sábado, 2 de junio de 2012

Tanto adelanto tecnológico: ¿es bueno para una vida feliz en el planeta?

El mundo volador.

                                                                              De Félix Pettorino

Desde su más tierna infancia Jonathan había sido presa gozosa de una afición incipiente que, andando el tiempo, se convertiría en una verdadera obsesión. Los impredecibles resultados los podrá apreciar nuestro lector en unos minutos más, al final del relato. Si quiere saborearlo, no apresure demasiado la velocidad de la lectura.

Era una fascinación trivial, como ya es costumbre entre los muchachos: ¡volar, volar, volar!, pero no es lo que el malicioso lector pudiera creer. Volar libremente, como lo hacen los pájaros, pero no en alas de una fantasía enloquecida, aunque, en verdad, llega a parecérsele un poco...

Cierta vez, cuando apenas frisaba en los 12 abriles, ataviado con unos cuantos retazos de sábanas viejas pegoteadas con plumas de gallina, se dio a la ardua tarea de fabricar un par de alas que él impulsaría desde el techo con un ventilador a baterías accionado por un minúsculo botón de “power”. Una vez terminado lo que él suponía que se trataba de un invento jamás visto, se lanzó ostentoso desde el techo del bangalito en que moraba su familia, ante la mirada estupefacta de sus hermanitos menores. El resultado fue un TEC cerrado (menos mal que tuvo la precaución de lanzarse frente el césped del jardín) y una surtida gama de contusiones por todo el cuerpo que lo tuvieron postrado por un par de semanas, con el martirio de lo vergonzoso del fiasco, sumado a agudos dolores que se obstinaban en permanecer en su cuerpo machucado por el ruidoso golpe y el terrible estrés por la temporal ausencia de lo que más ansiaba en su rico mundo de elucubraciones infantiles: sus clases (tal como suena, especialmente las de Matemáticas y Física) en el “Franklin College” de Massachusets.

Porque Jonathan Browne era un “mateo” incorregible, diríamos que casi un “nerd”, si no fuera porque le agradaba departir con sus amigos, en particular con las niñas, que, a pesar de que no se destacaba por ser un chico muy agraciado (era pecoso y colorín), solían mostrarse bastante interesadas en él, ¡obvio!: para consultarlo sobre tareas y lecciones, a lo cual Jonathan, con su gentileza habitual, solía atender con prolijas informaciones y toda suerte de sutiles explicaciones, consejos y “apoyos”, que a veces, en la soledad de un parque o de un cuartito de estudiante, acababan en ciertas ocasiones con uno que otro besito fugaz y algunas caricias tan variadas como pasajeras. Sin llegar, eso sí, a la audacia que suelen exhibir ciertos donjuanescos adolescentes en este pícaro mundo de hoy.

Para nuestro héroe (si por sus aventuras pudiera llamarse así, aunque, en verdad, no las ameritan) lo esencial de la vida era más que el conocimiento, el saber, en el sentido de llegar a dominar con la mente y el cuerpo todo cuanto llega al cerebro mediante el arma poderosa de la información. De tal modo que sus arrestos amatorios no tenían nada de erótico, eran más bien “exploraciones” con las cuales imaginaba lograr desentrañar de una u otra manera los secretos del cuerpo y del alma de las personas  y, en particular, de las hijas de Eva... cubierta

Predominaba en él un espíritu “investigativo” (si así pudiéramos llamarlo), una curiosidad rayana a veces en lo malsano, por todo este extraño mundo al que le había caído en suerte caer y que se le venía encima cada vez con más intensidad sin que pudiera hacer nada para evitarlo, ya que –como se sabe– el destino es el destino y no hay más remedio que aceptarlo. Meditaba todo el tiempo acerca del hecho fortuito de haber nacido, del porqué se encontraba sorprendentemente presente aquí y acullá, como sifuera un dado de hueso lanzado al azar sobre el paño de las apuestas. Y el resultado de sus extrañas cavilaciones, no era otro que concluir que había llegado a ser el poseedor del número premiado en la gigantesca rifa de la vida: ¡el único boleto gordo entre trescientos millones de espermios lanzados al voleo en una carrera mortal donde solo él logró sobrevivir...! Pero después reflexionaba: ¿Habrá sido realmente un premio? ¿Es que valía la pena averiguarlo? Podría ser que sí y podría ser que no, ya que resultó predestinado a sentir, a conocer, a disfrutar, y a veces hasta a sufrir, todos los efectos positivos o negativos del tan gratuito como azaroso galardón de estar parado durante cierto tiempo indeterminado sobre la superficie de este planeta...

No obstante, la búsqueda de las más misteriosas noticias en el campo de la materia y del espíritu no le había dado tiempo ni ocasión propicia para percibir, dentro de las posibilidades que brinda el futuro hipotético de los seres, la real cara de la maldad, el flujo inevitable de las intenciones perversas, que forman el lado oscuro de los seres humanos.

          Jonathan era, en verdad, una suerte de “ángel frustrado”, uno de esos ingenuos “aprendices de sabio” que se posesionan de tal manera de lo que andan indagando, que lamentablemente olvidan las consecuencias posteriores de sus descubrimientos. Guardando las evidentes desproporciones, su comportamiento se asemejaba al de un Cristóbal Colón, que, embalado por la pasión que lo embriagaba en su afán de navegar tras Las Indias en este aporreado planeta que ya sabía que era esferoide o casi esférico, fue absolutamente incapaz de imaginar siquiera la ominosa destrucción, día a día, año a año y siglo a siglo, de la indiada americana y de su maravillosa cultura milenaria... Ahí estaba también el caso del talentoso Alberto Einstein quien, a pesar de su clarividencia en la Física Nuclear, jamás avizoró, de modo objetivo y concreto, la posibilidad de averías que pusieran en grave riesgo la supervivencia de todos sus habitantes o, lo que es peor, el espantable aprovechamiento de la energía nuclear como arma de masacre masiva de la vida humana, animal y vegetal... O el de los ingeniosos creadores de la red informática Internet, que se nos han revelado absolutamente incapaces de prevenir las malandanzas de los pornógrafos y pederastas de todos los pelajes o también, de esos demoníacos hackers cuya actividad globalizada pretende a echar por tierra, de un día para otro, tan portentosa invención tecnológica...

O aquel otro no menos admirable descubrimiento de la energía de ese aceite negro y de los gases, que ha permitido poner a toda la humanidad como forzada beneficiaria del movimiento de ruedas, palancas, poleas y engranajes de todos los tipos sin otro esfuerzo que el giro de una llave o la apretura de un botón y que la está llevando al borde de las catástrofes más espantosas: la contaminación del aire que se respira, el efecto invernadero causante del alarmante “calentamiento global” que está trayendo consigo el cambio climático, la reducción fatal de la capa de ozono, el derretimiento de los hielos polares, el alza cada vez más alarmante del nivel de los océanos, etc, etc.

Por otra parte, –pensaba– el hombre, en su afán de iluminar al mundo con las verdades eternas, ha escalado peldaños casi inimaginables del pensamiento, pero sus conclusiones han sido tergiversadas y malogradas de un modo que linda en la estupidez y en la maldad más oprobiosa. Los ejemplos sobran. El caso de los pensadores revolucionarios del siglo XVIII (Rousseau, Montesquieu, Diderot, Voltaire), el de Karl Marx, el de los profetas, incluido el bondadoso Mahoma y nuestro propio buen Jesús... ¡Cuántos crímenes no se han cometido y se siguen cometiendo en nombre de personajes tan ilustres y geniales, alguno de ellos emparentados hasta con la mismísima divinidad! Y lo más extraño y paradójico: en acciones nefandas, como la revolución, el terrorismo y las guerras, junto a la mentira justificadora de tales iniquidades, absolutamente reñidas con los elevadísimos y bien intencionados pensamientos de tan altos espíritus, lo que ellos jamás podrían haber deseado para la Humanidad y que, sin embargo: ... ¡sucedieron y están ahora mismo sucediendo! Pero no sigamos adelante, porque vamos a terminar amargando y hasta espantando a nuestros presuntos lectores... Así es que: ¡volvamos a nuestros corderos!

¿En qué estábamos...? ¡Ah!  En la proverbial candidez de los “aprendices de sabio”, como Jonathan. Un detalle nada despreciable para nuestra historia. Imbuido como estaba en su obsesión “icariana”, el imberbe muchachito se dedicó de lleno a analizar el vuelo de ciertas aves, el “pájaro carnero” por ejemplo (mejor conocido como albatros), que a pesar de su enorme masa corporal cercana a los 10 kilos, puede ascender hasta alturas más que respetables con sólo agitar levemente sus poderosas alas... Y remontándose a a algo más de medio milenio de antigüedad, Leonardo, el genial Da Vinci, con su conocida inventiva elaboró toda una serie de planos y proyectos de artefactos voladores cuyo negro destino no fue otro que el de ir a parar al canasto de los papeles o, lo que es peor, a los abismos de la muerte... O la ilusoria armazón prácticamente inútil de sus sorprendentes armatostes voladores que podrían alzarse airosos hasta a unas cuantas brazadas para luego abatir tristemente sus alas y caer desmenuzados como desdeñables desperdicios bajo el infernal estruendo de sus sofisticados elementos...

Pero Jonathan no se dejaba descorazonar fácilmente. Achacaba los primeros fracasos, como es lógico suponerlo, a la ignorancia e inexperiencia características de los siglos pasados... Aproximándose un poco más a la era presente rememoraba a los hermanos Wilbur y Orville Wright quienes, a pesar de sus intentos frustrados de 1899 y 1903, lograron en definitiva hacer despegar en nuestro planeta la aviación a gran escala y altura... Y leía con avidez en Internet las incursiones lunares de los norteamericanos: “A partir de diciembre de 1968, a bordo de la nave Apolo 8, los astronautas Borman, Lovell y Anders se convirtieron en los primeros hombres en salir del campo de gravedad de la Tierra y entrar en órbita alrededor de la Luna. El Apolo 10, que también entró en órbita lunar, pasó a convertirse en un verdadero ensayo general de la histórica misión Apolo 11 en la que Armstrong y Aldrin caminaron en la Luna y trajeron la primera muestra de rocas lunares. Y, con la sola excepción de la fallida misión Apolo 13 (¡tenía que ser el 13!), donde el principal mérito de la tripulación fue el de sobrevivir. A continuación, las misiones que siguieron al Apolo 11, aunque menos espectaculares desde el punto de vista histórico, fueron cada vez más complejas y productivas desde el punto de vista científico”. Y así fue como, “verdaderas expediciones, las Apolos 15, 16 y 17 incluyeron vehículos motorizados ad hoc con los cuales los astronautas exploraron la superficie lunar hasta por tres días antes de emprender el regreso...”

Había, sin embargo, un gran problema que lo atenaceaba con la majadería de una piedrecilla incrustada en su zapato: el vuelo individual autónomo de manos libres y largo alcance, con el menor gasto calculable de combustible y prácticamente con cero riesgo de accidente. Una obsesión descomunal para una mente ordinaria, pero “satisfactible” para un espíritu tan despierto como obstinado, que era justamente el que albergaba el frágil cuerpecillo de nuestro Jonathan…

Pero esa misma noche Jonathan tuvo un sueño...

*

*                                                     *

           Solía dormir profundamente. Absolutamente solo, en su amplio y confortable cuarto del octogésimo cuarto piso de un rascacielos de Chicago, su ciudad natal. Serían las 4 de la madrugada cuando sintió un leve rasguñar en el ventanal de su dormitorio. Se incorporó, abrigándose lo más rápido que pudo, para ir a ver lo que pasaba, envuelto en su bata de levantarse. En cuanto llegó al ventanal, abrió sigilosamente unos centímetros del cortinaje y pudo, ver: ¡horror de los horrores!, a tres hombres descendiendo del cielo, vestidos con trajes de astronauta y provistos de un casco que parecía de bombero, para luego posarse formando fila en la baranda metálica de la terraza. Traían diversos instrumentos de las formas más extrañas imaginables, algunos largos como lanzas encorvadas, otros provistos de algo que semejaba una sierra o una guadaña, que la oscuridad de la noche no permitía identificarlos con claridad ni saber para qué demonios servirían... Quiso hacer algo, coger un arma de fuego que guardaba en la mesita de noche, pero sus nerviosos movimientos lo delataron. Un resplandor iluminó la pieza y algo como un aguijón cosquilleante hundido en uno de sus hombros lo hizo derrumbarse semiinconsciente. De espaldas al suelo pudo ver como los tres falsos astronautas desvalijaban en cosa de minutos su departamento, tirando hacia la terraza todo lo valioso que pudieron encontrar a su paso, arrojándolo con la rapidez del rayo a un container de gran tamaño traído desde no sabía dónde hasta la terraza de la recámara. La operación duró ocho a diez minutos, no más que eso... Bastó ese tiempo para que el departamento quedara tan vacío como para estar en condiciones de ser arrendado o vendido sin muebles ni moradores. Y los hombres desaparecieron rumbo a las alturas junto al voluminoso container, como si se los hubiera tragado el aire que los había traído.

Jonathan, en medio de la vigilia a que lo había condenado el huascazo de una chispa, permanecía perplejo, en estado casi catatónico. No podía creer que era real lo que acababa de pasarle. Después de unos cuantos minutos que le parecieron eternos, despertó y a duras penas pudo levantarse. Lo primero que hizo fue asomarse temerariamente a la terraza aun a riesgo de ser descubierto. Lo que vio superó con creces el asombro que lo tenía semiparalizado: un verdadero enjambre de hombres vestidos astronautas suspendidos en el aire trazaban toda suerte de lentos giros y zigzagues, como si estuvieran en una “caminata espacial”… Portaban los mismos monstruosos receptáculos para llenar y llevar el producto de sus latrocinios... Una luz enceguecedora lo hizo perder el conocimiento.

Atenaceado por el frío, despertó sobresaltado. Se palpó nerviosamente el cuerpo semidesnudo tendido en el piso helado de la terraza. Le dolía terriblemente el cuello y la cintura. Con gran esfuerzo logró levantarse para mirar un cielo azul muy claro donde aún titilaba una que otra estrella. Calculó. Serían entre las 4 y las 5 de la madrugada. Todo estaba tranquilo, salvo una que otra ave lacustre que cruzaba el éter graznando con cierta insistencia que a Jonathan le pareció casi normal.

El gélido vientecillo de la mañana lo empujó al interior de su recámara. Se dirigió lo más rapido que pudo a la cama y se lanzó sobre ella arropándose bajo sábanas y cobertores. Estaba extenuado, con el cerebro y el corazón palpitantes, como si pujaran por salírsele del cráneo y del pecho. Y la tensa vigilia lo arrastró a meditar sobre las nefastas consecuencias de su invento en cierne... Evocó a los grandes descubridores, inventores, gurús e ideólogos de nuestra humanidad enferma. Habían bregado por curarla de atávicos males y limitaciones congénitos, pero no habían hecho otra cosa que empujarla a desastres aún mayores que los que se hubiesen querido superar con sus sabias e inteligentes innovaciones... Y desistió, renunció a la posibilidad “real” de un mundo volador”, donde nadie estaría seguro...

Quebrantado por su reciente caída en el piso de la terraza, experimentaba los dolores y zozobras que seguramente sufrió Ícaro en medio de su pesadilla letal. Se arrebujó en posición fetal bajo las cobijas. Después de un tiempo indefinido notó cómo paso a paso la locura de sus quimeras lo iba abandonando.

Hasta que apareció el esplendoroso sol del nuevo día. Vio que dentro de sus sueños ya no habría ningún lugar para utopías ni ideales de progreso en pro de la nación ni de la humanidad.

Tan solo la mujer amada que el Buen Dios quisiera depararle, la descendencia, la familia, lo doméstico, el vecindario y  el buen trato con sus semejantes. Nada más...
































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