lunes, 16 de julio de 2012

Oda a los aviadores de Chile. Por Félix Pettorino



A Gonzalo, el nieto aviador.

Aviadores de Chile:
apuntando vuestras naves rumorosas
por sobre valles recónditos
entre arquitecturas disgregadas de peñascos y fosas,
moles de peñones verticales
y abismos de quebradas overas,
las muchedumbres salen a las calles
agitando pañuelos y banderas
para veros pasar,
con el vértigo de un ciclón de balas
por el mensaje colosal
que traen vuestras alas.

Son  naves de troncos radiantes
emigrando raudas hacia todos los confines
donde llanos de pólenes flotantes
os saludan agitando cabelleras de rubios querubines.
Y mientras los enviones nerviosos del viento
golpean una y otra vez el fuselaje
las rojas corolas de las turbinas exhalan el aliento
que impulsan la altura y velocidad del viaje.

Os rodean a veces estelas de artificio
semejantes a manojos de jazmines
cuyos finísimos hilos
de traviesos volantines
parecen tremolar al desgaire
agitando sus pétalos de variado color
que  juguetean en el aire
como vilanos en flor.

Son gigantes alados
que flotan rugiendo
los sueños imposibles
de los pilotos de antaño.

Son ángeles del cielo enviados,
maná urgido en clamores de alarma
por pueblos desolados,
alas que abaten la saña
del fiero viento blanco
que ruge en la montaña.

Bello, Cortínez, Marsh, Merino,
Ávalos, Parragué y tantos otros
cóndores de las nieves eternas,
pioneros del aire,
abrieron el destino de este Chile alado
desde el histórico morro
hasta la Antártica famosa.

Dagoberto Godoy,
entre el pardo volumen
de las asechanzas de la roca,
traspasó rozando las más altas cumbres
del Ande colosal,
mientras las ráfagas arremolinadas de la cordillera
lo atraían con su peso de cadenas,
pero él, timón en mano, osó remontar el vuelo
en su frágil avioneta,
alto, cada vez más alto,
en busca de esa estrella
que al fin pudo coger
para el azul de su bandera.

Parragué,
en su barca voladora Manutara,
planeando sobre el ancho páramo abisal
del mar Pacífico
hasta nuestro remoto Rapa Nui,
el de los moais legendarios,
avecindó la Polinesia a nuestra gente
en una hazaña de miles de millas
que asombró a todo el Continente.

Aviadores de Chile,
residentes de las brisas más azules,
avizores de policromos retazos
de monte, agua y suelo,
en pos de las cumbres desbordantes de albos copos
entre vapores de gasas y tules,
al bajar al fugaz reposo
sobre la fría losa de aeropuertos y hangares,
sin la suave caricia de rocíos y brisas,
añoráis de seguro el rugir de los motores
trepando muy rectos
hacia el cielo infinito

Y así,
atravesando
vapores de seda, ramalazos de cristal,
cabelleras de agua
y trepadoras de impalpables algodones,
a veces,
entre relámpagos
y bufidos de volcanes
por ahí y por allá,
vuestros aviones
van rugiendo y crepitando
cual dragones imaginarios, centelleando
con sus caparazones de metal recién bruñido,
contemplando y descubriendo
el caleidoscopio terrestre
y el zodíaco celeste.

Y sobre el páramo lunar
de los blancos salares verdiazules,
en medio de inmensas estepas de arena y sal
y toscas pinceladas de lomas bayas
de visos desteñidos, enfilando con las alas en cruz
voláis en lenta travesía
desde esas soledades muertas
hacia los confines de la luz.

¡Y cómo alegra al gentío
el ágil paso de los pillanes diminutos
en formación exacta
entre cirros de primavera!

Halcones en escuadrillas,
estrellas de trueno y plata,
en geométricos racimos,
surcan la orilla del aura,
aran melgas en el cielo
con su concierto de flautas
y trepan las escaleras
del aire en rectas pautas
para caer en remolinos
pintando albas cascadas.
¡Cabriolas de volantines!
Los niños baten las palmas,
la multitud enmudece
y luego ruge y aclama.

Aviadores de Chile,
pilotando esos ingenios voladores
que parlan cien lenguas extrañas
con sus fauces insaciables
de anchas arcas diluvianas,
transportando mensajes,
traspasáis los cinco continentes
hollando sobre el aire quién sabe cuántas cosas ignoradas,
flotando entre cabelleras blanquecinas,
o sobre nubes con rosado plumaje de parinas,
nidos radiantes de un sol que pestañea
junto al ballet de las centellas vespertinas.

En la proa de vuestras naves de acero
vais hilando una mágica aventura
con alas desplegadas,
proyectando sombras de cometas
como saetas rasantes,
mascullando canciones monocordes
con murmullo de abejorros,
yendo,
subiendo,
zigzagueando
y descendiendo
tierra abajo,
como buscando un hogar momentáneamente olvidado,
sin escuchar otro ruido
que el retemblar del motor o las turbinas,
sin vibrar nada afuera,
sólo el áspero fragor del viento
y el paso de nubarrones solitarios,
corceles extraviados,
 proas de metal, espolones trepanando el vacío,
hurgando en los secretos de la Creación,
descubriendo una a una las pálidas estrellas
en busca de la gran lámpara lunaria
que abra, por fin, la senda de la noche.

Desde lo alto del firmamento,
todo se vuelve simetría iluminada,
pozas calladas
y la inmensidad más profunda.
Tan sólo la cordillera,
baluarte, farellón y despeñadero,
lomo de roca nevada
con sus pardos dedos indios
apuntando amenazante contra el cielo
y hondas arrugas en sus palmas agrietadas,
todo se interrumpe y lo detiene
y a veces hasta osa adentrarse en el océano.
Es el gran estandarte de piedra,
el bastión inhóspito
alzado
en medio de la soledad más absoluta
que Dios, con sus manos de nieve, puso,
¡oh, dulce Patria!
para que pudieras defenderte en hipotéticas batallas
y sentirte grande y fuerte
como ella,
en una interminable caravana de adalides,
contemplando el ancho mar,
florecido en un temblor de espumas,
y bajo el gran manto azul, sin brumas
el tremolar de tus naves augurando la paz

Aviadores de Chile,
mientras vuestras alas, desde el mar al muro
cordillerano, vigilen
los cielos más altos y puros,
de nuestro bienamado Chile.
seguiremos disfrutando de un hogar seguro!

No hay comentarios:

Publicar un comentario