viernes, 29 de junio de 2012

Cae la noche. Por Félix Pettorino.



Se hace tarde.

En el recodo donde tanta sombra
se reúne,
mi sendero se despeña
hacia el abismo polvoriento
donde crujen las cenizas.
Y cae la noche.

En vano
desde mi balcón florido
me vigilo
imaginando grietas, fibras, telarañas
y creo divisar las finas redes de captura
en todos los rincones.
El antro me aguarda
con sus muestras de calcinados fósiles
 y nada puedo hallar.
Sólo sé que el soplo de la escarcha,
afuera, va congelando
la bóveda de aire, carne y huesos
en que me he refugiado
sabe Dios por cuánto tiempo.

Y aún a lo lejos
ya presiento
   la fuga de mis venerados dioses,
 de mis flores, la luz, el fuego y el viento,
   también la ausencia de ti misma,
amada mía,
y de tantos gratos sueños
que quisiera conservar
para poblar mi silencio.

Pero la noche cae.

Debí haberlo sabido
que desde la alborada
comenzó a hacerse tarde.
Y me puse a pensar
en medio de la niebla
que todos nacemos enfermos
de algún mal extraño
que inevitablemente
nos desliza a algún agujero negro.

Entregados sin retorno
a crueles cohortes de verdugos invisibles,
ocultos entre las capas de la piel y la sangre
o, muy adentro, bajo la blanda corteza de los cuerpos,
nuestro fin en las piedras ya está escrito
desde hace siglos.

Y deberá caer la noche
en una hora cualquiera,
entre vanos ruegos y lamentos.

Mi balcón florido
pronto será un lecho de despojos y hojarasca
expuesto a los horizontes vacíos del Tiempo,
más allá de la Nada,
hacia donde todo en cenizas se diluye
tras un concierto de flautas.

Puedo imaginar
el doble cristal del reloj del tiempo. 
Ahí está el menudo grano
desplomándose, disolviéndose
rumbo al cero infinito.

Duerme, duerme,
ojalá
sin sentirlo
ni
 saberlo,
criatura.

La noche
sin apremio
va cayendo.
Ha llegado la sombría hora
de la paz
sin perdones ni glorias
 ni vuelta atrás…

No hay comentarios:

Publicar un comentario