domingo, 22 de julio de 2012

El primer beso... y el último. Por Félix Pettorino.



                 [A mi amiga Gina Inostroza Palacios, quien me inspiró el tema].


Hay dos momentos que son trascendentales en la siempre fugaz vida de un amor realmente romántico: el primer y el último beso. El primero, pletórico de tiernas ilusiones y esperanzas. El segundo, el cierre definitivo de una etapa que quiso ser feliz y lo fue, a veces en plenitud casi permanente; otras, solo en contadas ocasiones.

Júzguelo, amigo lector, porque le voy a contar confidencialmente algo de mi propia vida, que ya está a punto de extinguirse como lo acabo de comprobar con el resultado de mi reciente escáner. Aprovecho el momento crítico en que mi leve existencia se debate entre la vida y la muerte, para revelarle a usted lo que fue para mí el primer y el último beso con la mujer amada, quien me acompañó hasta el último instante de su precaria existencia:

¿Qué le puedo transmitir, querido lector, no a su cerebro, sino a su corazón, de lo que fue aquel primer beso de real enamorado que a ella le di con toda la fuerza y la pasión que antes de intentarlo no me dejaba ni siquiera adormecerme en un plácido sueño poblado de ilusiones paradisíacas y a la vez de terribles quebrantos por el solo hecho de imaginar en mis noches de insomnio la posibilidad de un rotundo fracaso?

Pero, después de los tres o cuatro días que se me hicieron eternidades de espera, ¿no me ve usted, más que expectante, tembloroso y perturbado ante la inminencia de un acontecimiento tan importante como es el primer beso que se va a dar soñando con una vida futura plena de felicidad, aunque aquello no resulte del todo cierto como se esperaba?

Porque la verdad es que yo veía en ella al ángel custodio que por designio de Dios y de los hados, estaba (según mis alucinaciones de enamorado sin remedio) predestinada para ser mi dulce e imprescindible compañera de toda una vida. La amaba más que a mi madre, podría decir sin el menor asomo de exageración.

Y cuando estábamos ambos muy juntitos conversando de cosas aparentemente banales en un banquito de un parque poblado de parejas de amantes solitarios, a ratos me impulsaba la sensación de que era “el momento sagrado y preciso” de brindarle mi primer beso de amor, pero luego me retraía al advertir que ella estaba mirando distraídamente la luna llena que en pálida insinuación no se atrevía a mostrarse con toda la nitidez de aquella noche azul que nos sugieren los artífices de la música, la poesía y la pintura con sus divinos “Claros de Luna”…

¡Eran apenas las 7 de la tarde! Faltaba al menos un par de horas para disfrutar amorosamente uno de aquellos auténticos “Claros de Luna”… Demasiado temprano todavía para ofrecerle en el clímax esplendoroso del cielo, ese amor eterno que me afloraba por todos los poros con la exaltación del más rendido de los amantes. . Además, se aproximaba el verano y era del todo imposible disfrutar, aunque fuera de un breve lapso de luna llena, ya que mi niña debería estar acogida en su pensionado universitario no más allá de las ocho de la noche

 Llegó un momento en que mi corazón se negó rotundamente a esperar un segundo más el anhelado advenimiento de esa hostia gigantesca en medio del firmamento… Y mis labios, ebrios de pasión, sin importar los nefastos resultados que podrían sobrevenir como efecto de las ansias de palpar el corazoncito rojo que formaban los de mi  prenda amada, se rindieron a su hechizo y se lanzaron a correr la aventura de intentar la dulce intimidad amorosa de ese húmedo contacto con la mujer querida, admirada y deseada, que era como tocar el cielo con las manos…

Y (como escribió don Luis de Góngora en su famoso soneto, mi intentona fue generosamente recompensada por ”la dulce boca que a gustar convida” aquel néctar de los dioses, cuyo principal ingrediente es lo más inefablemente maravilloso en la humana existencia: el amor de unos pocos instantes vividos “a concho”  como si fueran para siempre jamás…
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Pero (¡lástima grande!) hay también en la vida otro amargo suceso que se vislumbra como remotamente posible y muy hipotético en términos del futuro impredecible que tenemos por delante: ¡el último beso!

Y yo soy uno de los seudo privilegiados, ya que dolorosamente Dios me otorgó la merced de vivir intensamente esa penosa e inquietante experiencia que perdura en mi alma hasta el mismo momento en que estoy garabateando con uncida emoción  esta última página sobrecogedora, plagada de angustias y quebrantos.

La Diosa de la Fatalidad dispuso que Isabel, la adorada compañera de toda una vida, adolecería de un mal incurable: la fibrosis pulmonar, que avanza segundo a segundo a lo largo de la existencia de su víctima sin detenerse jamás, ni siquiera por un insignificante suspiro.

Ella ya había sobrepasado la barrera de los sesenta y sentía a cada soplo de su respiración la angustiosa necesidad del aire que viniera a invadir su torso vacío para colmarlo de vitalidad. No había más remedio que recurrir a los balones de oxígeno, algunos portátiles, a modo de livianas mochilas, otros en forma de gigantes cilindros de negro acero, que fueran capaces de insuflarle los postreros hálitos de vida que momento a momento se hacían más fatigosos que escalar una montaña.

Hasta que llegó, como tenía que llegar, la hora de la verdad.

Fue en la mañana de ese fatídico sábado de julio, apenas 37  años después del primer beso, en que ella, ya pacientemente familiarizada con su mal, solicitara a nuestra nana que la condujera al baño vecino de nuestro dormitorio, a fin de que le permitiera respirar el oxígeno del aire mediante la total apertura de una de las ventanas.

Mientras yo permanecía acostado en el lecho vecino leyendo la trágica novela “Madame Bovary” de Gustavo Flauvert, sentí un grito desgarrador que me impulsó de inmediato a acudir en auxilio de mi amada. La vi, sí, la vi, pero con sus grandes ojos en blanco, exánime, desmayada al parecer, apoyada a medias en el regazo de nuestra nana. En el acto me apresuré a cogerla suavemente entre mis brazos y a conducirla tan presto como pude al lecho nupcial, donde, una vez que la recosté suavemente en la cama, no pude resistir el ansia de besarla y de insuflarle mi respiración boca a boca para que volviera en sí lo más pronto posible, a la vez que, en el colmo de la angustia, le susurraba quedamente al oído palabras que querían ser de un aliento que yo mismo distaba mucho de tener:

-Chabelita mía, amor de mi vida: ¡no te mueras, por amor de Dios!, ¡no me dejes solo! ¡Trata de vivir, aunque sea por unos cuantos días más! ¡Yo llamaré a cada uno de nuestros hijos para que vengan a darte el último adiós! ¡Sé buenita con nosotros, como siempre lo has sido! Te beso para que revivas de una vez y puedas despedirte de todos nosotros, los que sin ninguna excepción te hemos amado toda una vida… Amor mío: ¿me oyes...? Dime, dime, amor, que me estás escuchando y que me entiendes todo lo que te estoy pidiendo… Ella, por toda contestación, movía su cabecita de un lado al otro, sin poder yo saber si la respuesta era un  “sí” o un “no”.

Y llegó el consolador instante en que ella resucitó, si así se puede decir. Sólo me quedaba el don del último de mis besos que mi torpe entendimiento me aseguraba que tendría el poder de revivirla, e ilusionado se lo dejé levemente estampado en sus pálidos labios presumiendo que acaso iba a ser el que -para bien o para mal- iba a sellar definitivamente nuestra breve historia de amor. Y así lo fue, pero en el sentido más angustioso que era dable esperar…

Los otros pertenecen al resto de mis hijos, a quienes les cedí el lugar en nuestro lecho nupcial para que lloraran sus quebrantadas ternezas hasta dar por agotadas sus ansias de confundirse con su madrecita en una argamasa de cuerpos que evocara la más tierna gravidez de aquellos ya tan lejanos tiempos de dicha..

Dos días más tarde, en pos de reiterados cuidados clínicos que resultaron infructuosos, cada uno de ellos logró despedirse tiernamente de su madre después de docenas de ruegos, cantos, oraciones y besos que terminaron en llanto, cuando ella, con su frío cuerpecito a una temperatura casi del mismo hielo, puso definitivamente sus ojitos en blanco y exhaló el último suspiro…

Mientras tanto, sentado a medias en una habitación vecina, lloraba yo sin límites lo que ya se veía como inminente.

Mi alegría de vivir, con toda aquella radiante felicidad tan plenamente disfrutada durante aquellos últimos treinta años, también había dejado de  existir.

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