sábado, 14 de julio de 2012

Los padres aconsejan y ayudan, pero no deciden el futuro de sus hijos.



Proezas ecuestres.

                                                                   De Félix Pettorino.

Bernardo de 16 años y Eleuterio de 13, eran dos hermanos antofagastinos, hijos de un capitán de caballería de apellido Ramírez, que habían aprendido las primeras nociones del arte de cabalgar a la inglesa, gracias a la solícita iniciativa de su padre, quien tenía gran interés en que ambos retoños, dotados de nombres patrióticos, llegaran a dominar las maestrías de la equitación, no solo en materia de trote o galope, sin también en el salto a caballo, para lo cual los días domingos los invitaba al regimiento “Exploradores” y, previo permiso del comandante en jefe, solía adiestrarlos en el picadero a fin de que llegaran a dominar las destrezas  necesarias para actuar en futuras competencias ecuestres.

Pero lo cierto es que Bernardo no tenía ni la vocación ni las aptitudes naturales de un buen jinete y acompañaba a su padre y hermano de no muy buena gana cuando este decidía que, por ser domingo, había que ejercitarse por un par de horas en el noble deporte de la equitación, naturalmente después de haber todos ellos concurrido a la catedral antofagastinacon el fin de cumplir la sagrada obligación de la misa dominical.

Y todo ello a pesar de que había llegado a hacerse famoso en el grupo familiar cuando con un fuerte golpe de la rienda suelta que cogió a la pasada, logró atajar al alazano “Lucifer” (llamado así por su pelaje rojizo) cuando este, a galope tendido, abandonó la cabalgata desbocándose enloquecido de hambre, porque había sido montado en el justo momento  en que debía concurrir a la caballada para devorar su forraje. El susto de todos fue grande, porque se veía inminente la caída de Eleuterio, su jinete, que se limitaba a aferrarse del borrén delantero de la montura.

Lo que provocó la admiración de todos, fuera de la oportuna atajada, fue la serena y hasta risueña reacción del hermano menor, quien procedió a desmontarse calmadamente, sin acusar el menor pánico. Y de paso confesó que la escapada del potro se debió a que él le había propinado un fuerte rebencazo en las nalgas… (¡Este sí que es el buen jinete que yo espero formar…! fue la inmediata reflexión del padre)  Y lo demostró con un abrazo efusivo dirigido al chico, impresionado por la gran salvada de que había sido objeto gracias a la oportuna intervención del hermano mayor, a quien también felicitó, dando por terminada la cabalgata con aquel malhadado Lucifer. Y agregó: “¡Vengan niños al regimiento a practicar equitación cualquier día sábado en la tarde! Ya he hablado con mi comandante, el que me ha autorizado para que ustedes dos practiquen en el picadero bajo la vigilancia de un cabo segundo, que oficiará de instructor,

Ambos muchachos acogieron el ofrecimiento con alguna reticencia. En primer término, a Bernardo no le gustaba para nada la equitación, ya que era demasiado aficionado a leer en sus ratos libres novelas o cuentos de aventuras. Y luego, tampoco a Eleuterio, porque hubiera preferido un ejercicio libre, sin instructor ni vigilante alguno, dedicado al arte de cabalgar, sea trotando, galopando o practicando saltos… Pero, en fin, se trataba de una oferta paternal otorgada con todo cariño y no era gentil ni oportuno negarse a tan cordial ofrecimiento de parte de su progenitor.

Se decidieron, sin embargo, a acudir los sábados en la tarde al picadero, tal como estaba concedido por la autoridad máxima del regimiento. Ignoraban  solamente un detalle. Había un muchachito más, de tan solo unos 9 años, que estaba autorizado por su padre (nada menos que el mismísimo comandante) para hacer uso del picadero ese mismo día y hora, con el privilegio de no estar sujeto a las órdenes de ningún instructor ni vigilante.

Fácil es comprender que el solo hecho llegar en las primeras horas de la tarde al picadero y encontrarse con ese muchachito practicando saltos, en realidad espectaculares, llamó de inmediato la atención tanto de Bernardo como de Eleuterio. Sin mayores preámbulos, ya que no había en ese instante ningún soldado instructor ni vigilante, los dos jovencitos, aprovechando la circunstancia de que el niño equitador había tenido al parecer un breve momento de descanso, optaron por dirigirse hasta donde él estaba descansando a la vera de un obstáculo de salto, para preguntarle qué lo había llevado hasta el picadero del regimiento para entregarse a la práctica de sus aficiones ecuestres.

Un vez que estuvieron junto al muchachito, el primero en tomar la palabra, pese a ser el menor, fue Eleuterio, quien procedió a preguntarle derechamente:

¡Oye, oye, ¿cómo es tu nombre? ¿Nos podrías decir qué estás haciendo acá? ¿Quién te dio autorización para usar el picadero del regimiento?

El niño, sin inmutarse, contestó:

– Me llamo José Miguel y, para que ustedes lo sepan, soy el hijo menor de José Miguel Barrera, que de seguro deben saber ustedes que es el comandante del regimiento. Y ahora les devuelvo la pelota: – ¿Quiénes son ustedes y que están haciendo acá, en el picadero del regimiento?

Fue el momento en que intervino Bernardo, el mayor:

– Bien, amigo José Miguel. Ambos somos hijos del capitán Ramírez, que tú seguramente debes conocer. Y él nos ha dicho que tenemos a partir de hoy la autorización para usar el picadero… Claro está, que sin perturbar para nada tu trabajo. Y al verte cabalgar nos hemos dado cuenta que dominas bastante los ejercicios de la equitación…

Como ya me presenté, ¡gusto de conocerlos! ¿Hace mucho que practican equitación? Yo empecé a los cinco años, auxiliado –se entiendepor mi papá, que es de lo más buena persona…

– ¡Algo le pegamos al salto! –interrumpió Eleuterio…, pero sólo para enfrentar acequias o también simples barreras…; pero ¡cuidado, amigazo!, recapacitó sonriendo, ¡no para referirme a ti y a tu papá…!

– Veo que también tienen sentido del humor – replicó José Miguel muerto de la risa… Y a propósito de nuestro feliz encuentro, ¿por qué no probamos un poco cómo anda la experiencia de ustedes en el tema de la equitación?

– ¡Ni por nada! interrumpió Bernardo   nosotros estamos recién aprendiendo equitación… ¡Y es muy poco, casi nada!

– ¡Pero, a pesar de mi escasa experiencia…, ¡creo que me la puedo para competir contigo! bramó Eleuterio interrumpiendo a su hermano mayor. En verdad, se creía bastante más crecidito que José Miguel, el hijito del comandante.

¡Conforme! contestó sin chistar el pequeño. Te invito al obstáculo de triple barras, que es el que mejor manejo yo, Te voy a desafiar corriendo hacia el obstáculo desde una distancia de solo veinte metros… ¿Qué te parece?

  Fue el momento en que Bernardo le propinó un suave codazo en el hombro a su hermanito Eleuterio para que no se fuera a meter en una camisa de once varas, de la cual tardaría largo tiempo en arrepentirse. Pero todo fue inútil. Este se limitó a encogerse de hombros ante la insinuación. Estaba bien seguro de que le ganaría a aquel mequetrefe de 9 años.

         Como era de esperar el salto del niño José Miguel sobre el obstáculo de tres barras sucesivas en orden ascendente-descendente fue espectacularmente perfecto: con absoluta limpieza, a gran velocidad y sin tocar ninguna de las seis barras, las tres de adelante y las tres de atrás.

         Antes de ponerle el memorable broche de oro a tan magnífico salto y de ser premiado con los sonoros aplausos de un improvisado grupo de conscriptos de caballería, ya Eleuterio estaba montado en su alazán, bien decidido a superar la hazaña de su adversario a una distancia de tan solo 15 metros.

         Da más que un poco de pena y vergüenza rememorar el atroz resultado del calamitoso salto: Lucifer tropezó con las tres varas iniciales del obstáculo ecuestre y Eleuterio se precipitó al suelo para caer de frente contra las otras tres barras, dos de las cuales se quebraron., afortunadamente sin mayores consecuencias para su integridad corporal. Surgió de inmediato primero un desanimante clamor colectivo y luego una rechifla general de la “soldadesca”, como Eleuterio, desbordante de rabia, osó bautizar al grupo de conscriptos.

         Después de tan desalentador incidente, nunca más volvieron los muchachos al regimiento ni menos al malhadado picadero. Ninguno de los dos siguió tampoco alguna carrera militar, como eran los deseos de su padre, el capitán Barrera.

Bernardo es hoy un famoso abogado laboralista dedicado exclusivamente a la defensa de los trabajadores oprimidos y Eleuterio vive la recoleta vida del profesor universitario en la carrera de Medicina Veterinaria dedicada exclusivamente al ganado mayor.

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