jueves, 14 de junio de 2012

La tentación de Eva, el secreto que aún perdura. Cuento de Félix Pettorino.

La manzana de Eva.

                                                                                                       

         Doce años había cumplido Julián cuando empezó a percatarse de que los hombres y las mujeres no se distinguían solamente por su manera de vestir: su padre, su hermano Andrés y él con esos tubos largos de género que cubrían las extremidades inferiores y la mayor parte de las mujeres, sobre todo las niñas, con esos vuelos livianos que mientras más aleteaban con la brisa y el viento, más y mejor permitían ver sus hermosas piernas, casi siempre suaves al tacto (según le parecía) y notoriamente mejor torneadas que las de él y de sus compañeros y amigos, que ya, aunque muy de a poco, se estaban llenando de vellos pelusientos.

         Y sorprendido con aquel descubrimiento que le atormentaba el cerebro, esperó las primeras horas de la tarde, en  que su papá, un varón ya maduro que frisaba por los 42 años, se disponía a leer la correspondencia del día, sentado en un cómodo sillón de la sala, para preguntarle cuál era la razón de la diferencia que explicaba estos modos tan distintos de vestirse y si había otras demostraciones más en que él, como niño, nunca hubiese reparado.

         A eso de las 4, después de haber terminado con una tarea de problemas matemáticos, se dirigió al living esperando encontrarlo muy arrellanado en su sillón mientras como de costumbre se devoraba con devoción los resultados de los partidos de fútbol entre dos clubes tradicionalmente rivales.

         Había ingresado a la sala con sigilo esperando encontrarlo dormido o, al menos cabeceando la siesta; pero lo vio tan atento al periódico que mantenía abierto ante los ojos, que en el primer momento pareció no haberse dado cuenta de la presencia de él, su hijo mayor.

         Mas no fue exactamente así. Lo había divisado con el rabillo del ojo, pues bajó el diario y mirándolo con cierta sorpresa, exclamó:

         – Julián: ¿Qué andas haciendo por acá? ¿Vienes a verme o a preguntarme algo relacionado con los ejercicios de Matemáticas que estás haciendo?

         – ¡Nada de eso, papá! Los ejercicios eran todos fáciles. Ya los hice. Quisiera averiguar algo que tú, como hombre mayor que eres, debes saber muy bien… ¿Por qué existen las mujeres? ¿Y por qué todas ellas se ven tan distintas a nosotros? ¿Por qué no tienen pene y si tienen senos? ¿Por qué se ven más débiles e indefensas que nosotros, pero cuando les da la furia, a pesar de su aparente debilidad, se muestran tan violentas?

         El padre de Julián, extrañado ante la oleada de preguntas tan inesperadas, dejó el periódico a un lado y rascándose la calva incipiente, se puso a  reflexionar por unos segundos. No se le hubiera ocurrido nunca que el temita en cuestión fuese algo que se estimara natural en la mente de un niño tan… Pero inmediatamente recordó que hacía solo un par de meses que su Julianito había cumplido los doce años inaugurales de la inquietante “edad del pavo”, que no le traía muy gratos recuerdos… [Es que él (y no Julián) había tenido la mala suerte de soportar durante varios años aquella perdida época de los padres estrictos y mandones tan llenos de misterios…].

         Y, mal que le pesara, se dispuso a abordar el espinudo asunto con que venía a abrumarlo su bienamado Julianito.

         – Para empezar, tú ya debes saber por la escuela que los hijos no llegan volando por los aires dentro del canasto de una cigüeña…

         – Ante la risible afirmación del taita, el niño esbozó una sonrisa, pero supo momentáneamente ocultarla de manos en boca. – ¡Esa es una historia tan estrafalaria como la del viejito pascuero trayéndonos los  regalitos desde el polo ártico!

         – ¡Pero, por supuesto, papá! – agregó el niño con entusiasmo.

         – ¡Bien, bien! – exclamó don Arnaldo, un poco más tranquilo con la respuesta de su hijo. Él ya presumía ese descubrimiento, pero existían aún otros saberes más íntimos y acaso no descubiertos todavía por Julianito que suponía que su niño desconocía absolutamente. Y se quedó pensando un rato: ¿Qué es lo que sabía o no sabía su hijo de ese secreto tan atesorado por las generaciones antiguas? Y en un rapto de real audacia, ya que el chico le había mencionado el comúnmente oculto “pene”, se atrevió a explorar en un terreno que él estimaba más escabroso y hasta quién sabe si lesivo para quien suponía un inocente “guainita”, tratamiento este que don Arnaldo había recibido cientos de veces de parte de su padre. Y decidió “lanzarse a la piscina”, a riesgo de recibir una dura reprensión por parte de Camila, su mujer, por “haberse ido de lenguas” con su hijo mayor.

         – No sé si sepas, hijo, que tu madre no es la única que tomó parte como tal, en tu nacimiento. También participé yo, nueve meses antes que tú nacieras…

         Julián experimentó una ganas terribles de reírse a gritos; pero pudo más el respeto hacia su progenitor. Y con una sonrisa a flor de labios le contestó con presteza:

         –¡Pero papá! ¿Y el pene para qué está entonces? ¿No es esa cosa que se endurece y se alarga para inyectarle el semen a la mujer que va a ser madre? Y por lo común todo eso lo ejecuta “sin querer queriendo”, o sea, no pensando un momento en la criatura que su mujer tal vez va a parir. Al hombre sólo lo impulsa el afán de gozar de la mujer, que los adultos llaman “amor”… El amor es algo inventado por los humanos, puesto que los animales no conocen otra cosa que su instinto. Para ellos el coito es solo sexo, placer momentáneo y nada más… Y cómo voy a ignorar yo que tú eres mi padre. Si no fuera porque tu pene hizo lo que hizo con mi mamá, ella no sería mi mamá ni yo tampoco existiría. Se trata de un acto que conoce todo el mundo…

         Don Arnaldo quedó más que sorprendido: perplejo, alelado. Nunca supuso siquiera que su hijo supiese tanto…

         – ¿Dónde demonios has aprendido todas esas cosas? – se atrevió a preguntarle sin agregar más.

         – ¡Papito lindo! ¿Y para qué me pusiste en la escuela? Pues, entre otras cosas, para que no me conformara con las payasadas que cuentan los amigos y los viejos bien viejos. Sabemos que el sexo no es una cuestión solo para crear familia, es para entretenerse, aún corriendo los graves riesgos, no solo de enfermedad, sino de embarazo, que te arruina todo tu futuro de un viaje… ¿Cachaste cómo es la cosa, papá? En la escuela, con la profe Luzmira he aprendido lo elemental del sexo. Y harto que me ha servido y que me va a servir en la vida… Perdona, viejito, pero nunca creí que tú cuando niño supieras tan poco. Debes haber sufrido mucho y metido las patas con un lote de cabras de tu edad. Yo no. Yo, gracias a la escuela, estoy enterado de todo y sé muy bien a qué atenerme… ¿Estamos? Pero no te enojes, viejito... Perdona. Te hice la pregunta de ¿Porqué existen las mujeres? ¿Y por qué todas ellas se ven tan distintas a nosotros? ¿Por qué no tienen pene y si tienen senos?, porque quise que entendieras que, a pesar de las apariencias físicas, que algo dicen, mi principal preocupación es sicológica y no física… Lo que pasa es que mientras más observo a mis compañeras de colegio, menos las entiendo. Como macho que soy, me gustan sus senos. sus piernas y otras cosas; pero pienso que ellas deben tener cierto temor de que esa cosa llamada “pene” se les introduzca en el cuerpo y las haga sufrir. Debe ser terrible para ellas la primera vez. Por eso creo que son tan esquivas, tan raras, tan variables de genio; pero también hay algo contradictorio: se pintan, se ponen vestidos y pantalones de colores vivos y hasta floreados, se pintan la boca con rouge, muestran sus piernas a cada rato, como desafiando a los muchachos, ¿por qué, papá…?

         Aquí fue donde el pobre don Arnaldo tuvo ganas de mesarse los pocos cabellos que le iban quedando. Eran las mismas preguntas que él en su adolescencia y juventud se había hecho y que todavía, pese a los años transcurridos, no se sentía capaz de responder con real certeza y conocimiento de causa. Por unos segundos pasó por su cabeza la figura de Camila, su esposa bella y apetecible todavía, y pudo ver imaginativamente, como desde  un tren bala en plena carrera, su coquetería, sus caprichos, su aparente debilidad, sus mimos ávidos de caricias, armas todas ellas misteriosas y secretas que a él lo incitaban a satisfacerla con el mayor regalo posible. Y entendió, por fin, la razón de la pregunta del niño.
         – Mira, muchachito – se atrevió a decirle. Me has hecho una pregunta realmente sabia, que yo en mi vida varias veces me la he hecho. Y sólo sé una cosa: La mujer es para el hombre un regalo de Dios, o mejor, de la naturaleza que él ha creado. Si quieres a una para que te ame por toda la vida, tienes que entender que todas sus coqueterías, su aparente debilidad, su modo de vestir y de emperifollarse son porque siendo hembras, quieren llegar no solo a disfrutar del amor, sino de los hijos que ese amor les va a deparar. Toda mujer, si está bien construida como tal, es instintivamente, en el fondo subconsciente de sí misma, más madre que hembra. ¿Por qué? te preguntarás. Pues muy sencillo: porque la Naturaleza, al margen del sexo, que llamamos amor, busca multiplicar seres, que nunca falten estos en el universo en que vivimos. Y cuando ellas, valiéndose de una debilidad manifiesta, insinúan que necesitan, que quieren algo, hay que satisfacerlas, pese a todo lo que venga. Eso fue lo que, según cuentan las sagradas escrituras, le ocurrió a Adán en el Paraíso: obedeció a la Madre Naturaleza y no a Dios. Y por eso fue castigado con la expulsión del Edén.

         Julián, después de haber escuchado con atención las palabras de su padre, le dio un beso en la mejilla y se retiró de la sala, cabizbajo y pensativo, pero satisfecho.

                                        *                      *                     *

         No había pasado una semana, cuando Nena, su hermanita un poquitín mayor que él, le pidió que la acompañara a hacer unas compras en el mercado. Una vez hechas, lo miró con cara implorante, a la vez que le aseguraba que estaba cojeando un poco, porque se había caído de la bicicleta. Julián entendió que era porque le pesaban demasiado las frutas que llevaba en la canasta y se ofreció galantemente para llevársela.

         Nena se veía cansada e inquieta, deseosa de algo… En eso pasaron frente a una frutería y verdulería bien surtida, con una atractiva exhibición de todas las frutas de la estación en la amplia entrada del negocio.

         –¡No sabes cuánta hambre tengo, hermanito! – se quejó de improviso. Mira, Julián, esas lindas manzanas “Delicias” expuestas en el negocio de enfrente… ¡Cómo me gustaría saborear una!  ¡Aah!, no tengo plata y no puedo gastar el vuelto que traigo del Mercado… ¡Qué pena más grande…! ¿Y tú Julián…, ¿tienes hambre?, ¿te comerías una?

– No, mi querida Nena, – le contestó Julián. Yo no tengo hambre. Ni tampoco me gustan las manzanas… ¡Apurémonos eso sí para llegar a casa lo más pronto posible! Así no necesitarás comer nada, ni siquiera esas grandotas que tanto te gustan…

– ¡Juliancito, mi hermanito más lindo! ¡Por qué no me traes una manzanita de esas para comérmela? ¡Tengo tantas ganas de hincarle el diente a una, aunque sea a una…!

Nuestro héroe, sin darse cuenta de cómo ni porqué, se sintió acosado por los gemidos de su hermana y sin pensarlo dos veces, como noble varoncito que era, se aproximó a la estantería de exhibición y procedió con la velocidad del rayo a coger la más gordita, la que se veía más apetitosa, y no tardó en ponérsela en las albas manos de su hermanita, como si fuera la reina de un cuento de hadas. Y se sintió feliz, más fuerte y más viril, que nunca, capaz de realizar las más riesgosas hazañas, mientras Nenita, su tierna hermana, mascaba la exquisita manzana a mandíbula batiente..

         Así fue como ambos niños llegaron triunfantes a su hogar, mientras todavía, en las albas manos de la verdadera reina en que se había convertido su hermana, resplandecía la jugosa pulpa deliciosa de aquella fruta tan tentadora para Eva. Y ella, al entrar a casa, gritó con entusiasmo:

– ¡Mira, mamá, la manzana que sacó Julián de la frutería para dármela, porque yo no tenía ni chapa y casi me moría de hambre!

–  ¿Y de adónde sacó la plata, se puede saber? – preguntó la mamá.

– ¡Yo la saqué sin pagar! –  contestó Julíán con su natural franqueza varonil.

– ¡Eso es un robo! –gritó con furia la mamá, – En escarmiento te quedarás sin almuerzo! ¡Y a tu pieza se ha dicho! ¡Castigado hasta mañana!

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