lunes, 16 de julio de 2012

Cuento en que imaginativamente se revive la tragedia de la fragata"Lautaro" acaecida en costas peruanas el 28.02.1945.

Petifoque.

                                                                       Por Félix Pettorino.


(cuento con fondo histórico
y protagonista imaginario)


Me han encargado este discurso. Un homenaje a la memoria de uno de nuestros más queridos camaradas del mar, fallecido repentinamente ayer en el Puerto Mayor de Valparaíso, punto de partida y de llegada de tantas azarosas travesías que pudimos vivir con tantos otros por los más variados océanos y parajes de nuestro planeta.

Cierto es que lo conocí cuando él era apenas un grumete recién salido de la Quiriquina y que lo tuve como compañero de navegación en cuanto vapor caletero surcó desde mediados de este siglo por los vericuetos de nuestro litoral interminable. Pero es el caso que ya me siento demasiado viejo y, además, me considero nulo para pronunciar discursos con el corazón conmocionado por algún sentimiento, menos aún si son fúnebres... Capaz que me ponga a lagrimear y no lo termine...

Así es que sólo les ruego que se conformen con esta mal hilvanada e improvisada evocación de quien fuera muestro amigo, el cabo enfermero Pedro Bórquez Millancur. Ella será menos trabajosa para mi pobre cabeza, casi sólo poblada con los recuerdos y añoranzas de nuestras andanzas y aventuras marineras.

No era un guaina todavía, cuando el finado Bórquez, último descendiente varón de una antigua familia maucha, tuvo la oportunidad de ver el inmenso manto azul del mar por vez primera y, algo más que eso, de disfrutar a sus anchas de la frescura e imponente belleza de nuestro océano desde la borda de una lancha maulina gobernada por un guanay amigo de su padre. Allí, en la estrechez de la cubierta, estaba apilada la pesada carga de rollizos que su taita -piel curtida por las inclemencias de puelches y travesías-, había traído en una carreta chancha, desde Coipué hasta Quivolgo. Lo de “piel curtida” delataba su condición de acarreador baquiano por lustros y más lustros.

Perico (así lo llamaba cariñosamente la gente de su tierra) notó de inmediato la abismante diferencia entre su pequeño mundo y el casi infinito que se le abría ante sus ojos bien abiertos de puro maravillados.

Porque a los rudos barquinazos del polvoriento camino, se habían sucedido los suaves bamboleos de una barca oliendo a una mezcla de huiros con pellín recién talado.

Y el mar costero, en la misma boca del Maule, se desplegaba como una fulgurante pradera verdiazul, rizada y rumorosa, frente a un horizonte turquesa perfectamente delineado y embellecido arriba, por unos retorcidos bucles de un rosa pálido en medio de la quietud de la tarde marinera. Los bueyes, sucios y de pelaje manchado de negro, habían sido reemplazados por el recogido velamen, blanco y reluciente, de la lancha maulina; y sus mugidos, desapacibles y tristones, por el ronroneo satisfecho de un motor que sonaba tan “pajita” como el mejor de los trompos. Y en lugar de la aguzada y cruel picana, estaba el señero remo de popa, que regía seguro el curso de la soberbia embarcación.

Lamentablemente, el paseo costero dispensado por el patrón guanay con una alegre conversa salpicada de estridentes carcajadas, resultó ser demasiado breve y hubo que regresar a la humilde carreta. Su andar lento y quejumbroso tierra adentro se le hizo esta vez interminable.

Y fue justo ese largo viaje de ensueños y fantasías, la ocasión en que nuestro amigo Pedro Bórquez decidió convertirse en hombre de mar.

Ya en la isla Quiriquina, el aprendiz de grumete, a pesar de la magra apariencia con que engañaba su menguada estatura, se reveló, desde los duros trances de la iniciación, como el mozo más entusiasta y de reacción más rápida y oportuna que conoció por esos tiempos nuestra añorada Escuela de Lobos de Mar.

- ¡Quiero que cada uno se presente en la fila con su nombre y apellidos completos...! ¡De izquierda a derecha! - ordenó el cabo instructor a cargo de la apretada fila de “motes” recién ingresados.

No bien había acabado de perorar con su acostumbrada voz de trueno, cuando...:

-¡Pedri-foque-millacuurrr! - se oyó cantar a grito pelado en el último extremo de la última escuadra.

-¿Petifoque, cuánto? - masculló festivo el “clase” a cargo de la formación.

-¡Millacuur, mi cabo! -bramó casi desgañitándose nuestro recordado compañero de rutas.

-¿Así que “tenimos” ahora un “petifoque” araucano en la Quiriquina? ¿No es así, so recluta?

-¡Petifoque araucano, pero, pa’ que sepa, bien chileno, con too respeto, mi cabo!

De ahí para adelante, nadie le despintó al finado Bórquez el apodo de “Petifoque” con que se le conoció entre el “personal de chompa” y hasta entre la más alta oficialidad, y no sólo en la Escuela, sino hasta más tarde, en la navegación, y también de viejo y retirado. Y a él parece que le gustaba su poco que lo llamaran así. Porque se sabía chico, pero fuerte y bien hecho, como la diminuta vela de ese nombre... Y también, por un buen poco de orgullo marinero, porque -como se sabe- es la primera de la proa y “Petifoque”, que se supiera, nunca se quedó atrás en nada que fuese de su obligación.

La anécdota que primero recuerdo de él fue cuando le tocó embarcarse en la corbeta “Baquedano”. Se trataba de su primer viaje de instrucción y era preciso comportarse de la manera más despabilada y diligente posible. Estaba en juego la calificación que decidiría el destino de su irrenunciable vocación marinera.

El track de la navegación había sido cuidadosamente elaborado por el comandante en junta de oficiales: zarpe rumbo a alta mar por la Boca Chica, justo al costado de la Quiriquina. Y, a continuación, proa firme hacia las heladas aguas australes, remontando con bizarría la pertinaz corriente de Humboldt.

Para durante el viaje, estaban previstas diversas maniobras y ejercicios: partir de orza, ceñir el aparejo por sotavento, orzar a la banda, ceñir, trepar por las escalerillas de los mástiles, envergar, etc. Entre los ejercicios, que la oficialidad guardaba en religioso secreto, figuraba el sorpresivo lanzamiento de un avezado nadador, a fin de probar la reacción marinera de la tripulación aún bisoña.

Así fue como, en un momento dado de la larga travesía, a treinta millas de la costa y con la mar algo gruesa, una voz estentórea salida de un altavoz instalado en el puente de mando rasgó el gélido aire de la madrugada:

-¡Hoombrii al aaguaa!

Nuestro Petifoque, que a la sazón se encontraba baldeando tranquilamente la cubierta de estribor, justo a unas pocas brazas desde donde había salido el grito, arrojó en un santiamén el lampazo dentro del tacho y, al divisar un bulto naranja agittándose entre las turbulentas aguas, no lo pensó dos veces, sacó de un tirón y luego lanzó por la borda un par de “picarones” y, acto seguido, se tiró de piquero en medio del mar embravecido, en presurosa demanda de quien él suponía era un náufrago verdadero.

El repentino contacto con el agua helada le hizo recordar que había amanecido con un ligero tironcillo en la espalda. -“Es por la “ceñida” de ayer tarde”- alcanzó apenas a decirse castañeteando los dientes, cuando un calambre de los mil demonios empezó a hormiguearle por todo el cuerpo y en un dos por tres me lo mandó como sacho de piedra en dirección al fondo. Por suerte, el capitán de la “Baquedano” había previsto hacerle a la tripulación de grumetes una demostración sobre la manera correcta de rescatar a un náufrago en medio del mar agitado y la operación contaba con cinco o seis buceadores de primera, que en menos que canta un gallo sacaron a nuestro amigo del tremendo aprieto en que se había metido...

Fue así como, gracias a la temeridad de Petifoque, el ejercicio resultó de maravilla: antes de dos minutos escasos, se pudo divisar, en medio de la borrasca marina, como entre dos nadadores fornidos emergía prácticamente en vilo el pequeño grumete, tiritando como pollo, calado hasta los huesos, para luego ser izado con la mayor prontitud posible hasta una camilla que lo esperaba muy bien dispuesta a estribor y, luego, ¡rumbo a la enfermería se ha dicho!, donde se repuso después de tres o cuatro días de estar postrado con un fuerte resfrío.

El incidente dio ocasión, como es natural en la vida marinera, a una seguidilla de chanzas y chascarros que el convaleciente Petifoque supo soportar con estoica resignación. Sin embargo, más allá de las tallas y risotadas del “personal de chompa”, nadie dejó de reconocer la verdadera pasta de héroe en potencia que palpitaba en el alma del impulsivo grumete.

    Y lo confirmó años más tarde, para ser exacto, un 28 de febrero de 1945, cuando en el que iba a ser nuestro primer y último viaje de instrucción de managuás, la fragata “Lautaro” se incendió cargada de salitre y se fue a pique frente a las costas del Perú. Más de alguno, incluyendo quien les habla, le quedó debiendo la vida.

El caso es que yo había sido operado de una apendicitis fulminante el día anterior. Petifoque, que oficiaba de enfermero, en cuanto oyó la orden de abandonar el barco, me cargó en brazos desde la cama como una guagua, me llevó hasta la cubierta, luego me alzó con notable soltura y sin decir: ¡agua va!, me arrojó por la borda. Acto seguido se lanzó tras de mí y me arrastró por los sobacos hasta el bote de doble bancada distante a unas cien brazas de la fragata, que iba dirigido por un guardiamarina, que no era otro que mi recordado teniente don Humberto Olavarría Aranguren. La embarcación, atestada de náufragos, se mecía como loca, en medio de las órdenes que espetaba el “gama”, mientras mi salvador permanecía asido “como lapa” a la borda de la embarcación. Yo me quejaba por la irritación que el agua salada me estaba causando en la herida; pero esa fue mi salvación: no se me infectó y a los pocos días se me curó solita.

Todavía recuerdo las palabras que en son de amonestación me dirigió el teniente Olavarría:

“-¡O te callas o yo me encargo de curarte la herida!”

No me quedó otra que guardar el más absoluto silencio, mientras Petifoque me saludaba con uno de sus pulgares en alto. Como buen nadador que era, daba instrucciones a sus compañeros para que no se agarraran unos a otros, sino que se mantuvieran aferrados a la borda del bote, ya que de lo contrario de ahogarían irremisiblemente. Su tarea no pudo ser más valiosa en el trance aterrador que todos estábamos viviendo...

Después vino lo que todos sabemos: el salvataje del buque argentino “Río Jachal” que cambió su rumbo para ser el primero en las labores de salvamento, y la llegada sanos y salvos a tierra firme peruana, donde nuestros hermanos del Este y del Norte nos brindaron las más afectuosas atenciones.

Ya en el Callao supimos de la trágica muerte de 20 de nuestros compañeros, entre los cuales cabe recordar al 2º Comandante don Enrique García González quien, junto a un oficial y a un guardiamarina, rindieron la vida por proteger el salvamento de una parte de la tripulación. que en medio de una humareda espantosa, iba ascendiendo por las escalerillas verticales hasta la cubierta...

¡Loor a todos estos héroes, por la parte memorable que le cupo a cada uno en tan trágicos momentos!

Hoy el último de ellos -nuestro querido camarada Pedro Bórquez Millacur- ha ingresado a esa gloria eterna que Dios y los hombres sólo deparan a los grandes héroes.

    Y yo que, como tantos otros, le debo la vida, sólo puedo exclamar con voz entrecortada por las lágrimas: “Hermano Petifoque: ¡descansa en paz!”

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