Español que aparece (o ha aparecido) como vigente en Chile.

¿Le puedo pedir que desarrolle un poco ese tema? ¿Contrastivo con qué y en qué medida?

–Aquí surge la discusión respecto de lo contrastivo, que plantea un problema de no muy fácil solución. ¿Contrastivo o diferencial con qué? En principio, la investigación consistiría en ir estableciendo el perfil de un dialecto, como el chileno, que debe contrastar con el Español estandarizado o generalizado, el que es común a todos los pueblos que lo hablan y que permite entendernos. Pero ese Español es una entelequia, algo aún no muy bien determinado, y lo que es peor, algo que cambia con el tiempo. Ése es el problema. Ante tanta dificultad, no nos quedó otra alternativa que llegar a la solución más sencilla y viable posible para nosotros, aunque en verdad bastante discutible: diferencial con los diccionarios manuales y oficiales de la Real Academia Española respecto de las entradas y/o acepciones que no tuviesen ninguna indicación dialectal, desde la XVIII edición de 1956 en adelante, sin perjuicio de revisar, en su caso, el Diccionario de Autoridades de 1726. No hay duda de que lo que está publicado desde el siglo XVIII se ha ido perfeccionando, y en ediciones sucesivas (que ya son bastantes: 21), se proyecta sobre todo el Español, o por lo menos así lo intenta,. Hay ahí cierta garantía, no seguridad, pero se trata de una garantía relativa. Además, como está debidamente clasificado, se puede saber objetivamente lo que la RAE estima como Español dialectal y lo que es un Español común a todas las regiones en que tal lengua se habla, por así decirlo, o Panespañol. Ese es un término que acuñó el profesor Guillermo Araya, gran lingüista de la Universidad Austral, que falleció prematuramente durante su exilio en Francia. El Panespañol sería el Español hablado por todos. Pero, como ya lo dije, ese es un Español teórico, no digamos utópico, pero sí ideal, en las penumbras, platónico. Debe tener algún grado de realidad, porque de lo contrario no podríamos intercomunicarnos. Pero en verdad ese Panespañol nadie lo conoce, al menos todavía. Se podría suponer que lo que la Real Academia indica ahí sin marca dialectal, eso sería Panespañol. Pero eso es como una proposición nada más, basada por cierto en una experiencia de mucho tiempo, pero tan sólo una proposición.

Decía usted que su criterio de contrastividad es discutible, ¿podría darnos un ejemplo?

–Los alemanes, que están trabajando en un gran diccionario de americanismos, no están realmente de acuerdo con la metodología propuesta en el DECh. En eso diferimos. Ellos afirman que la RAE será bastante respetable, pero está compuesta por individuos con criterios disímiles que no siempre son lingüistas, ni tampoco son con propiedad exploradores en el campo del lenguaje. En consecuencia, no son del todo confiables en sus diagnósticos, entorpecidos, además, por un exceso de celo normativo. Y dan varias pruebas. Por ejemplo, en un momento dado aparece una expresión como del Español general, y en la práctica resulta que esa voz no la conoce nadie. O el DRAE rechaza grafías como trecientos, -tas, pretensioso, -a, o expresiones foráneas como chequear (‘controlar’) y constatar (‘verificar’), que más tarde se ve obligado a acoger. Los maestros alemanes no dejan de tener razón. Han puesto en juego un método más moderno, pero que, pese a sus innegables ventajas, también es vulnerable, como lo es la encuesta. Ellos tienen una buena cantidad de encuestadores hispanoamericanos, todos ellos estudiosos del lenguaje, que van entregando informes, que van dando cuenta de lo que es general y de lo que es particular, local o dialectal. O sea una visión teóricamente impecable, pero a ratos, diría yo, un poco a ojo de buen varón. Que yo creo, es mi opinión personal, puede haber en ciertos casos soluciones menos confiables que los dictámenes de la Real Academia. Los equipos, desde luego, son disímiles, un grupo costarricense no necesariamente se entiende con el colombiano, a pesar de que se reúnen y que constantemente están invitando a sus encuestadores a Europa, en especial en España y Alemania. Hay que tener en cuenta la extensión del trabajo y su duración, tanto más falible cuanto mayor y más diversificado sea. En otros términos: no hay ni puede haber en esta materia un método ciento por ciento seguro. Han puesto en juego un método más moderno, pero que, pese a sus innegables venyajas, también es vulnerable: la encuesta. Ellos tienen una buena cantidad de encuestadores hispanoamericanos, todos ellos estudiosos del lenguaje, que van entregando informes, que van dando cuenta de lo que es general y de lo que es particular, local o dialectal. O sea una visión un poco, diría yo, a ojo de buen varón. Que yo creo, es mi opinión personal, puede haber en ciertos casos soluciones menos confiables que los dictámenes de la Real Academia. Los equipos, desde luego, son disímiles, un grupo costarricense no necesariamente se entiende con el colombiano, a pesar de que se reúnen y que constantemente están invitando a sus encuestadores a Europa, en especial en España y Alemania. Hay que tener en cuenta la extensión del trabajo y su duración, tanto más falible cuanto mayor y más diversificado sea. En otros términos: no hay ni puede haber en esta materia un método ciento por ciento seguro.

Debe significar mucha plata hacerlo de ese modo.

–Yo diría que pueden ser millones de dólares. Pero, más allá del dinero, está la capacidad y la seriedad de los investigadores. Y los alemanes en este punto son personas muy solventes, generosas, conscientes, científicas y certeras. Y el mérito de su capacidad financiera, notablemente superior a la nuestra y, en general, a los lexicógrafos de Hispanoamérica, es un aspecto que hay que tomar en cuenta cuando se trata de realizar un trabajo de tan gran envergadura, aún en lo meramente humanístico, como es el caso de un proyecto de investigación que abarque nada menos que un continente completo.

No cabe, pues, poner en duda su capacidad tanto en lo científico como en lo material. Nuestro principal punto de discusión siendo básicamente teórico, no deja de ser importante: ¿contraste con qué tipo de lengua española? Nosotros, percatándonos de que nuestra capacidad económica no llega tan lejos, hemos propuesto y llevado a cabo un proyecto viable, aproximativo y científicamente objetivo. De ahí la no recurrencia a encuestas, que demandan mucho personal y viajes, y la realización de una actividad más sencilla y económica que consistió simplemente en contrastar los usos léxicos chilenos con los diccionarios de la RAE, y ese criterio no lo hemos cambiado hasta el día de hoy ni creo que podamos cambiarlo en el mediano plazo. Se trata sólo de una propuesta donde interesa más la realidad lexicográfica y “metalexicográfica” chilena a lo largo de su dilatada historia de un siglo y medio, que el contraste circunstancial entre áreas geográficas de resultados en algún grado discutibles. Y ya vendrá un día X, en que con mejores medios técnicos y financieros, y mejor información, se determinarán con mayor exactitud los “verdaderos” chilenismos, si ello fuera factible. Podrán ayudar los datos aportados por los estudios del pasado, formando una suerte de gran acervo científico-cultural de tanta mayor importancia cuanto más prolijas minuciosas y extensas hayan sido las investigaciones que contribuyeron a establecerlo. Mientras tanto, habrá sobrevivido como legado una especie de cinta cinematográfica de la evolución histórica, tanto de los chilenismos y usos diferenciales detectados en Chile, como de la disciplina que los investigó a lo largo de tantos años. Hay que tener en consideración que todo trabajo humano es perfectible en el tiempo...

Nuestros colegas alemanes e hispanoamericanos verifican el contraste con lo que bien pudiera llamarse la realidad vigente del Español contemporáneo, de acuerdo a lo que sus encuestadores e informantes calificados, seriamente se entiende, tratan de determinar entrevistando a españoles de pura cepa. Nosotros les advertimos acerca de esa especie de “piedra en el zapato” que es el Panespañol, que algún día tendrá que ser investigado para que cualquiera diagnóstico dialectal resulten ser más digno de crédito. Claro está que si se desea un resultado más fidedigno, ya que la lengua cambia constantemente, la exploración acerca del Panespañol tendrá que repetirse periódicamente.

A mi entender, los lexicógrafos de americanismos, obligados por limitaciones circunstanciales, hemos hecho hasta ahora el trabajo al revés, cuando debiera ser justamente lo contrario. Primero investigar el estado en que se halla el Panespañol, y luego, una vez determinado en cierto nivel apreciable, entrar a averiguar las diferencias que ofrece en el momento el Español en los distintos lugares. Pero además de las limitaciones de tiempo, económicas, etc., hay un incentivo: uno conoce más, y lo atrae más que nada, el Español de su región. Uno trata de asir antes que nada lo propio, lo autóctono. Hay como una atracción invencible, un poco folklórica, hacia lo que es vernáculo, en el sentido de lo típico, y resulta, usando un chilenismo, fome, empezar a buscar un Español incoloro, inodoro e insípido,que sería el Panespañol. Ahora, ¿cómo se determinaría el Panespañol? De la siguiente manera, empleando el mismo sistema de los alemanes, encuestar en gran escala en todas las áreas en que el Español se habla como primera lengua y meter todo eso en un ordenador, porque hoy está esa gran maravilla que es la computación. Entonces se acumula todo eso en el computador y se obtiene un coeficiente, un estándar. Así una palabra tendrá un índice de un 84%, otra de un 94%, otra apenas un 9%. Entonces se puede trabajar con ese dato y plantear, por ejemplo: “Para nosotros es Panespañol toda aquella voz (o expresión) que supera el 90% de uso y reconocimiento por parte de los hablantes de todas las diversas regiones de habla castellana que fueron sometidas a la encuesta”.  O sea, por señalar una cifra, es Panespañol todo lo que es hablado y reconocido como tal cuando menos por un 90% de los hablantes actuales del Español (en teoría debiera ser el 100%). Ahí tendríamos el elemento contrastivo básico e indispensable para dar por establecidos los dialectalismos en un momento histórico dado.

Cuando la Alameda era una verdadera alameda.

Hablemos un poco de su vida, si le parece; da la impresión que usted es porteño de nacimiento.

–En efecto, de nacimiento, ¡y muy feliz de serlo! Porque mi padre era algo andariego y viajábamos periódicamente de acá para allá. Además, durante la crisis de 1930 él quedó cesante y no le quedó otra alternativa que presentarse a un concurso en la 1ª Comandancia del Ejército para luego quedar a cargo de los inventarios y las cuentas de dicha repartición militar. Así es como viajamos por lugares como Antofagasta, San Felipe, Calama y, de nuevo, Antofagasta. En esta última ciudad fui alumno de Humanidades en el Colegio San Luis, un establecimiento dotado de maestros que eran grandes “formadores de hombres”, como se suele decir... El padre rector, don Nicanor Marambio S.J., personaje muy querido que en el colegio tiene un busto y en Antofagasta, el nombre de una calle, me aconsejaba que estudiara Medicina, pero mi vocación estaba con las letras. Él mismo me apoyó y, gracias a su estímulo, obtuve un buen puntaje en el bachillerato y pude viajar en ferrocarril rumbo a Santiago, era el sector más nortino del Longino, esos trenes de trocha angosta que demoraban tres días con sus noches en llegar a la Capital de la República. Tenía mis dudas acerca de cuál pedagogía seguir, pero la vocación por ser maestro estaba muy clara. Porque yo me había iniciado como profesor de alumnos atrasados en el año 1936, por disposición del director de un colegio donde yo estaba interno en Santiago, y los padres dominicos del internado me encargaban hacerles clases de recuperación a algunos compañeros con dificultades para el aprendizaje. O sea, hice lo que a duras penas puede hacer un profesorzuelo de trece años, edad desde la cual no he dejado nunca de hacer clases. «Félix, me decía algo más tarde el padre rector del Colegio San Luis, –tú, que no eres nada de malo para el  Castellano, [o para las Matemáticas, que también en algo les pegaba], hazle clase a tal niño y o a tal otro, que te van a pagar a tanto la hora de clases. Así es como me ganaba unos pocos piticlines recuperando clases perdidas y preparando exámenes atrasados, bachilleratos, etc., con lo cual aliviaba en una pizquita mis gastos de colegio...

¿Y la universidad?

–A la Universidad de Chile llegué el año 1943, a estudiar Castellano. Tuve un poco de mala suerte porque me tocó justo el servicio militar, así es que me vi obligado a rendir el bachillerato de uniforme. En esa época el presidente Pedro Aguirre Cerda estaba estimulando mucho a los varones a fin de que se decidieran a estudiar alguna pedagogía. Y éramos pocos, porque, ya en esa época, los profesores ganaban apenas para vivir a medio morir saltando. Entonces él nos otorgó a los alumnos de buen puntaje que entramos al Pedagógico una beca, que podríamos llamarla ahora Beca Presidente de la República. (En esos años los políticos no hacían tanta ostentación de sus obras como ahora). Te doy este dato, que recuerdo muy bien: nos pagaban justo 444 pesos mensuales, y una buena pensión se conseguía por unos 300 pesos. Y yo hacía también mis clasecitas por aquí y por allá, así es que terminé mandándoles una carta a mis padres en la que les decía que no se preocuparan por mí, que lo hicieran con mis hermanos, en especial con los más chicos.

Se ve que recuerda con alegría esos años.-

–Es que en esos tiempos era una lindura esto de estudiar en las universidades capitalinas, sobre todo en la de Chile, por muchísimas razones. En primer lugar, profesores excelentes, de notable jerarquía académica y dedicación. Debe haberlos ahora también seguramente, pero en esa época eran como monumentos pedagógicos o de las diversas especialidades, y muy numerosos, herederos directos de los grandes lingüistas alemanes. Como Federico Hansen, Rodolfo Lenz o Rodolfo Oroz , maestros extraordinarios. Mi profesor de Gramática Castellana, Claudio Rosales Yáñez, una eminencia; y el de Lingüística, otros de gran talla: Rodolfo Oroz Scheibe y su gran discípulo: Ambrosio Rabanales Ortiz. Luego: Ricardo Latcham, Yolando Pino, Roberto Vilches Acuña, Mariano Latorre, Irma Salas, Arturo Piga, Eugenio González que años más tarde llegaría a ser rector de la Universidad de Chile. Además, considera que a ti no te costaba un peso estudiar en la Universidad. Es más, en el Instituto Pedagógico la Universidad, a ciertos alumnos destacados que mantenían sus buenas calificaciones, les aseguraba la continuidad de su carrera sin ningún sobresalto económico. Y además, para qué hablar de Santiago, un Santiago sin contaminación, con su inmaculada cordillera visible todo el año, prácticamente despoblado de vehículos, una lindura.

La Biblioteca Nacional abierta permanentemente, la biblioteca del Pedagógico formidable, completísima.Y el Pedagógico (nada de Piedragógico) estaba en plena Alameda, no había que ir allá, donde el diablo perdió el poncho. Cumming con Alameda, ahí estaba. Uno caminando llegaba a los lugares de estudio, de lectura. Y con agrado, porque deambulaba por una Alameda que era realmente una alameda. Tú te movías por aquí y por allá, respirando aire puro, conversando con los amigos.

No escuchabas hablar de smog, restricción vehicular, huelgas universitarias, paros en la enseñanza media, drogas, carretes, alcoholismo, asaltos, conflictos con la autoridad, etc. Salvo tal vez un movimiento estudiantil muy sonado (aunque sin “toma” de locales) que hubo a fines del año 44, que fue el primer gran paro del Pedagógico, pero que fue esencialmente para reflexionar y reformar los estudios. Un paro que duró muy poco (algo así como un mes) y que terminó muy felizmente porque cambiaron los planes de estudio, y se mejoraron ostensiblemente. No era por dinero ni por los afanes de la política cotidiana. El vil metal no estaba de por medio, no existía la necesidad angustiosa que hoy día viven los estudiantes y sus familias.

Después estudió Derecho.

–Todo ocurrió a partir del año 1945, cuando me expulsaron del Hogar de Estudiantes por mis irreflexivas desavenencias con el notable pbro. Óscar Larson Soudie, director a la sazón del llamado “pensionado de Carrera”, y, una vez libre de las trabas horarias y de la rígida disciplina religiosa, tuve mi primera “crisis existencial” y, junto a ella, mi primer pololeo, con Inés, mi actual querida esposa.

Yo me puse medio poeta, medio un poco de todo, picoteaba por aquí y por allá: política, clases activas y pasivas, gimnasia, natación, citas con mi chiquilla, leía ávidamente todo lo que caía en mis manos. La expulsión me cambió la vida. Entonces fue cuando me percaté que tenía poco porvenir económico, y que entre tanto postulante, era como difícil lograr un nombramiento fiscal en un liceo. En vista de eso me dije: –Voy a estudiar una carrera que me dé una real estabilidad económica. O sea, estudié Derecho no por verdadera vocación, sino que por algo racional y meditado, para poder alimentar una familia que vislumbraba y añoraba en un futuro próximo... Y en realidad Dios me brindó el don de una descendencia numerosa, siete hijos. Yo no sabía que iban a ser siete, pero en mi modo de pensar estaba la idea de que había que tener los hijos que “el Patrón de Arriba” me mandara. No iba a transigir con eso de estar matando embriones, o aún, evitándolos. Inés era exactamente del mismo pensamiento. Así es que me dispuse al sacrificio de estudiar varios años más, alternando los estudios con mis clases en los Liceos de Aplicación y Barros Borgoño, y fue muy duro, años difíciles. Porque paralelamente terminé Castellano mientras me mateaba con los códigos, claro que no de un modo muy airoso. Respecto de la formación docente, el repartirme me perjudicó seguramente. Pero la vocación es algo que uno lleva en la sangre. Así es que me titulé de abogado, que entre paréntesis me costó nueve años: de 1946 a 1955. Cuando fui a dar mi examen de grado, el año 54 si mal no me acuerdo, yo ya tenía cuatro hijos. Cinco años me demoré en la parte terminal de la carrera. Y una vez titulado, empecé inmediatamente a ejercer en el Puerto, alternando el ejercicio de las Leyes con mis clases universitarias de Gramática Castellana... Y muy de a poco, casi sin darme cuenta, mi oficina de abogado la fui convirtiendo en un taller de trabajo para estudios y seminarios preparatorios de lo que en unos años más iba a fructificar en el Diccionario Ejemplificado de Chilenismos.

La Construcción del DECh.

¿Alcanzaron a usar computadores en el DECh?

–Alguien podría escandalizarse y decir: –¿Cómo es que en el año 1987 no trabajaban con computadores? –No, le diría inmediatamente, sabes por qué, porque el diccionario estaba terminado ya por los años setenta y tantos. Acabada ya la obra gruesa, vino el trabajo de pulir, de corregir las fichas, de perfeccionar el material para su entrega a la Editorial Universitaria.

Las fichas, todo eso, ¿ donde está?

–Voló. Todo eso está en la basura, no existe. Imagínate que yo tenía cien archivadores de palanca de seiscientas hojas cada uno. Además dos ficheros enormes de unas 40 cajones cada uno. Trabajábamos con dos tipos de archivos, uno era el archivador de palanca donde estaba el diccionario propiamente tal, ya armado, cada artículo en una hoja distinta. Por ello es que yo calculo en 54 mil y tantas las primeras entradas del DECh. A veces ocurría que un artículo ocupaba dos o tres hojas, pero por suerte no eran muchos. Y otra cosa son las fichas. Era imposible mantener todo eso, así que simplemente, una vez acabada la tarea, hubo que eliminar el contenido de ficheros y archivos para ser usados en otra cosa... No quedaba más remedio, en las oficinas del Pedagógico y en una casa tan pequeña como esta.

Pensé que el trabajo se hacía solo en la universidad.
–Una gran copia de los archivos estaba en ordenada en ficheros dentro de la Universidad, para poder trabajar allá. Pero yo tenía dos: una en mi casa y la otra en mis estudio de abogado Normalmente trabajaba en ambos domicilios. ¿Por qué?, porque la Universidad ha vivido desde el año sesenta y tantos, incluso casi hasta el día de hoy, en huelgas y tomas permamentes. Y bueno, le puedo contar una anécdota: a nosotros nos quemaron los verbos -ear, los incineraron totalmente, en una huelga estudiantil ocurrida en la época de don Hernán Ramírez Necochea, que era el decano de la Facultad de Filosofía y Educación de la Universidad de Chile en Santiago, y que estaba interesado en publicar dicha obra. Los estudiantes irrumpieron un día en el despacho del decanato y, acaso pensando que se guardaban allí puras resoluciones contrarias a sus demandas y legítimos intereses, quemaron todo. Cabe imaginar que hubiera pasado si nosotros no hubiéramos tomado la precaución de mantener una copia de resguardo... Yo, durante todo ese tiempo, afortunadamente, tenía mi estudio de abogado, y ahí trabajaba, tenía secretaria y todo lo necesario para despachar mis escritos y escrituras. La labor de investigación se hizo un poco extrauniversitariamente, porque la universidad, repito: ¡era un pandemónium! Resultaba imposible trabajar de modo normal en ella, salvo que uno se encerrara a piedra y lodo, cosa bastante difícil de mantener durante un tiempo aceptable. No había los medios, no había tranquilidad. Porque toda centro de enseñanza necesita disfrutar de una paz recoleta. Conventual, digna de monjes, diría yo. Por algo se habla del claustro universitario. Pero era algo humorístico, sonaba a broma hablar del “claustro universitario”. Así es que nos vimos obligados a trabajar en mi oficina de abogado. Y para mejor: con un bella vista a la Plaza Victoria de nuestro querido Pancho...

Me interesaba mucho hacer algo sobre el DECh, porque tengo la impresión, y lo hemos conversado con varias personas, que el DECh está siendo subutilizado...

–Yo creo que eso de que esté subutilizado, como dice Ud., es algo de que no hay mucho que preocuparse, porque más temprano que tarde logrará ser utilizado de verdad. Porque en Chile hay que esperar que la persona se muera, que pase un tiempo, y entonces ¡ah! mira, existía esto. Mientras tanto, el interés se da afuera. Es un fenómeno muy típico nuestro, o tal vez de la naturaleza humana, sobre el cual incluso se ha ironizado bastante. Porque, también se ha dicho mucho, tenemos una gran capacidad para reírnos de nosotros mismos. Pero, curiosamente, parece que muy poca capacidad de cambio, al menos en este defecto nuestro, de corregirnos del proverbial chaqueteo, del afán permanente de “basurearnos” como chilenos, ya que pareciera que, salvo talvez la hiperautoestima futbolística, no nos queremos como connacionales ni nos valoramos para nada.

Y a propósito, un ejemplo se me viene a la memoria: en 1988, cuando con el profesor Quiroz estuvimos exonerados (él por segunda vez durante el régimen militar), se nos encargó por la Editorial Andrés Bello hacer un breve diccionario para niños, que se convirtió en nuestro best-seller, a pesar de no contar con la aprobación del Ministerio de Educación porque, según se dijo, no todas las palabras estaban definidas, [¡¿cómo le íbamos a estar definiendo el hipopótamo a un cabro chico, o el cóndor, con denominaciones científicas, si se trata de un muchachito que recién aprendió a leer?!]. Suponíamos que bastaban las ilustraciones y los ejemplos adecuados, que es un cuadrúpedo o un ave de rapiña, que viven respectivamente en aguas corrientes o en la montaña. ¿Para qué más?. Pero los críticos de Ministerio fueron severos con nuestro trabajo, lo objetaron advirtiendo que muchos términos aparecían sin la definición correspondiente, apoyados apenas en la ilustración y en los ejemplos. Otra objeción que tuvimos la oportunidad de escuchar en los pasillos es que era muy ostentoso, ilustrado a todo color, en definitiva, que era demasiado caro para las necesidades de los alumnos. En suma: nuestro Ministerio de Educación no lo aprobó. En cambio lo acogieron Argentina, Colombia, Uruguay, Ecuador, Bolivia, Perú y hasta la gente hispana de Estados Unidos. Perú encargó treinta mil ejemplares, curioso ah, es caro para Chile pero no para otros pueblos hermanos. Es que, como suele decirse, nadie es profeta en su tierra.

Lo dice sin amargura...

–Es que nunca pensamos en la conveniencia económica. Esto lo hicimos por “amor al arte”, porque, además de ser un trabajo útil, nos gustaba... Y, volviendo al largo trabajo del DECh, me tocó la suerte de poder contar con una real pléyade de más de un centenar de alumnos y de colegas idealistas y empeñosos, que me ayudaron durante un lapso equis, que ya pasó. Pienso que ahora las circunstancias parecen no estar dadas para un proyecto de esa especie. Es muy cierto. Cuando yo le mostré nuestro DECh a mi profesor Rodolfo Oroz, que fue quien prologó el diccionario, me dijo: –Félix, en primer lugar los felicito a todos ustedes. Y en segundo lugar, te debo decir que un trabajo así no se hará en Chile ni en cien años más. Porque se han reunido para el DECh una serie de condiciones que no son atribuibles, pienso yo, a mi condición personal, sino a cierta combinación de circunstancias favorables: vivir en provincia, disponer de oficina propia, tener la capacidad de reunir a toda una generación interesada en los problemas lingüísticos, y poder incluso ir renovando los equipos, logrando que la posta vaya pasando de mano en mano hasta el término total de proyecto inicial. Toda una cadena de episodios fortuitos y venturosos, que es difícil pensar que vuelvan a repetirse... Y ojalá que así fuera, aunque sea en unos cien años más, como vaticinaba Rodolfo Oroz.

Usted me acaba de decir que un momento llegó a tener más de cien personas trabajando en el DECh... ¿Cómo fue eso posible?

–Todos ellos están enlistados en las primeras páginas del primer volumen. Especialmente el que yo llamo mi segundo de a bordo, el actual rector de nuestra Universidad de Playa Ancha, que es don Óscar Quiroz Mejías. Valiosísima ha sido su colaboración, porque, además de su excelente espíritu de compañerismo, es un hombre muy sagaz y preparado, con certero espíritu crítico, inteligentísimo y a la vez comprensivo, como hay pocos. Y en estos afanes de la investigación, hay que proceder friamente, sin contemplaciones. En un momento dado, por ejemplo, yo tenía algo muy armado y Óscar me lo desarmaba. Y discutíamos y finalmente, después de un arduo intercambio de ideas, llegábamos de común acuerdo a cierto resultado. Así se fue organizando, sin ir más lejos, la estructura del DECh.. Fueron discusiones día a día, durante años. Su colaboración fue capital. Y no hablemos del interés y preparación de los alumnos de aquel tiempo, muchos de ellos convertidos ahora en profesores universitarios que, para no herir su modestia y no correr el riesgo de olvidar a alguno, mejor no los menciono.

Pero en el quinto tomo usted está trabajando solo.

–En cierto modo sí. Con el paso del tiempo y de la edad va ocurriendo eso... Es que antes las condiciones eran otras, había entre el alumnado gente más dispuesta a trabajar sin compensaciones. Las carreras eran normalmente gratuitas. Y no existía esa prisa que se ve ahora por titularse o graduarse. Los apremios económicos son hoy por hoy tan graves como permanentes, se experimentan durante y después de los estudios.

El grueso del DECh se constituyó a base de seminarios de tesis dirigidos, algunos por Quiroz y, la mayor parte, por mí. Enormes trabajos que ahora nadie estaría dispuesto a emprender, porque los jóvenes de hoy necesitan titularse rápido para salir a ganarse su sustento. Yo viví una época en la que no se necesitaban mayores títulos ni había mayores necesidades. El hecho de estar embarcado en una obra personal tenía mayor valor que el ostentar un título o grado universitario. Un gran profesor, por ejemplo, como Ricardo Latcham, no tenía mayores antecedentes de estudios y grados académicos, fuera –naturalmente– de sus admirables trabajos de crítica literaria. Claudio Rosales, mi profesor de Gramática, era básicamente un maestro normalista. En esa época se hacían los concursos de manera que bastaba ser profesor, tener la vocación, ser autodidacta, perseverante, metódico para su trabajo, en fin, dones que se apreciaban un poco subjetivamente. No esta cosa de papeles académicos acreditados como con sello notarial que atestigüen que uno hizo tales y cuales estudios en tales y cuales universidades, lo cual no está mal, pero que tampoco bastarían por sí solos para los nombramientos o ascensos de grado en una carrera de docente e investigador universitario.

Y entre los trabajos lentos, hacer un diccionario debe estar entre los primeros.

–Efectivamente. Ahí estamos hablando de lustros o decenios, no de simples años de labor. Y los lustros o decenios van haciendo aparecer a cada momento desafíos o problemas difíciles de superar. Porque uno demora, como ocurrió por ejemplo con nuestro DECh, unos veinticinco años en hacerlo, pero al terminarlo ocurre que nos vamos encontrando con “ene” chilenismos nuevos, que no alcanzaron a ser tratados o que cambiaron de alguna manera... Se trata de un cuento de nunca acabar. En otros términos, un lexicón como el DECh se perfila como una tarea constante, no es algo que quedó terminado y sanseacabó. Debiera ser que toda universidad estuviera apertrechada de un número suficiente de académicos en estado de investigación permanente, para mantener al día su quehacer científico, y no solo sobre un diccionario autóctono, sino sobre el medio ambiente, el derecho, la salud de la gente, el desarrollo de la economía, etc.

De lo contrario, tal obra, al cabo de los años, corre el riesgo de convertirse en una simple pieza de arqueología, como es el caso del otrora monumental Diccionario de Chilenismos del presbítero  Manuel Antonio Román, en cinco volúmenes, que da cuenta del habla chilena de hasta comienzos del siglo XX. Es una joya bibliográfica, sin duda, no sólo respecto de los términos que incluye, sino también, en el sentido de la metodología que se usaba, tan distinta de la nuestra, la manera como se abordaban los temas lexicográficos. Se enfrentaban de manera totalmente normativa, o sea, constatar o poto, por ningún motivo, señor, cómo se le ocurre, uno es un galicismo superfluo, este otro es una palabra fea, etc. Entonces, el diccionario permite no sólo captar como se hablaba en esa época sino también la reacción de los eruditos o el pensar de la gente frente al uso criollo. Yo creo que ahora hay otro modo de hablar y de escribir en Chile, y otro modo de estimarlo, hay  no sólo una curiosidad por lo nuestro, sino también un afán por multiplicarlo, retorcerlo, y recrearlo, importar voces y usos de lenguas foráneas, etc., hay una especie de goce sibarítico por inventar giros y formas nuevas, sin tantas restricciones o tabúes...Vivimos, en fin, en un mundo en transformación creciente en todos los planos del quehacer humano.

Pobreza Fonética, Riqueza Semántica.

Sobre este punto, ¿habría algo así como un carácter general, o rasgos típicos, de los chilenismos?

–Se ha dicho mucho que el chileno habla mal, y en cierto modo es verdad, modulamos muy mal las palabras. O sea, en el sentido de que pronunciamos defectuosamente el Español, o de una manera muy descuidada. Una herencia de los conquistadores, porque a estas regiones llegó por lo común la soldadesca más desamparada e ignara, especialmente del sur de España, Extremadura, Andalucía y las islas Canarias. No digamos lumpen, pero sí una población de bajo nivel cultural. Seamos sinceros: no recibimos la mejor gente desde el punto de vista sociocultural, dicho de una manera más elegante. Por algo los aristócratas limeños del virreinato nos bautizaron como los rotos. Desde luego advertimos el relajo, que es característico en la parte fonética, particularmente en el caso de consonantes intervocálicas que son pronunciadas muy flojamente, sobre todo las sonoras, las fricativas sonoras, la consonante -s final de palabra, los grupos de consonantes se reducen muy notablemente, ocurren muchas neutralizaciones en la posición final de sílaba, etc, etc., eso ya es archisabido. Difariar, por ejemplo, en vez de desvariar; guon por huevón, jujao por juzgado; mestro por maestro, moteméi por mote de maíz, refalosa por resbalosa, etc. El profesor Rodolfo Lenz pensaba que era influencia del araucano, pero yo no creo que sea tanto eso como el abandono, la lejanía del resto del mundo, la base antropológica, el sustrato humano popular que llegó a estos confines. Agreguemos a esto la extremada rapidez con que habla nuestro pueblo, lo que se ha contagiado al hablar de los lolos, y entenderemos por qué los turistas extranjeros estiman que Chile es el país hispanoamericano donde más difícilmente se puede llegar a entender lo que la gente está hablando.

Pero ese es el significante, el cuerpo de la palabra, es sólo un aspecto de la cuestión. Otra cosa es el significado, el alma de la palabra, la parte mental, imaginativa, creativa, y ahí sí que somos campeones. Tenemos una fantasía desbordante, que no sé de adónde venga, talvez producto del andalucismo latente que llevamos dentro. Yo, por ejemplo, no sé qué hacer con la palabra onda. Me tiene loco. La palabra onda ya ingresó al DECh, pero ahora en el quinto tomo vienen rectificaciones, enmiendas, agregados, como a la onda, [jod/er] la onda, ¿qué onda?, onder/o, etc. Y luego, el buena onda, la mala onda, la lola ondística, etc. Porque las voces nuevas rápidamente generan su propia prole. Del choro, por ejemplo, que es un delincuente avezado, que merece la admiración de los de su especie por las “proezas” que suele cometer a diario, nace “el profe choro”, “la fiesta chora”; pero también, por otro lado, chorear, que significa robar, pero chorearse también es enojarse; es como un tejido, una red interminable de usos y significados.

¿Y hay algún grupo social que sea especialmente inventivo?

–El pueblo chileno mismo, la masa hablante criolla son muy creativos. Particularmente aquella que aunque exhibe un mínimo de instrucción o de cultura idiomática, tiene la costumbre de hablar espontáneamente y sin tapujos, de usar la familiaridad, la talla. Incluso al importar palabras de otro idioma, saben darle   su toque personal. Por ejemplo, “Se mandó manso show cuando lo chuteó la mina”. La palabra show logra ahí un significado de escándalo, de algo que llama la atención de la gente, a veces preparado ex profeso, como en  “El show que armaron los políticos”, esos son significados que la palabra show no tiene en inglés. “Chutear la mina a su mino” ‘darle calabazas’; también, chutear un problema” ‘postergarlo’. Se podrían citar muchísimos más, como los de “all right con papas fritas”, “Cabreation Company”, “cáchalas never”, “luqueo party”, “del one”, etc. En la proliferación de los chilenismos, se destaca esa gente tan amiga de los contactos sociales, de la conversación, como son los jóvenes, los lolos. Yo diría que hasta los 20 años, y en varios chilenos, hasta bien avanzada edad... Es que después, bueno, es un fenómeno humano, el hombre se asienta, “se tranquiliza”, forma su hogar, tiene ya una profesión o un trabajo estable, en fin, deja algunos vicios, no digo que todos, pero algunos vicios los deja, se hace más hogareño, se pone más conservador. Salvo, claro está, ciertas excepciones singularísimas, tipos que son genio y figura, chicharras toda la vida, que mueren cantando como la cigarra....

–¿El coa está incorporado al DECh?

–Sí, por supuesto, yo diría que hay cerca de unos dos mil términos. Se trata de una realidad lingüística muy cambiante, que requiere de una investigación constante. La palabra es verdaderamente la coa, y no el coa, es de género femenino. Por dos razones. La primera etimológica. Según Julio Vicuña Cifuentes, que fue uno de los primeros que investigó esta jerga delictual chilena (en 1910 apareció su libro), es una inversión esotérica del nombre femenino boca, coba, y después coa. Y otra razón, que es la más poderosa, porque los delincuentes chilenos la usan como forma femenina y no masculina.

-Y respecto de las fuentes escritas, ¿cuáles son las más ricas?

-Bueno, está en primer lugar, Pancho Garuya, de Manuel Guzmán Maturana. Una novela muy criolla y muy llena de usos típicos nuestros. Don Pancho Garuya, costumbres campesinas de antaño, Editorial Minerva, Santiago 1933. Es una obra riquísima. Ya no la tengo, porque la regalé. Es decir, todo lo que sirvió de base para DECh se obsequió a la Biblioteca de la Universidad de Playa Ancha, porque gracias a ella se publicó el DECh. También está un autor de acá de la región, Ernesto Montenegro, con Mi Tío Ventura, que tuvo varias versiones, y las primeras (1935-1938) son las mejores. Después a este caballero le empezaron a decir, mire, los lectores no entienden, hay  mucho chilenismo, y él se metió a corregir sus cuentos, de modo que en ediciones posteriores de Ed. Zig-Zag, en la década del 60, les quitó la vivacidad que tenían. Se puso muy ortodojo y, sin quererlo, echó a perder algunos de sus bellos cuentos. Hay, por último, otro escritor, uno de los más prolíficos “chilenistas”, el profesor José María Muñoz, que estaba haciendo un trabajo parecido al mío, es decir, recopilando chilenismos, porque existe  gente a la que le gusta esto, recopilar palabras raras, como quien junta estampillas o cajitas de fósforos. Pero él no tenía mucho tiempo o no se consideraba con las virtudes adecuadas para componer un diccionario de chilenismos... Entonces, cual Sancho Panza del siglo XX, agarró el lexicón que tenía escrupulosamente anotado en varios cuadernos, (era bastante numeroso) e hiló los usos y voces coleccionados y con todos ellos armó una novela loca que se llamó Don Zacarías Encina..., dado a la luz pública por la Editorial Nascimento en 1932. Este es libro de creación criolla más rico que se conoce en materia de chilenismos.

A usted le pasó algo parecido.

–Sí, es que me volví algo “chiflado” componiendo el famoso DECh. Llegó un momento en que los chilenismos me daban vueltas en la noche, una suerte de pesadilla con chilenismos girando como  un carrusel en torno mío. Así es que de repente me levantaba y me ponía escribir La Crucificada del Cerro Cordillera”... O en el día, para descansar. Porque la labor del diccionario es muy agotadora. Es un trabajo que los mismos lexicógrafos definen como un castigo de galeote. Porque estar dedicado a un lexicón como este, que lleva ya cerca de 40 años, es como una condena a tanto tiempo de presidio. Todos los días. No es una cosa de hacer una palabrita, como quien dice el día lunes, y después pasaron quince días y tres, cuatro palabritas más, y al mes siguiente una docena porque me entró un poco más de ganas, no. Saque la cuenta. Para poder llegar a 60.000 vocablos en treinta años, necesita uno haber trabajado unas 2000 voces al año. Unas seis palabras diarias......

Con sábado y domingo incluidos.

–Exactamente. Con sábado y domingo. Porque si tú te olvidas de trabajar un día, al siguiente estás condenado a hacer el doble, o sea 12. Y si descansas dos días, al siguiente ya son 18 las pendientes.

–¿Y?
–Bueno, tanto fue el cántaro al agua, que empecé a hilvanar los chilenismos tras chilenismos dentro de mi “esperpéntica” novela  La Crucificada del Cerro Cordillera, que al final cortó las huinchas y fue dado a luz por la Editorial de nuestra Universidad de Playa Ancha. Que yo le diría que es un libro bastante legible para el chileno medio, pero jeroglífico y demoledor para un lector foráneo, aunque sí tiene al final (por si las moscas), un abundantísimo glosario, a prueba de gringos.

Mirando el diccionario de presbítero Román uno puede comprobar que gran parte de los chilenismos son bastante fugaces.

–Eso es solo en parte cierto, pues hay algo que conviene tener en cuenta: el inventario léxico de un país, de un pueblo como el nuestro, es un tesoro, que se va manteniendo en buena parte a lo largo de los siglos. Hay una zona que es superficial, como la espuma del oleaje... Es el caso, por ejemplo del lenguaje de los lolos, que es muy efímero, que se sitúa en la parte superficial. Pero hay también una gran hondura en este repertorio, como un tesoro que se descubre, de vez en vez, y que guarda una permanencia multisecular. Por ejemplo, palabras vernáculas, como chacra, cóndor, laucha, mañío, poto, o piñén, que son quechuismos o araucanismos, tienen siglos de vida, y va ser muy dificil que, andando el tiempo, desaparezcan. El verbo pololear debe tener unos cien años, o algo parecido. Viene de ese feo insecto que llega en las tardes y se pega en las ventanas, que era lo que pasaba con los pololos del 900, que a la hora del crepúsculo, cuando ya había acabado el trabajo cotidiano, llegaban a golpear las ventanas de las niñas, un poco a escondidas. Primero fue masculino solamente: el pololo, después vino la polola, como la pareja de aquel. Y el verbo, pololear y la acción del pololeo. Y ahora, más de acuerdo con las osadas costumbres reinantes, el potolear y el potoleo...





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