sábado, 16 de junio de 2012

¿Puede salir adelante en la vida una joven desamparada?

Una niña desamparada que supo ampararse sola.


Por Félix Pettorimo.


         Quiero contarles la historia de una nana, a quien tuve hace una montonera de años viéndola sobrevivir con éxito en las cercanías de los años plateados, presentándose muy temprano cada día hasta después de almorzar, como una dama ágil y desenvuelta que no parecía haber pasado nunca la barrera de los sesenta.

Doña Edelmira era madre de tres hijos, un varón y dos mujercitas. Hacía ya un par de decenios, que gracias al tesonero trabajo de ella, habían aprendido a valerse por sí mismos en los azares de la vida, por lo cual, ya desde las postrimerías de su adolescencia, habían cursado ciertas carreras de servicio o meramente técnicas, tal vez no propiamente universitarias, pero sí de carácter lo suficientemente útil como para ganarse la vida igual que cualquier ciudadano del montón y, de yapa, con algún plus sobre la mayor parte de los jóvenes que logran llegar a esas alturas.

         No obstante lo dicho, mi nana no tuvo una infancia que pudiera ella alardear de feliz. A la temprana edad de quince años, su madre, que convivía con un hombre joven y ocioso, la expulsó de la casa, porque, según le confesó, le era imposible mantenerla, debido a los cinco hijos que además de ella había llegado a engendrar y a la circunstancia de que habiendo fallecido repentinamente su esposo legítimo del cual estaba separada, le resultaba imposible mantener esa descendencia como para seguir alimentándola como hija mayor  y sufragando a la vez todos sus gastos. Pero la verdad era otra: notaba que su pareja, al que por su juventud no quería perder, solía actuar afectivamente como si fuera el verdadero papá: besaba continuamente a su niña en la boca,; y hasta una vez, cuando era un tanto más pequeña, se había acercado a la cama de la criatura y lo había sorprendido tratando de desnudarla.

         Edelmira, la niña abandonada por su madre, debió partir durante una fría tarde vespertina de otoño portando una bolsa gruesa de papel café con la escasa ropita personal que logró juntar para irse a refugiar al parque o a la plaza Victoria de Valparaíso o, en el mejor de los casos, adonde tuviera la suerte de ser acogida. A poco de ofrecer sus servicios golpeando puerta tras puerta para ser contratada como empleada doméstica, se percató de que no estaba en posesión del mínimo requisito para optar a un trabajo: la cédula de identificación, carencia esta que hacía imposible su contratación.

         Y como se le hizo de noche, se vio obligada a refugiarse en un banco de la plaza principal, el cual, gracias a su longitud, le permitió acostar allí su cuerpo en la dura madera, apoyando su cabecita en la bolsa ablandada con su ropa, a fin de pasar la noche rogando a Dios que al día siguiente su suerte empezara a dispensarle un vuelco más favorable como para seguir al menos alimentándose y satisfaciendo sus necesidades más esenciales.

         Después de haber dormitado pestañeando a ratos con el temor de que algún policía o intruso viniera a perturbar su descanso, despertó con el brusco remezón de una mujer desconocida, presumiblemente una prostituta del sector, que la apremiaba violentamente a abandonar el banco de la plaza, porque ella y varias otras de sus compañeras tenían ese lugar reservado para hacer trato con sus clientes.

         Edelmira se negó al principio a dejar el sitio que había escogido, aduciendo que había otros muchos lugares para descansar en la plaza y que por qué ella iba a dejarlo, cuando estaba allí recostada desde hacía varias horas.

         La respuesta de la mujer fue terminante:

         -¡Mira, chiquilla tonta, si no te sales de ahí, te vamos a sacar entre todas y luego procederemos a llamar a dos de los cafiolos que nos protegen para hagan contigo lo que se les antoje!

         A nuestra Alicia no le quedó más remedio que abandonar el banco de la plaza. Lo hizo pesadamente, abrumada por el sueño abruptamente interrumpido, mientras unos lagrimones le caían uno tras otro resbalándoseles por las mejillas.

         Optó por caminar sin rumbo esperando la alborada. Y se dirigió a la avenida Errázuriz, a la orilla del mar, donde pudo contemplar el hermoso espectáculo del rompimiento de las olas, formadas como batallones de combate en dirección a la playa, mientras la bóveda celeste iniciaba su proceso de luminosidad creciente. desnudándose poco a poco hasta hacer despertar la mañana en todo su resplandor.

         Apremiada por la necesidad de sobrevivir luchando por su subsistencia en un mundo cruel y desconocedor de todos sus pesares, caminó y caminó rumbo al sur e ingresó por calle Serrano hasta la plaza Echaurren, donde, después de ascender algunas cuadras, se topó con un negocio aparentemente modesto donde se preparaban y vendían empanadas, emparedados, pasteles y otros alimentos para servirse al paso.

         La dama que atendía era una señora gorda de una edad algo más que mediana. Después de echarle una ojeada a la niña mientras pasaba, la llamó para ofrecerle un sanguchito de queso, y al rato le preguntó si se sentía capaz de ayudarla hasta el mediodía, ya que su ayudante de cocina se encontraba con permiso a raíz de una gripe.

         Bastó ese ofrecimiento, para que la sonrisa volviera radiante al rostro de Edelmira. En cuanto le abrieron la pequeña puerta del mostrador, la dueña del local le hizo un guiño para que se acercara y le encajó un delantal y un par de guantes de trabajo, el que básicamente consistía  en ordenar los alimentos ya preparados en las diversas bandejas dispuestas sobre un mesón.

         Allí estuvo nuestra niña, dedicada a su labor hasta que llegó la hora de la tarde, en que, acabada la tarea, ya era preciso ocuparse del almuerzo. Edelmira se sacó rápidamente los guantes y el delantal y se dispuso a salir del local. Fue el momento en que la dueña, además de ofrecerle un frugal tentempié, le preguntó si tenía algún sitio donde dormir la siesta y la condujo hacia un dormitorio interior donde había varias camas ocupadas, ya que se advertía en la parte superior de las almohadas, las negras cabelleras de dos jovencitas durmiendo plácidamente…

         Edelmira avanzó en puntillas y se instaló en el lecho que estaba más a mano. Luego se sacó el vestido y en paños menores se introdujo entre las sábanas, arropándose con un par de frazadas livianas. Casi al instante,  vencida por un sueño irresistible, se durmió profundamente . ¡Hacía un puñado horas en las que  no había podido ni siquiera cabecear en aquel banco de la plaza!

         Habría dormido no sabía cuántas horas cuando la despertó un ruido infernal de música estridente y de gritos de jarana. No bien alzó el tronco sobre la cama cuando divisó que venía en dirección a su lecho la oscura sombra de un individuo tambaleante que al llegar a los pies del catre levantando chorreante un vaso rebosando de licor, la invitaba a beber mientras tanto “una piscolita”.

         Sin alcanzar a ponerse el vestido, Edelmira saltó de la cama, agarró a la pasada una bata de levantarse desde una de las camas y salió del dormitorio como alma que lleva el diablo, gritando enloquecida de pánico para que alguien la liberara de las garras de aquel hombrote, que para ella era el verdadero monstruo de una atroz pesadilla…

         Y como nadie atinó a atajarla, la niña con la bata a medio vestir se precipitó a la carrera hasta el medio de la la calle, donde fue sorprendida por una patrulla de policías que se encontraban cumpliendo su labor de vigilancia nocturna.

         Conducida a la fuerza como una vulgar trotacalles, fue a parar a la comisaría del sector, donde estudiados los antecedentes, quedó en calidad de detenida y conducida durante la mañana siguiente al juzgado de turno el cual ordenó su reclusión preventiva inmediata en un hogar de rehabilitación de jóvenes menores.

         Por fortuna en ese lugar tuvo un techo y alimentación y además, un ambiente no del todo ingrato, porque, dado su carácter humilde y apacible, sus compañeras la acogieron con simpatía Y aunque tuvo que ser interrogada en repetidas ocasiones, ella, temiendo revelar la identidad de su madre, se presentó como huérfana. Prefería la prisión con su dura disciplina antes de retornar el martirio de los malos tratos y al despotismo de quien parecía ser la autora de sus días. Se sentía favorecida por la carencia de una cédula de identificación. Afortunadamente, gracias a que durante toda su vida precedente había llevado una vida “puertas adentro” de su rancho, no había nadie que la conociera.

Más tarde, como labor propia del asilo, inició varios cursos de enfermería, que eran realmente parte importante de su vocación, y durante varios años  se entregó con gran dedicación al cuidado de los enfermos, en especial de los ancianitos pobres y desvalidos.

 Y su prestigio fue tal, que pudo ganarse perfectamente la vida con tal actividad, a la vez que en sus ratos libres ejercía, hasta después del mediodía, el oficio de  nana en hogares de personas de clase media.

         Más tarde, a los veintitantos años, se casó con un suboficial de la Armada y hasta el día de hoy vive en casa propia. Mantiene contacto familiar permanente con sus hijos ya casados, a los cuales suele visitar o recibirlos como visitas, junto a su prole de una docena de tiernos nietecitos con que la justicia de Dios ha querido recompensarla.

         Y como nana, no me cabe la menor duda: ¡es la mejor que he tenido en mi ya larga vida!

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