miércoles, 15 de febrero de 2012

El Camino del Inca (Nechia, consultando después a Félix)


Narración compuesta por Inés,
mi dulce compañera,
y reelaborada amorosamente en conjunto)

Había motivos suficientes para estar alegres. Se acercaba el fin del año escolar, y con él, la llegada de las vacaciones. ¡Qué bella palabra, tan llena de ilusiones y promesas! Se nos dijo que iríamos a pasarlas en el fundo de un tío, cerca de Cerrillos de Tamaya, un pueblecito minero en la región costera de Ovalle, al norte de Chile.
La  noticia nos colmó de júbilo, pues dicho lugar, enclavado entre colinas a unos 40 kms. del mar, era para nosotros el sitio predilecto para veranear.
El aroma del aire marino se filtraba suavemente a través de la espesura que tupía con su fragancia y su verdor los faldeos cercanos. En nuestras excursiones por aquellos parajes, solíamos descubrir conchas marinas y nos fascinaba caminar sobre trechos semejantes a playitas de arena blanca rodeadas de riscos, y eso nos hacía suponer que, miles de años ha, esos lugares estuvieron cubiertos por el mar. Entonces echábamos a volar nuestra imaginación y pensábamos que de entre las cuevas rocosas podrían aparecer repentinamente seres extraños, acaso monstruos marinos prehistóricos, y en esos instantes experimentábamos una rara sensación, entre temor y anhelo, de que fuera cierto.
Era una hacienda de secano, proveedora de leña y, más que nada, apta para la crianza de cabras. Además de cubrir nuestras necesidades materiales: abundante leche, toda clase de verduras y de frutas, satisfacía sobre todo nuestro afán de aventuras. Había sitios para todos los gustos: huertas fragantes, praderas extensas en que pastaban caballos y vacas y excursionaban gallinas, gansos, patos y pavos, bosques umbrosos donde murmuraban riachuelos y manantiales invitándonos a pensar y a fantasear.
Sentada al pie de encinas centenarias pasé muchas horas leyendo y, a intervalos, soñando, mientras escuchaba el susurro del agua y el canto de las loicas.
En las cercanías estaba el lugar que llamábamos “La Selva Impenetrable”. Era una vastísima quebrada cubierta de grandes y añosos árboles y de espesos matorrales, por entre los que se podía avanzar sólo hasta cierto trecho, pues era tal el entrecruzamiento de troncos y de lianas, que era imposible dar un paso más. En esas ocasiones, nos sentábamos a descansar al pie de los viejos robles, cerca de un arroyo, sobre una alfombra de verdor, tan poblada de trinos de pájaros, que imaginábamos estar acampando nada menos que en un rincón del Edén.
Entre las quebradas de los cerros había varias “posesiones” de inquilinos. Todos se abastecían de vertientes que bajaban desde la cordillera andina. Allí cultivaban los campos y criaban sus rebaños de cabras. Ibamos a menudo a visitarlos. Eran gente humilde y cariñosa. Mientras tomábamos el infaltable mate con queso de cabra y tortilla de rescoldo, mis hermanos mayores les inquirían datos sobre la región y, especialmente, sobre lo que había más allá de la misteriosa “Selva Impenetrable”.
Como estos campesinos por sus ancestros tienen más de mineros que de agricultores, son supersticiosos e imaginativos, y no sé si fuese porque verdaderamente lo creyeran o sólo por satisfacer nuestra insaciable curiosidad, contaban historias de fantasmas y aparecidos tan extrañas como increíbles. Recuerdo, por ejemplo, aquella del cateador que habiendo caído exhausto a la vera de un sendero desconocido, despertó sobresaltado en medio de la noche, mientras la voz de un viejo arriero, imitaba admirablemente por el narrador, le decía al oído:
“-No se desespere, ño Peiro, tenga fe, siga de albita el vuelo del alicanto –aquella ave fabulosa que guía a los mineros- y encontrará, como yo con mi burrito, la veta de oro que anda buscando con tanto afán... Y así no más fue cómo don Pedro Díaz de la noche a la mañana se hizo rico. Y cuando quiso pagar el favor, no halló ni señas del asno ni del arriero. Al entrar en averiguaciones, se encontró con la novedad de que era nada menos que el finado Urmeneta, descubridor cuánto ha del rico mineral de Cerrillos de Tamaya... ¡Imagínense, niños, la tremenda impresión que debe de haberse llevado don Pedro al saber que fue un muerto el que le permitió descubrir el derrotero de la mina!”.
Dentro de los variados y numerosos episodios oídos de labios de aquellos hombres sencillos, el que más me impresionó fue el relatado por un viejo leñador, algo locuaz el hombre, a pesar de ser nacido y criado en esos rústicos lugares.
-Mire, patroncito-, le dijo a mi hermano mayor, -yo conozco cada palmo de este fundo. Mi abuelo y mi padre me mandaban a pastar cabras desde que era guaina, y vi y supe muchas cosas que de seguro serán increíbles para ustedes, pero, lo que es para mí, son bien ciertitas. Para más o menos ubicarlos, ¿conocen ustedes, por casualidad, el Camino del Inca?
-Lo único que sabemos es lo que nos han enseñado en la escuela, o sea, que el Imperio de los Incas abarcaba desde el sur de Colombia hasta los valles centrales de Chile y que construyeron vías tan buenas y aun mejores que las de los romanos para comunicar las diversas comarcas de sus vastos dominios.
 -Veo que este muchacho ha salido algo más que aprovechado en los estudios- acotó el viejo aludiendo al autor de la respuesta.
-¡Pero, ño Juan! –me atreví a objetar-. Eso aconteció hace siglos, y ya no debe quedar el menor rastro de ese camino...
-¡No se crea, patroncita! Sepa usted que por estas mismas tierras pasa el mentado Camino del Inca, yo lo he visto más de una vez, con estos mismos ojos que se ha de tragar la tierra. Queda al otro lado de unos cerros, de esos que se divisan al ueste, despuesito de una quebrada bien tupida por toda clase de árboles y matorrales, como arrayanes, boldos, cipreses y otra pila de hierbas y enredaderas...
La Selva Impenetrable!- exclamé, sin poder contenerme.
-No sé cómo diantres se llamará el lugarejo ese- prosiguió imperturbable el leñador. El caso es que hay que ser bien baquiano para atravesarlo. Hay un paso que casi nadien conoce, algún día de estos a lo mejor me da la tincada de irme a dar una vueltecita por esos lados, Dios dirá. Pero hoy quisiera contarles una historia medio rara, vivida por un primo lejano mío, un muchachón que por pura curiosidad se le había puesto ir solo al Camino del Inca, aunque el taita se lo tenía prohibido, porque decían que el lugar, por estar embrujado, era peligroso para los humanos. Así es que un buen día el joven, con el pretexto de salir a buscar unas cabras que andaban perdidas por los cerros, partió en su potro muy de mañanita. Todos nos quedamos con el creado en la boca, sobre todo el padre que, conociendo el capricho del mozo, adivinó al tiro que se había ido a meter a ese sitio. Vivimos un par de días tremendos, más inquietos que otro poco y sólo rogándole a Dios y a la Virgen que lo hiciera regresar sano y salvo a la querencia. Volvió  casi a la amanecida, justo al tercer día de su desaparición. Ya nos habíamos acostado rendidos por la larga espera de esas noches de angustia, cuando sentimos el trote inconfundible de su caballo aproximándose hacia la casa... Mi tía-abuela, que se había quedado en pie aguardando, como lo hacen las madres, se abalanzó a abrir el portón... Casi al mismo tiempo oímos unos gritos de alarma y luego los gemidos de la señora. Corrimos todos en tropel a ver qué había pasado y, al llegar justo a la entrada, encontramos a mi tía sosteniendo a duras penas el cuerpo desmadejado del muchacho, que con los ojos fuera de órbitas y la cara como papel, sólo atinaba a mascullar entre dientes unas palabras que al principio nos parecieron sin sentido: -¡Lak – lla – ku - na!... ¿Qué?-, nos atrevimos a preguntarle. -¡Lak – lla – ku – na!- repitió de golpe y se sumió en un sopor, que hasta llegamos a creerlo muerto.
A la mañana siguiente, ya repuesto al parecer del todo y algo más tranquilo, nos contó que después de muchas horas de cabalgata, había logrado llegar, por fin, hasta el Camino del Inca. Era una larga faja ondulante, hecha de piedra pulimentada, bañada por el sol del atardecer, y que se perdía bajo la maraña del follaje. “-En mi vida –nos decía- he visto nada igual”. Y tan ensimismado se quedó en la contemplación de tan portentoso paraje, que no supo cómo lo sorprendió la noche. Entonces fue cuando se acordó de las advertencias del taita y, aunque tarde, decidió volver a su querencia más que ligero. Miró a su alrededor buscando el caballo y lo divisó ramoneando a la entrada de una especie de gruta que, por estar levantada con grandes bloques de piedra, le apreció que podría haber servido de refugio a los chasquis o mensajeros del Inca. Cuando se acercó, advirtió que desde el interior de la cueva salía una luz tan fuerte, que alumbraba como si fuera de día claro... Atinó a escapar, pero a los pocos pasos lo detuvo una voz muy dulce de mujer que lo llamaba suavecito: “-Esposo mío, ¡no me abandones, por favor!” Era una joven bellísima, vestida con una túnica blanca muy brillante y una corona de rosadas doquillas, que le tendía los brazos como suplicándole que se quedara con ella. Fue tal la impresión, mezcla de emoción y de enamoramiento repentino, que perdió la noción de la realidad y ya no supo más de sí mismo, hasta que se encontró desvanecido en los brazos de su madre...
Desde aquel día, ya no fue más el joven alegre que todos conocíamos. Se hizo huraño y silencioso. Y sólo pensaba en regresar al Camino del Inca. “-Es que ella me necesita”- murmuraba quedito. Inútiles fueron los ruegos de su madre para que cambiara de idea. Desaparecía de la casa cada vez que podía y se lo veía vagar sin rumbo por los contornos. O sentarse a meditar con los ojos extraviados por horas y horas en cualquier parte.
Cierta noche lo vimos llegar más agitado que de costumbre. Después de un largo silencio, sólo interrumpió por suspiros, se desahogó delante de todos:
-“Es una akllakuna, una de las llamadas “Vírgenes del Sol”, lugareñas escogidas entre las niñas más lindas de cada comarca, para ser llevadas al Cuzco y ser destinadas para siempre al servicio del Inca y al culto de Inti, el dios Sol. Su pretendiente, en el temerario intento de rescatarla, fue abatido a lanzazos por los emisarios del emperador... Desde entonces, el espíritu de la doncella es un alma fugitiva que recorre incesantemente el Camino del Inca, imaginando que algún día podrá reencontrarse con su prometido... Y ese soy yo, ahora, como ella misma me lo ha revelado... ¡Comprendan! Yo no puedo abandonarla, porque... ella me necesita, ella me necesita...” Y prorrumpió en llanto, como si fuera un niño chico.
No podría asegurar qué fue lo que pasó entre el muchacho y esa extraña aparición (que para mí no era sino una ánima en pena, venida del otro mundo), el caso es que esa noche fue la última vez que lo vimos. A la mañana siguiente, él y su caballo se habían hecho humo y, al menos lo que es mi primo, nunca más volvió a la querencia. Mis tíos estaban desesperados. Con la ayuda de un grupo de vecinos, rastrearon una y otra vez las quebradas de los alrededores y después de varias semanas de trabajosa búsqueda, lo único que encontraron fue el potro pastando tranquilamente a unos pocos pasos del Camino del Inca...¡ah! y una medallita de la Virgen de Andacollo que el mozo llevaba siempre colgando en el pecho.
Después de un breve y no menos expresivo silencio, alguien del corrillo se atrevió a comentar:
-Un poco triste su historia, ño Juan, si nos ponemos a pensar en los padres del joven...; pero, después de todo, no tanto, si se piensa que los dos amantes se unieron para siempre..., ¿o no fue así, si se pudiera saber?
Mi hermano mayor, siempre más reflexivo, acotó incrédulo:
-Es, sin duda, un relato muy romántico, pero que oculta maliciosamente una verdad. Con franqueza, ño Juan, creo que su primito estaba más que aburrido de la vida campestre y se le ocurrió inventar como pretexto la aparición de esa..., ¿cómo se llama?, ¡Akllakuna!, para abandonar el hogar en busca de aventuras... ¿O no, piensa usted?
Por toda respuesta, el anciano narrador pegó una gran chupada al cigarro que acababa de liar y luego agregó escueto:
-Yo les he contado todo lo que sé. Lo demás queda a la pura ocurrencia del que escucha.
Por mi parte, no pudiendo ocultar un minuto más el ansia secreta que me roía el alma desde hacía tiempo, creí llegada la oportunidad para proponer tímidamente:
-... ¿Y... y cuánto nos piensa llevar, ño Juan,. A conocer la “Selva Impenetrable”?
-Bueno, niños..., aunque ese lugar me inspira algún cuidado por las muchas cosas raras que de él se cuenta, estaría bien llano a llevarlos, siempre y cuando ustedes tuvieran el consabido permiso del patrón... Porque si no...
Una atronadora batida de palmas regocijadas lo interrumpió, sancionando el ofrecimiento como “oleado y sacramentado”. Mi hermano mayor selló apresuradamente el compromiso estrechando la diestra callosa del viejo leñador.
 -¡Cuente con eso, ño Juan!
 Varios días después partimos muy de mañana en alegre y bulliciosa cabalgata. Tardamos como cinco horas en rodear la misteriosa quebrada escondida en la espesura para adentrarnos por ocultos atajos que sólo ño Juan parecía conocer. Y fuimos dejando atrás colinas y quebradas, quebradas y colinas, por unos senderos tan estrechos, que apenas daban cabida a las patas de nuestras cabalgaduras. Sentí un cosquilleo de espanto al imaginar qué pasaría si mi dócil potranca diera un paso en falso y se precipitara conmigo hasta el fondo del despeñadero...; pero pudo más mi curiosidad y el temor de quedar rezagada, y seguí, seguí, tras la caravana, hasta que, por fin, divisamos a lo lejos el caprichoso trazo dibujado por el legendario Camino del Inca.
¿Cómo describir la emoción que experimentamos todos en ese momento mágico? Fue una sensación de estupefacción y recogimiento que nos embargó, como preguntándonos uno a uno si era realmente posible que existiera tan sorprendente obra de ingeniería en esas lontananzas. ¿Y no era acaso un sueño el que nosotros, retoños del siglo XX, estuviéramos contemplando aquel antiquísimo prodigio de la cultura precolombina? No atinábamos a explicarnos cómo pudo haberse conservado intacta, a lo largo de los siglos, esa anchurosa, culebreante y larguísima ruta, tan completamente lisa y plana, tan ingeniosamente delineada entre los abruptos y boscosos cerros de la cordillera costina.
-En verdad , los incas fueron grandes ingenieros- fue la única simpleza que se me ocurrió decir.
Y casi no nos atrevíamos a pisar esa huella, que nos apreció como cosa sagrada. Hubiera sido, al menos para mí, como profanar un templo, tal era la grandiosidad que emanaba del lugar.
En ese instante acudió a mi mente toda la magnificencia del Impero del Sol y hasta me apreció la música que procedía a la procesión del Inca cuando este salía a visitar sus vastos dominios.
La voz de ño Juan resonó lejana interrumpiendo mis divagaciones:
 -¡Ya nos vamos, niños! ¡Está cayendo la tarde!
 Algo contrariada y con apreciable retraso, seguí la caravana.
De regreso a la casa patronal, trataba de pensar en cuán diverso hubiere sido el destino de nuestros pueblos si la ambición humana no hubiera llegado a estas tierras a destruir aquella vieja cultura, casi perfecta en su organización comunitaria.
Nunca más he podido volver a aquel lugar maravilloso, pero en mi alma permanece aún intacto el embrujo indeleble del Camino del Inca.

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