sábado, 7 de julio de 2012

Un Ángel de la Guarda con misión cumplida.

Campanas al cielo.

                                                                  De Félix Pettorino.

   -¡Ta-ta-tan-tán!, ¡ta-ta-tan-tán!- suena el carillón al compás de mi braceo. Y las palomas se dispersan en espiral desde la espadaña, como si quisieran remedar el ritmo celestial de estas cadencias campaniles que vuelan junto a ellas hacia el espacio infinito.

   Las avecitas de Dios -pienso- están tan, tan, tan cerca de los coros de mis querubines. Sus aleteos en estos atardeceres de Cuaresma me recuerdan los tableteos de la matracas evocando la pasión del Señor...

   Es la hora de la oración... Pron-to, pron-to, pron-to, quisiera descender, quisiera acudir, quisiera ir a a arrullar el pequeño armonio de la iglesia, que a veces logro hacerlo vibrar como si fuera un órgano de verdad.

   -¡Ta-ta-tan-tán!, ¡ta-ta-tan-tán!- ¡Es tan melodioso este repique del campanario! Como los acordes triunfales que de vez en cuando arranco desde este artilugio cimero de las torres.

   -¡Ta-ta-tan-tán!, ¡ta-ta-tan-tán! El badajo se halla en plena labor, batiendo el oleaje de una sinfonía de nunca acabar, que cada vez se remón- se remón- se remón- ta más y más..., ¡hasta las mismas playas que besan las orillas del Paraíso saudadoso!

   Esta maravillosa melodía que hago brotar del campanario es para mí el modo como el Espíritu de Dios, de mis amigos los ángeles, y de todas las almas buenas se me hacen presentes. Son como un anticipo de gloria que Dios envía, a modo de saludo, a los que estamos aquí, transitoriamente, visitando este Valle Lacrimoso.

  ¡Qué agradable es vivir en las alturas! Sólo música y silencio, silencio y música,  que me permite soñar y fantasear, ajeno del todo a la tremolina callejera de allá abajo, con sus rugidos y estridencias de ‘rock pesado’.

   Desde el espigado campanil voy divisando poco a poco, en cadencias de ejecución andante, el lento desfilar de los feligreses que se me vienen acercando pausadamente, en largos y desordenados racimos. Es que la iglesia los atrae y los acoge como madre querendona.

   -¡Ta-ta-tan-tán!, ¡ta-ta-tan-tán! Entre ellos brillan como un sol, mis camaradas predilectos: los lisiados y los mendigos. Algunos se encuclillan arrebujados en las escalinatas del templo; otros se limitan a permanecer largo rato de pie. No falta el que de tarde en tarde decide estirar trabajosamente su brazo flaco y harapiento para recibir  como única respuesta el golpe metálico de una moneda en el interior de su caja de lata.

   También están los ancianos. Y entre ellos, la más humilde, la del negror más gastado y opaco (que a mí me parece alucinante, como el sordo relumbrar del ébano), una viejecilla poverella, arrebatada de los suyos, a quien ten-go, reten-go y man-ten-go como la más valiosa de mis joyas.

   -¡Ta-ta-tan-tán!, ¡ta-ta-tan-tán! Vislumbro que esta solitaria almita era así de primorosa desde su misma cuna... Su andar enclenque, lerdo y oscilante es como el de una frágil navecilla cimbreada por el bronco retumbar de un mar anchuroso que quisiera abrazarla por todos lados. De vez en cuando la oigo susurrar algo entre dientes, con débil sonsonete. Es uno de esos himnos en latín que ya quedaron preteridos en el polvo de los tiempos, en loor al Santísimo Sacramento: pangue lingua gloriosii veneremur cernuiii ..., a la vez que le responde gozosa la brisa tardecina con unos gorjeos de pájaros juguetones que se enredan entre el crujido de las ramas de la plaza frontera: ... genitori, genitoque, ¡laus et iubilatioooo...!

   -¡Ta-ta-tan-tán!, ¡ta-ta-tan-tán! Al divisarla, siento flotar por los aires al mismo Dios que la ama y la protege. Percibo su caricia en mis oídos bajo la forma de este redoblar de sones cristalinos. Es el Santo Espíritu, que se transfigura en algo sensible por obra y gracia de estas melodías celestiales. Es la música, la música de un firmamento poblado de arpegios que están como celebrando la entrada a la iglesia de esa alma privilegiada...

   No resisto más. Debo descender por la larga caracola de la torre hasta los pies polvorientos del viejo instrumento con que acostumbro proclamar las glorias del Dios de las Alturas. Pedaleo con energía, saltando y medio volando hacia abajo, por las frías escalinatas de piedra.del campanario. Quisiera llegar pron-pron-pron-to... Y mientras me precipito hacia el boquerón de caracol, no dejo un instante de deleitarme con el ritmo acompasado que le van estampando mis pisadas a esta tortuosa escalinata de notas isócronas, cada vez más diáfanas, a medida que me aproximo a las claridades del templo.

   Cuando ¡por fin! llego, la misa de las siete de la tarde está a punto de empezar.

   El armonio me aguarda con su inveterada paciencia de mueble 


  -¡Cómo quisiera adelantárseme!- pienso por un instante. Me parece adivinar sus ansias de ser acariciado por mis manos para elevar hacia lo alto los rumores más sublimes de su cuerpecillo de madera. Esos ecos alados que lo despojarán de su condición de objeto para transfigurarlo, por unos breves momentos, en una alma cantarina, estrechamente abrazada al seno de Dios... Efímeros instantes, pero los únicos verdaderos, los únicos que justifican su bello nombre de armonio.

   ¡Qué divina maravilla me has dado, Dios Santo, en estas manos! - exclamo mecánicamente, embargado por la emoción. Todo esto, oh, Señor..., tejido por mis torpes dedos sarmentosos, que no sé cómo se agitan, gráciles y tensos..., ¡adelantándose a las vertiginosas notas del teclado! Una misteriosa voz interior me va dictando, nota a nota, los sones de esa melodía angelical, que ya no me pertenece, porque viene hilada por las manos misteriosas de una misteriosa criatura a quien el Omnipotente le obsequió el don reservado a los serafines.

   El coro de niños cantores, dirigido por invisibles manos aladas, sube con sus acordes sonoros por las columnas de ónix retorcido hasta la cúpula colosal del templo... Y las voces retornan culebreantes, amplificadas por el eco, hacia todos los rincones del oratorio.

   Los fieles, galvanizados por el profundo recogimiento de esa música sacra, se mantienen inmóviles, arrodillados, casi en éxtasis. Sólo puedo oír un leve bisbiseo, que alterna de tarde en tarde con el chisporroteo de los cirios.

   Mi protegida, inundada de negro desde el mismo rostro a los pies, sisea devotamente sus oraciones que se elevan con aromas de incienso hasta el cielo... Son el fresco bálsamo de amor con que unge el alma de sus muertos queridos, ignorando tal vez lo dichosos que deben estar junto a su Dios amado. Se halla en una de las naves laterales más oscuras, acurrucada sobre un reclinatorio, junto a la imagen del “Ecce homo”, un Cristo semidesnudo, cruzada la espalda y los bíceps de cárdenos latigazos. Su infaltable corona de espinas, urdida a guisa de insultante tiara, resplandece de pronto con visos tornasoles de fulgores rojizos. Es la noble y cruenta promesa de salvación para todas las almas. Ante tal imagen, hasta en la peor de las miserias brota la esperanza.

    -¡Riiiiiín! Llega la hora de la Consagración. Mis manos se detienen automáticamente sobre el teclado. El armonio enmudece. Un silencio sobrecogedor invade el recinto: Un millar de almas está a la espera del milagro perennemente revivido. Al vibrar tembloroso de la campanilla, emerge, con níveo albor de luna llena, el rostro mismo del Señor que el pueblo adora con unción de bienaventuranza.

     Medito un momento sobre el valor inapreciable del silencio. Cómo la soledad que nos trae de amiga nos conduce dulcemente al fondo de nuestra conciencia, de nuestro pensamiento interior y, a través de ellos, al Dios mismo redivivo.

     Se alza el cáliz del bálsamo sagrado, del licor divino, el único que nos puede redimir con las llagas del dolor de Cristo ... Que también es nuestro (muy en pequeñito), como feble trasunto de los sufrimientos de Él...

     Instintivamente miro hacia la ancianita. Es sólo una sombra casi imperceptible en el rincón más lóbrego del santuario; pero yo presiento, o mejor, experimento sus palpitaciones y oigo sus balbuceos, como si estuviera con mi oído puesto en su garganta:

    “-Señor mío, Diosss mío, creo en Vooosss, espero en Vooosss y Ooosss adoro por sobre todas las cosasasass...”

     ¡Cómo amo a esta viejecita! No me importa que ella no tenga la más mínima idea de quién pudiera ser yo, su humilde protector secreto, aunque a veces me presienta y me intuya como alguien impalpable, pero siempre cercano a ella...

   Conozco su humilde historia, limpia y sencilla como la de todas las almas buenas: Pianista eximia (desde aquí diviso sus suaves y espigadas manos), prefirió entregarlas al duro trabajo de hospitales y sanatorios con pacientes terminales. Estudió con ahínco, durante años, la profesión de intensivista, para atender con eficiencia y abnegación sin igual, a sus rorros, como ella llamaba cariñosamente a sus enfermitos, a quienes sabía alegrar y dulcificar con su sonrisa y mansedumbre en las horas más cruciales de nuestra efímera vida terrenal...Y ahora, descansando un poco de sus afanes, en los últimos años de una labor profesional tan fructífera como exenta de fama, se debate en la soledad más absoluta, sin la soñada presencia de quienes fueron sus seres queridos...  Y su existencia sólo rueda en torno a lo que está más cerca de Dios: los pobres, los enfermos, la oración y..., desde luego, su único placer subsistente: la música.

    ¡Cómo disfruto estos breves momentos, en que pareciera que la muchedumbre de fieles estorbara nuestra comunicación; pero en los que me esfuerzo por mantenerme siempre en estrecho contacto con su espíritu! Y lo voy logrando, segundo a segundo, a través del aliento divino de la música sacra que fluye de mis manos inundando con su majestuosidad este recinto sagrado.

    Es que ella y yo somos dos almas indisolublemente unidas por el Amor más puro, que viene definido desde lo Alto. El que me escuche creerá que soy un loco, un alucinado, pero deberá reconocer que se trata de un delirio más real que la misma realidad. En suma: una locura sublime.La música es nuestra mensajera inalterable. Ella es la que nos transporta hasta la cumbre del deleite espiritual, mediante la íntima comunicación con la Divinidad a que nos encaminan sus notas.

    Yo también, en mis momentos de soledad y abandono, que no son pocos, revivo y repaso sus interpretaciones musicales germinadas en el viejo piano de caoba de sus abuelos. Era una intérprete fidelísima de Juan Sebastián Bach, sobre todo en sus conciertos branderburgueses; pero lo que más me impresionaba a mí era la forma como ejecutaba el adagio en sol menor de Albinoni. Al escuchar esa música sublime, uno podía captar la inmensurable belleza y armonía de esa alma tan pura, de ese corazón tan noble y superior, capaz de hermanarse con los ángeles del cielo como el genio musical más eximio.

     Y al verla hoy, ¿podría alguien imaginar siquiera los divinos tesoros que se ocultan bajo el corazoncito de esa viejecilla frágil y esmirriada? Acá, sólo yo, que conozco su glorioso historial como la palma de mi mano... Allá arriba, quien fue su esposo, sus padres, su único hijo, sus rorros y, desde luego, Dios, mi Señor.

    Ya se está aproximando la hora de la comunión. Mientras se forman las cuatro filas paralelas de costumbre, ella permanece inmóvil en su reclinatorio. Su humildad tal vez la hace aguardar los últimos lugares... O, a lo mejor, igual que una novia, prefiere alargar los últimos instantes de la espera gozosa.

     En estos momentos de clímax, me esfuerzo por obtener los acordes más puros y excelsos del armonio, mi noble instrumento. Y creo que lo consigo, porque la ancianita, con un paso más tembloroso y vacilante que de costumbre, se yergue desde su reclinatorio, me lanza una rápida mirada que me llena de alborozo y se dirige con la cabeza inclinada sobre el pecho hacia el altar...

     De pronto, estallan - sin poder yo saberlo cómo ni por qué, - los sones inauditos de una melodía bellísima, que me trae reminiscencias de lejanísimos tiempos... Viene desde lo más alto del templo, como si viniera descendiendo desde la cúpula. Miro hacia el amarillento teclado del armonio: ¡está tocando, está ... to...can...do solo...! Unos tibios goterones me empiezan a caer desde las sienes. Luego, mi cuerpo entero comienza a sudar copiosamente mientras los brazos se me desmadejan sin poder atinar a hacer nada...

     Veo cómo la viejecita besa con sus finos labios la hostia santa que luego desaparece tras ellos iluminándola entera con una albura enceguecedora...

     Estoy a punto de gritar: ¡mi-la-gro-o!, pero antes de que el más leve rumor salga de mi boca seca, veo que mi protegida se va ladeando, ladeando y luego cayendo, cayendo ..., hasta desplomarse por entero, mientras un grupo de fieles acuden presurosos y sobresaltados, a socorrerla cuando ya es demasiado tarde para evitar el fuerte golpe de su frágil cabecita sobre las baldosas del templo.

         Siento con pavor un crujido como el de una nuez que se quiebra en pedazos...

     Ahora quisiera yo gritar otra cosa, algo desgarrador me atenaza la garganta y lágrimas, sólo lágrimas copiosas brotan a lo largo de mi rostro. No puedo contener el llanto que se apodera de mí como oprimiéndome el pecho con sus tenazas de acero.

      Antes de que pudiera soltar el primer alarido, veo abrirse el cielo raso del templo como si hubiera estado hecho de papel. Millones de estrellas, a pesar de que aún es de día, estallan en el firmamento como fuegos de artificio.

       Luego. se inician los acordes de una Marcha Triunfal, como no había oído otra en mi larga vida, ejecutada por miles de trompetas celestiales.

     Los fieles no involucrados directamente en el penoso episodio siguen desfilando tranquilamente rumbo al comulgatorio.

       Es extraño; pero el resto de los feligreses permanecen estáticos, como si no vieran ni oyeran nada.

     De pronto, en lo más alto de la bóveda celeste, siento un una voz vigorosa y estentórea, pero cargada de dulzura, que me llama vehementemente por mi nombre:

    - ¡Cruzbel, Cruzbel! ¡Tu tarea ha terminado! ¡Ven, ven, a reunirte nuevamente con nosotros!

      Estimado lector: -¿Crees tú posible imaginar el goce que experimenta un Angel de la Guarda, como yo, cuando finaliza con éxito su misión?

      -¡De acuerdo! Pulsaré día y noche el arpa celestial para que el tuyo también lo tenga.

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