viernes, 1 de junio de 2012

El amor nunca muere ..., mientras haya vida. De Félix Pettorino.

Un ejemplo de amor eterno.

- I -

 Miro una vieja fotografía. Ajada, amarillenta, pero todavía llena de vida. Más que mirarla, la contemplo extasiado. Es ella a los 18. Siento una tenaz opresión en el pecho. Me quebranto de dolor al sentir el impacto de su alegría de vivir, sus almendrados ojos verdes llenos de luz, su típica sonrisa con un halo de perennidad. Con el corazón oprimido por la ansiedad a que me somete la consciencia de este persistente abandono, rompo a llorar como una criatura y me sumerjo en un pozo de desaliento al revivir aquel momento radiante de juventud, tan merecidamente feliz, reflejado en una fotografía de un pasado lejano irremediablemente muerto. Y pienso en la fugacidad del tiempo, en el mínimo trocito de vida que somos en medio de este Universo ilimitado...
Y  de pronto se me asoma al alma, como el aleteo de un pájaro, este consuelo absurdo: “Isolda no puede haber muerto. Gozaba de una alegría de vivir tan desbordante. La enterramos, es cierto…; pero debe estar en alguna parte… ¡Si ella, mi amor, estaba como siempre, hermosa, juvenil, llena de vida…! ¡No puede haberse acabado para siempre! ¡Que espantosos episodios de sufrimiento me esperan si este trágico desenlace fuera real! ¡Si anoche mismo, hicimos el amor, como tantas y tantas veces, y se veía, se sentía, tan juvenil como en sus primeros años! No me cabe en el corazón ni en la cabeza que mi Isolda haya desaparecido para siempre… Debe estar en algún sitio, ¡sí!, en este mundo sempiterno en que vivimos. No creo que ella haya transmigrado a otro cuerpo, como dicen algunos. Creo que se ha trasladado a otra parte desconocida del universo… Habrá que buscarla… Pero ¿adónde? ¡Es desesperante! Habrá que consultarlo con alguien, tal vez una de esas féminas privilegiadas, las psíquicas …, ¡eso es! Nada se pierde con ponerse a investigar. Pagaré lo que sea…, aunque me arruine…; pero al final la recuperaré. Y esta vez tendré que cuidar a mi niña día y noche, acariciándola, colmándola de besos, aunque deba abstenerme hasta de hacerle el amor, para que no se me vaya extinguiendo de nuevo… El solo hecho de volver a tenerla en mis brazos hace que valga la pena tal sacrificio.

                                                 - II -

         Hoy al atardecer tomé una decisión. Después de algunas averiguaciones por el vecindario en los cerros de Valparaíso, un hombre de chaqueta parda, que me dijo desempeñarse desde hace 20 años como cartero, me informó, cuando lo divisé caminando por la plaza Victoria, que él sabía de una psíquica que se dedicaba al asunto ese de ubicar mentalmente (se confesó como “mentalista”) a cualquiera persona, animal u objeto valioso que estuviera perdido desde un período apreciable de tiempo, esto es, por lo menos durante unos cinco años.
         Como es natural, intenté pedirle la dirección de la tal “psíquica”, “mentalista” o como quisiera llamarse, y me comunicó que eso no era tan fácil, porque el sitio era algo intrincado y difícil de localizar; pero que por fortuna, él conservaba el número del celular de la profesional, el cual podría facilitarlo siempre que se le pagase una módica comisión.
         ¿Y qué entiende usted por “módica” le pregunté para orientarme en la mínima cantidad que me costaría el logro de un dato tan importante para mí.
         Pues, ¡lo que sea su cariño! – me contestó sin sonrojarse. –Aunque con cinco luquitas bastaría y sobraría para darme por satisfecho. Mire, patrón, que eso de subir de la mañana a la noche por estos escarpados andurriales, lo primero que se gastan son los zapatos y lo segundo, la huesera del esqueleto, ¡y no es poca cosa..! Se lo dice un cartero que ya va enrumbándose algo más allá de los sesenta…
         De inmediato saqué de mi billetera el billete anaranjado con la imagen de nuestra Gabriela y se lo pasé, mientras él me recitaba una a una las nueve cifras del móvil que me haría posible comunicarme con la psíquica, que resultó ser del cerro Cordillera.
         Ilusionado y radiante de felicidad con el dato, me apresuré a tomar un asiento en uno de los escaños de la plaza porteña, cogí mi “celu” y marqué en él, uno a uno, los números que me llevarían a obtener la cifra milagrosa que me permitiría comunicarme con la mujer maga, quien habría de conducirme al reencuentro de Isolda, mi amada esposa, perdida hasta ahora para siempre.

        - III -

Pero, contrariamente a lo que yo esperaba, la conversación fue bastante breve. El nombre de mi consultora era una mixtura onomástica entre chileno y mapuche: Bristela Cuncumén, muy amable, por supuesto, pero también bastante ocupada, me manifestó no tener hora de atención hasta el 13 de agosto, esto es, hasta 47 días más tarde, ya que todas sus consultas estaban comprometidas hasta esa fecha…
¡Ni más ni menos que si fuese un facultativo del más alto prestigio! – cavilé  desalentado; mas, ante mi manifiesto desánimo, me comunicó que había una salida: la consulta a domicilio, un tanto más onerosa, pero harto cómoda, pues ella se comprometía a venir a mi hogar en día y hora mucho más cercano, siempre que llegáramos a ponernos de acuerdo.
Así fue como logramos encontrarnos en lo que queda de mi hogar el 13 de julio, esto es, solamente 16 días después del llamado a través de mi móvil. Lo único que cambiaría, además del lugar de la consulta, serían sus honorarios, vale decir, “cincuenta mil pesos” en vez de las modestas “quince mil” que me costaría la otra.
Mi ansiedad por gozar del prodigioso milagro de ver de nuevo a mi Isolda era tan intensa que acepté de inmediato, Y me resigné a esperar segundo a segundo las dos semanas que restaban para sellar el anhelado encuentro con la psíquica.
Los días se me hicieron eternos. En el calendario de mi dormitorio, justo al lado de la cama donde ella dormía, empecé a marcar con una X, a partir del 28 de junio, cada día que pasaba después del día 27:
28-29-30-1-2-3-4.5-6-7-8-9-10-11-12- y ¡13 de julio! El momento del ingreso a mi hogar de aquella deidad criollo-araucana que Dios había puesto a mi servicio para regalarme de nuevo a mi Isolda. A aquella encantadora diva de todos mis sueños, a quien volvería a tocarla, a besarla y colmarla de caricias, como valioso don del amor divino obsequiado por el Todopoderoso!

-         IV –

Mas, las cosas no sucedieron conforme a lo que yo esperaba: El día anterior al vencimiento de plazo, Bristela tuvo un serio contratiempo: Chindo, su hijito menor, estuvo a punto de morir quemado en el brasero encendido para abrigar su “ruca” (un “bangalito” con antejardín) cuyo gélido ambiente amenazaba a toda la familia con sus crudos tentáculos invernales Y la cita cabalística debió postergarse hasta nuevo aviso.
Al recibir por teléfono la malhadada noticia en que se me postergaba indefinidamente la consulta, la esperanza se me vino al suelo. Me sentí morir y me eché sobre la cama a llorar como un condenado a muerte.
Me mantuve prácticamente sin conciencia no sé cuantas horas en esa misma posición. Hasta que durante esa especie de sueño me llegó desde no sé dónde la enigmática voz de la machi comunicándome al oído:

“– No tengas ningún temor, amigo Tristán, ¡soy la Bristela! Y ya sé dónde vive tu Isolda Es a la entrada de la calle San Juan de Dios en Valparaíso, casi, casi en la esquina de Ecuador, por la cual ella baja todos los días hasta llegar a Condell, camina hasta Bellavista rumbo al supermercado… ¡Allí la encontrarás cualquier día de trabajo, entre las 11 y las 12 de la mañana! Me he sentido muy angustiada con todo lo que le ha pasado a mi Chindo, así es que no podré ir, por ahora, pero lo estoy sanando con unos emplastos al hielo de quilloy-quilloy, que es un remedio infalible. Si no puedes esperarme tanto (porque esto va a demorar unos cuantos días), deposítame el cheque por cincuenta mil pesos en el Banco Araucano a mi nombre, Bristela Cuncumén Lahuenco, en mi cuenta corriente serie AX- 32459-99”. Y disponte, sin más trámite, a visitarla en su domicilio…

-         V –

¡Estoy más que feliz, eufórico…! En medio de la noche voy caminando por la calle Ecuador, a lo que más dan mis zancadas. Me falta solamente una cuadra para toparme con la subida San Juan de Dios, donde cerca de la esquina vivía con mi Isolda hace más de medio siglo, en los altos de un chalet muy monono. Me acuerdo que teníamos dos chiquilines, un varoncito de algo más de un año y medio y una nenita muy graciosa de unos 10 meses. Bajábamos por una escalinata ancha de cemento de unos treinta peldaños al aire libre
         ¡Ya entré por San Juan de Dios! ¡Estoy al frente de la que era mi casa! Por esa gradería pienso que bajará la prenda de mis amores. Espero que esté viviendo solita, ojalá con su nueva madre, sin ningún compromiso sentimental. Porque ella es mía y será de nuevo mía, que es lo que le estoy pidiendo a Dios y a la Virgen.
         Me he puesto a oprimir con el índice el timbre de los altos. Sale una dama; pero no es ella. Es una viejecita de unos ochenta y tantos años, que me mira y me remira, tratando de reconocerme…
         Intenta bajar por la escalinata; pero pierde el equilibrio y cae estrepitosamente rodando por los peldaños hasta la misma puerta en que yo me hallo. Allí se queda, sin un quejido, en el suelo. Es Isolda, mi Amor, que ha muerto de nuevo, abrumada por una vejez demasiado avanzada...
         Estallo en llanto. En eso despierto. Todo fue un sueño, un maldito sueño que se repite. Como los de tantas noches pasadas. ¡Estoy loco de remate!

Nunca Tristán sin su Isolda volverá a ser feliz. Pero ha demostrado que la muerte no puede acabar con el amor cuando es un amor de verdad. El amor vive más allá de la muerte.¿No es cierto?

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