viernes, 17 de febrero de 2012

¡Un móvil, por favor, para el sarcófago! Félix Pettorino


         Abelardo era un modelo de dinamismo. Como varón ya maduro, poseedor de un título universitario que acreditaba sus bien demandadas y útiles capacidades, vivía agitado en medio del tráfago urbano, más que absorto, tan sumido en medio de la barahúnda de los negocios, que su existencia, más que la de un ser racional viviente, era la de un autómata que solo sabía reaccionar con acierto ante los estímulos del mercado. En lo demás solía comportarse como un ser insensible, casi un zombie cerebral, atento mínimamente al consumo de la energía nutricia suficiente para mantenerse activo.

         La familia era para él un fenómeno natural externo, como el vegetar de las plantas, como las nubes, el viento y las lluvias. Algo con lo que había que contar como parte obligada e impuesta por la vida, pero tan accesoria como inevitable en relación con los múltiples y enmarañados trámites a los que de continuo lo apremiaba el azaroso curso de sus complejas operaciones cotidianas.

            Padre de tres varones, todos estudiantes universitarios, cuyas inquietudes apenas vislumbraba, solo se limitaba a financiar mecánicamente sus carreras mediante pagos mensuales automáticos depositados en alguna de las diversas cuentas corrientes que manejaba, dejando a su mujer toda la carga relativa al cuidado y atención de los jóvenes. Se limitaba a sufragar los gastos de casa y de cada uno de sus moradores mediante la provisión suficiente por persona de fondos que se renovaban mes a mes en una de sus numerosas cuentas bancarias.

          Era por lo común el gran ausente dentro de su hogar. Casi siempre los compromisos sociales o financieros lo forzaban a almorzar o cenar afuera. Eran reuniones “inevitables”, donde raramente estaba invitada su esposa. Y cuando tal cosa ocurría, ella se negaba a asistir porque, además de ser tertulias muy engullidas, regadas y aburridas con parlamentos que le parecían interminables, la primera prioridad era, sin lugar a dudas,  la atención de sus retoños.

               A todo esto, las cosas en el matrimonio y en la familia no andaban ni bien ni mal, esto es, la vida entre ellos era "fome", mediocre. Esposa, hijos y nanas ya estaban acostumbrados a su ausencia. Nadie lo echaba de menos. Ni siquiera lo mencionaban en sus conversaciones, donde cuando se hablaba de “Abelardo” o más frecuentemente de  Lalo, era para aludir al mayor de los muchachos.

           Pero la vida del viejo Abelardo (como fácilmente puede apreciarlo nuestro lector), no tenía mucho de nornal. Se trataba de un ser de quien, de alguna manera se puede decir, “vivía” absolutamente al margen de la satisfacción de las necesidades propias de una existencia sana en términos de alimentación, bebida, sexo, tranquilidad y paz  esenciales en todo ser humano adulto biológicamente equilibrado. Y tuvo que pasarle la factura, lo que suele suceder cuando las personas comienzan a trasponer la edad de la decadencia orgánica que, en el caso de quienes viven al estilo de “los Abelardos”, suele oscilar entre los cincuenta o los sesenta años, y a veces, cuando la víctima “se ha pasado de la raya”, en la temprana segunda mitad de la década de los cuarenta.

         Para paliar en parte este peligro, Abelardo, que era hombre organizado y previsor de su salud, no se despegaba de su celular, que era como uno de sus tantos órganos vitales que lograba mantenerlo en contacto con el mundo exterior, y especialmente con los suyos, para cualquiera emergencia que pudiera llegar a presentarse.

         Ese día, un 13 de agosto, iba en su flamante Mercedes, conducido por su chofer, rumbo a a una de sus oficinas, cuando empezó a experimentar un mareo que le hizo perder la noción de donde estaba, a la par de un dolor atenazante en el hombro izquierdo y luego en el pecho, que apenas le permitieron lanzar un ronco y desesperado grito de auxilio. Ante tal situación, su chofer cambió prestamente el rumbo del automóvil para proceder a conducirlo a una clínica que pudiera brindarle los primeros auxilios. Pero el tránsito se hallaba a esa hora demasiado recargado de vehículos y la congestión no le permitió detener el auto para atenderlo, ni menos aún, para llegar a tiempo, a fin de salvarlo de una muerte que se veía inminente.

         El lógico resultado fue que Abelardo llegó al centro de urgencia convertido en un cadáver. Y hubo que enterrarlo al día subsiguiente; pero por premura o distracción, vestido en su terno azul marino con un insignificante objeto de un negro brillante que ninguno de los asistentes fue capaz de advertir, ya que se hallaba guardado en el interior de la chaqueta, "por previsión de robo" mediante un cierre de cremallera. Era el móvil o celular que portaba habitualmente en su galana chaqueta formando parte indispensable de sus tenidas más frecuentes, aun en las de visita.

         Y sucedió lo insólito. Al segundo día de llevado a cabo el solemne funeral, en medio de la tenebrosa oscuridad del  elegante féretro en que yacía su cuerpo, el difunto despertó sobresaltado. Lleno de un pavor irrefrenable, se percató de que se encontraba enclaustrado de por vida en un escalofriante ataúd y que no le era posible vislumbrar alternativa alguna de cómo salir de tan espantosa situación.

         Pero como hombre práctico, era ejecutivo y de soluciones rápidas y eficaces, que le venían a la mente cual si fueran disparos de metralla.

En una de sus excitadas cavilaciones y búsquedas a tentones, atinó a palparse el costado izquierdo del pecho, justo en el lugar del corazón, que era exactamente donde solía guardar su celular… Y a pesar de lo nervioso que estaba, descorrió la cremallera, sumergió temblorosamente la mano derecha  escarbando dentro del bolsillo y logró agarrar, como si fuera una sustanciosa presa, el brillante aparatito negro y una vez con él arriba, ya a la altura del pecho, a duras penas logró marcar el número telefónico de su enorme casona.…. Y…..y, después de varios minutos en que intermitentemente sonaba una y otra vez, como un péndulo, la llamada ..., ¡por fin! apareció la voz de Eloísa, su mujer, quien lo amenazó en el acto con cortar la comunicación si no se identificaba, ya que su voz le parecía la de un extraño...


-¡Soy yo, mujer, el Lalo, tu marido...! -atinó a contestar con un tono tembloroso y  chillón. ¿Acaso no reconoces mi voz? 


La ruda respuesta no se dejó esperar: -¡Esto es una broma macabra! ¡Oye, infeliz: ¡cómo tienes la tupé de tratar de engañarme remedando la voz de mi marido recién muerto? -lo increpó furiosa la "viuda" y le cortó, no sin antes  insultarlo con una serie de gritos y términos muy poco gentiles...


Ante tan imprevista como desafortunada respuesta de su mujer, Abelardo, haciendo un gran esfuerzo para calmarse, marcó el móvil de nuevo y procedió a insistir en el único llamado salvador dirigido a su Eloísa , esforzándose por endulzar la voz y de invocar el nombre de su mujer de un modo tan típicamente exclusivo y familiar, que resultara imposible que ella persistiera en el desconocimiento absoluto de la identidad de su marido.. Carraspeó con fuerza dos o tres veces, afinó la garganta hasta atinar a dirigirle melosamente la palabra, como solía hacerlo otrora (cuando estaban de novios):


"-Eloshita miya, venita de mi corashón, ¿qué le pasha a usté? ¿No  yeconoche  a su oshezno yegalón?" Al otro lado sólo se pudo escuchar en primera instancia el grito aterrador de una mujer: y en segunda, unos lloriqueos lacrimosos que no pudieron menos de llenarlo de una ternura para él apenas recordable, como aquella lejana y lujuriosa vez en que ella le dio ¡por fin! el ansiado sí...Con gran desazón  y temblor irresistible de la voz, pudo darle la mayor sorpresa imaginable: ¡estaba enterrado en uno de los nichos de su mausoleo! Ni aiquiera se había instalado la placa de mármol ni ninguna inscripción, por todo lo cual le imploraba a gritos que acudiera tan pronto como le fuera posible, a auxiliarlo con el propósito de sacarlo de una vez por todas de ese fatídico encierro…

Eloísa, con el rostro bañado en lágrimas, no podía creer lo que estaba oyendo, Pero era la voz inconfundible de su amado esposo (más en otro tiempo “amado” que ahora amante) y sin esperar un segundo, le contestó con voz temblorosa: -¡Estás vivooo, mijitooo! ¡Qué feliz me has hecho, esta vez, amor mío! ¡Te aseguro que en el acto acudiré donde el doctor Villavicencio, tú lo conoces, ese médico vecino más amigo mío que tuyo, porque suele atender a nuestros niños... Y cortó la llamada, antes de que se hiciera más tarde, con el fin de hacer las diligencias necesarias para salvar a su esposo del tremendo trance mortal en que se encontraba.


Antes de media hora, partíó acompañada por el doctor Villavicencio con rumbo al cementerio a fin de socorrerlo tan pronto como la urgencia del caso ameritaba. A todo esto, habiéndose dispersado la noticia a los cuatro vientos, una multitud de personas se agolpó tras Eloísa y el médico, que portaba un descomunal maletín de cuero negro con todos los elementos del caso.

Abelardo, conmovido y esperanzado como estaba, sin poder saber lo que estaba sucediendo afuera, no sabía cómo darle las gracias a su fiel y amorosa Eloísa; al doctor y a todo ese tumulto de gente que podía oír desde el interior del féretro como "lauchitas" chillando y arañando los espesos muros en que se hallaba instalado su nicho. De todos mudos, un sudor frío, a pesar del  estrechísimo y acalorado encierro, le corría sigilosamente por la espalda...El temor mayor que sentía palpitar en las sienes era el que a su móvil se le agotara la batería y lo dejara sin vínculo alguno con el mundo exterior. 


Pero no le quedaba otro remedio que esperar y esperar, en medio de una dificultad cada vez más intensa que le imponía continuar respirando fatigosamente dentro del negro y estrecho espacio que tenía a su alrededor, junto a su siniestro lecho de muerte. Solo se limitó a forcejear por un rato la tapa del ataúd a fin de abrir, aunque fuera un minúsculo intersticio, donde pudiera aspirar a duras penas el escaso aire que flotaba nauseabundo en el interior del sepulcro, tan oscuro como una boca de lobo...

         Los minutos avanzaban con la lentitud de una carreta tirada por bueyes. Así y todo, acostumbrado como estaba a las desazones que solían provocarle las vicisitudes de sus a veces temerarios negocios, decidió darse ánimos invocando al Padre Santo mediante una serie interminable de padrenuestros mentales, que además de tranquilizarlo un poco, le permitieron eludir de algún modo la creciente dificultad de respirar que le estaba ahora negando toda posibilidad de articular aunque fuera un monosílabo de socorro que, por otra parte, sería no solo inútil, sino que mortífero…
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         A la media hora de agonía, que le pareció una noche entera de insomne pesadilla, empezó a sentir, tenuemente primero y después de modo cada vez más creciente, unos ruidos metálicos como de cerradura y unas voces angustiosas y cortantes que lo fueron poniendo en un progresivo estado de angustiosa excitación.

 No había pasado apenas un par de interminables minutos, cuando advirtió que una seguidilla de golpes violentos, primero, y luego estrepitosos, estaban seguramente demoliendo la provisoria cubierta maciza del nicho.

         Fue el momento en que su pecho acezante estalló en lágrimas tan abundantes como irrefrenables. Ahí, en ese mismo instante infinitesimal, se produjo en aquella alma que ya se sentía condenada a vegetar prisionera para siempre en las pavorosas tinieblas de la muerte, la repentina consciencia del ser insensible que había llegado a ser en su vida recién pasada: un esposo desenamorado e inflexible y un padre ausente, frío y descariñado con todos sus retoños. Fue como un real auto-juicio final dentro de los escasos minutos que duró la rotura del nicho y la apertura del ataúd y que (como imaginará nuestro fiel lector)  a él le parecieron una eternidad…

   Por fin surgió una luz como un potente rayo esplendoroso caído desde el mismo cielo. En ese precioso instante, lo primero que sintió invadido de emoción sobre su rostro fue la humedad de las lágrimas de Eloísa, su mujer.

         A pesar del desmedrado estado físico en que se encontraba, próximo a un paroxismo aniquilador que podría anunciarle un nuevo tránsito hacia la muerte, alzó lo más que pudo su agobiada testa poblada de canas recientes para besar a su Eloísa con una potencia pasional que nunca antes hubiera podido imaginar que experimentaría...

EPÍLOGO.

Los últimos años de Abelardo y Eloísa (no más de cinco) fueron los más felices de sus vidas. Una blanquísima, tierna y constante luna de miel entre ambos que duró poco más de un lustro. Y la satisfacción de ver a sus tres varoncitos con un cartón profesional en la mano izquierda y, en la derecha, a otras tantas “Eloísas” de un  futuro acaso tanto o más afortunados que los suyos...

Amigo lector o lectora: A propósito de esta historia, permítame un humilde consejo que lo podría ayudar en emergencias aún mucho menores que la que Ud. acaba de leer.


Para no caer en el siniestro riesgo que corrió Abelardo: ¡no se olvide de llevar siempre consigo un móvil o celular. ¡Pero con la batería bien cargada…, por si las moscas…!

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