miércoles, 25 de julio de 2012

¿Cree usted que todo lo que enseña el papá es bueno?

Los consejos de papá.
                                                   Por Félix Pettorino

         Hay una norma que nunca dejaba de observarse en los tiempos de Maricastaña, esto es, 80 años ha app.: Los consejos y mandatos de los padres siempre había que respetarlos al pie de la letra. Y quien se atrevía a violar una orden paterna estaba casi siempre condenado a sufrir el no siempre breve y sí doloroso suplicio de la correa, especialmente practicado por el progenitor para que el hijo varón “se fuera haciendo hombre”. ¡Ojo!: ¡Las hijas eran intocables!, al menos por el padre…

         A propósito de esta tradición no sé si desaparecida totalmente o en vías de desaparecer, cuento esta breve historia “real” que tuvo la gracia de provocar resultados sorprendentes en aquel niño que no titubeó un segundo en seguir escrupulosamente, no ya las órdenes, que de suyo eran de obligado cumplimiento, sino los meros consejos del papá transmitidos sigilosamente al oído del chicuelo.

         Pero basta de preámbulos y vamos derechamente al grano del relato:

         Fabián tenía un papá famoso por sus excentricidades viriles, que no solo las practicaba él, sino que también disfrutaba haciéndolas ejecutar por el único hijo varón que tenía. Deseaba que su retoño lo imitara en todas sus hazañas “costara lo que le costara” (al hijo se entiende), ya que se daba por hecho que para ser bien “hombrecito” había que llevarlas a cabo sin ningún temor ni reticencia. La fórmula de la hombría era apechugar adelantándose a los hechos por riesgosos que parecieran.

         De este modo, una primera prueba era, por ejemplo ingresar a un espectáculo (cine, circo, estadio, etc., en general a cualquier escenario publico, sin pagar, valiéndose de una artimaña realmente probada como exitosa, la cual era, en el caso de Fabián, adelantarse a un matrimonio simulando ir con ellos, lo cual era muy fácilmente practicable cuando la tal pareja llevaba varios niños adelante, entre lo cuales había que tener la osadía de mezclarse.

         Y como este varoncito, además de obediente, era muy ágil y espontáneo en sus gestos y ademanes, entraba loco de contento, especialmente al cine o al circo y pasaba por la portería de los boleteros como “chicha fresca”, mirando y sonriéndole a su presuntos hermanitos mientras avanzaba a saltitos hasta perderse entre las tinieblas de las luces apagadas del “biógrafo”, como se le llamaba al cine, o del hormigueo de la masa circense, donde evidentemente era muy difícil para los inspectores de ingreso identificar a un muchachito menudo y fácilmente escabullible. Había, además, una excusa hoy inaceptable: los niños más chicos por lo común entraban gratis.

De este modo, un punto (ahora poco ético) bastante bien puesto hoy para el papá de Fabián: su chico pudo disfrutar gratuitamente de los mejores espectáculos cinematográficos y circenses durante gran parte de su infancia. Sabía de memoria los nombres de las películas de moda, de los actores, los circos ambulantes y hasta de los payasos y de los animales que traían. Su padre estaba orgulloso con los extensos conocimientos adquiridos gracias a la audacia y maestría de su retoño…, hasta que un día el chico regresó acompañado por dos policías para poner en conocimiento del padre “la clase de hijo que estaba criando”. Este se limitó a sonreír y a continuación les contestó con desparpajo: “– ¡Son cosas de niños, cosas de niños! Pero no se preocupen, amigos míos. ¡Yo me encargaré de este problema! Y le daré su merecido… Sí, se lo dio mucho más tarde, pero con una barra de chocolates…

De ahí en adelante enmendó su consejo: – ¡Ya es bastante, hijo mío! ¡No lo hagas más! Ya estás “hediondón” de grandote…Así es que cuando quieras ir al cine, al teatro o al circo, pídele plata a tu mamá si yo no estoy…

– Y si usted está, ¿qué hago? – contestó el chico.

-¡Esperas a que yo esté libre para atenderte, pues, cabro leso!

Otro consejo que pudo haber tenido resultados desastrosos fue el que le dio el papá a Fabián el día que lo vio llegar de la escuela sangrando por las narices.

Fabián entró corriendo a su casa en dirección al baño con el pañuelo enrojecido bien apegado a sus fosas nasales para que no saliera “el chocolate”.

El papá se encontraba en el hall leyendo muy tranquilo el diario de la mañana. Y continuó con el periódico abierto que le cubría el rostro, como si no hubiera pasado nada. Pero cuando oyó el cierre de la llave del agua seguido del de la puerta de baño, sin moverse de su sitio, le gritó:

– ¡Fabián, Fabián! ¡Ven acá!

El niño se acercó entre temeroso y avergonzado hasta el sillón de su progenitor.

– Es que me caí de narices, papá, fue, fue un resbalón en, en, en la cla  cla  cla se de gimnasia…

– Por favor, Fabián, ¡no me mientas! Sé muy bien lo que te pasó… ¡Como si lo estuviera viendo! ¡Te pegó un cabro que se cree el matón del curso! ¡Es Fuenzalida! ¡Le da de puñetes al primero que se le pone por delante!

El niño miró a su papa con un espontáneo gesto, que estaba entre la sorpresa y la admiración:

– ¿Y cómo lo adivinaste, papá?

         – ¡Muy sencillo, hijo! ¡Por las reuniones de padres y apoderados! No hay quien no se queje por la violencia que con abuso ejerce ese muchachón contra los cabritos más chicos del curso… Y yo sabía que más temprano que tarde te iba a tocar a ti…

         Fabián miraba a su padre con la boca semiabierta. No podía creer que su “viejo” supiera tantas cosas de la escuela.

                               ¿Y qué se puede hacer ahora, papá? ¿Te vas a ir a quejar contra los profes?
                                
         – ¡Qué profes ni qué profes, cabrito! ¡Me voy a quejar contra ti, Fabián. Porque yo, desde no me acuerdo cuánto tiempo, te he estado aconsejando una y otra vez, que en caso de presentarse una discusión o una pelea, aunque sea con un matoncito como Fuenzalida, hay que proceder de inmediato, de acuerdo con el principio capital de los hombres de pelea: “¡El que pega primero pega dos veces! ¡Nunca hay que esperar que a uno se le venga encima el primer coscacho! ¡Y tú no lo hiciste! ¿Estamos?

                               ¡Pero papáa! ¡Pero si eso me lo has dicho no sé hace cuánto tiempo… Y simplemente se me olvidó.
                                
                               ¡Qué sea por única vez! ¡Ya lo sabes! No quiero verte llegar de nuevo con esa nariz sangrante, que es cosa que le pasa sólo a los cobardes. Los valientes siempre llegan a su casa todo moreteados…; pero orgullosos de haber sabido defender su pellejo y ¡otra cosa!: también muy seguros de que nunca más les va a pasar…
                                
         No había transcurrido un par de semanas cuando el papá vio retornar a casa al pobre Fabián todo machucado, cojeando, con un brazo en cabestrillo y de nuevo sangrando de las narices…

         Esta vez esperó sentado en el  mismo sillón de su padre hasta que él llegó.

         – ¡Hola, hijo! ¡Qué gusto de verte aquí, sentado en mi sillón, como un púgil después de la pelea. ¡Estoy tan orgulloso de ti que ni te lo imaginas! ¡Te felicito, hijo mío! ¡Vas a ser un hombre de valía,  un hombre en verdad valiente. La mujer que tengas va a estar siempre, siempre, orgullosa de ti, porque nunca vas a aguantar que alguien abuse de ella o te ponga un pelo en el lomo. ¡Te voy a dar una bicicleta de hombre de regalo!

         ¿Qué opina usted, amable lector o lectora, de lo que ocurría en muchos  hogares chilenos hace aproximadamente ochenta años?







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