sábado, 9 de junio de 2012

¡Más discurre un hambriento que cien letrados!



La cajita de los ahorros.


                                                                 De Félix Pettorino.

         Daniel, antes de salir de casa, se apresuró a gritarle a su madre, que encontraba muy ocupada barriendo la cocina:

         – ¡Chao, viejita, voy saliendo a la clase!

La mamá, sin detener el ágil movimiento del barrido, le contestó:

– ¡Chao, hijo! ¡Que te vaya bien!

El muchacho de unos 13 a 14 años llevaba un libro y un cartapacio bajo el brazo. Eran las 4 de la tarde y tenía alguna premura, ya que la clase debía comenzar  al las 16,30 y por ningún motivo podría llegar atrasado, ya que a eso de las 18 horas tenía la siguiente a unas siete cuadras de distancia.

Dada la precariedad del presupuesto familiar, Daniel, que era un excelente alumno de Lenguaje y de Matemáticas, se las había ingeniado para contactarse con estudiantes del mismo liceo que presentaban graves deficiencias en ambos ramos. Empezó primero con discípulos de su misma sala de clases con el membrete de 8º básico, para luego extender su labor “pedagógica” a otros cursos inferiores, mediante la fama que había generado su expedición como improvisado maestro.

Amén de las dos o tres modestas luquitas que cobraba por la hora de enseñanza, había logrado acumular varias decenas de monedas de cien y de quinientos pesos que atiborraban una cajita cilíndrica de latón que como prevención mantenía oculta en el subterráneo de su casa, para lo cual se dio el trabajo de excavar una grieta no demasiado profunda que le permitía extraer el pesado artefacto sin otro esfuerzo que sacar con una palita de playa la tierra superficial que la cubría de los posibles intrusos o ladronzuelos.

Entre estos “posibles” estaba Guillermito, apodado el Rucio, su hermanito menor de 10 a 11 años quien, además de travieso, era bastante avisado, alumno a duras penas del montón, buenazo para gastar la plata en golosinas y otros embelecos y, desde luego, regalonazo con la mamá, a la que solía fastidiar continuamente pidiéndole dinero para muchas de sus necesidades reales o meramente imaginarias: que la micro, que un nuevo cuaderno de Aritmética o de Dibujo, que para ir al cine o al estadio a fin de ver “en vivo”  un partido de fútbol, que para salir con sus compañeros a servirse un refresquito, que… La verdad es que nunca le faltaba una causa bien fundada con gestos cariñosos y palabras melosas y convincentes que por lo común, después de ciertos forcejeos verbales, lograban la dificultosa aprobación de la progenitora.

Más de alguna vez el Rucio se aventuró a acudir a su hermano mayor a fin de obtener el servicio correspondiente mediante la consabida petición, pues ya había olfateado que Daniel, que nunca le pedía nada a nadie y parecía autofinanciarse con todas esas salidas raras a clases fuera de horario y arribadas a su casa con cosas o elementos necesarios para él, especialmente libros, cuadernos y útiles escolares y hasta algunos de uso personal. Todos y cada uno de estos ajetreos lo habían puesto bajo sospecha de andar con plata más que suficiente encima.

Pero en las tres o cuatro ocasiones en que tuvo la audacia de solicitar con humildad y aflicción la ayuda económica, aunque fuese mínima de Daniel, se tropezó con la negativa más rotunda, con salidas verbales que al Güile le parecieron francamente despreciativas y hasta “ninguneadoras”:

– ¿Qué me habís tomado por la viejita, cabro consentido? ¡Mira que yo no soy nada un Centro de Beneficencia para ociosos. ¿O me habís visto las canillas, o en paños menores? ¿Qué más se querría el perla? ¿Qué le comprara un celu al pedigüeño? ¡Mira que yo no estoy para nada dispuesto a mantener a pelusas holgazanes, como lo hace tu viejita, cabro chupamedias…!

La retahíla de injurias y negativas de su hermano mayor dejó al Güilito más que humillado: resuelto a una venganza, que aún no podría él mismo imaginar; pero que ya, más temprano que tarde, tendría que llegar, primero, la iluminación de su ampolleta cerebral para determinar de una vez por todas en qué consistiría; y segundo, la ejecución de la venganza, que tendría que ser efectiva y ejemplarizadora, para que el tal Daniel dejara de ser el hermano “macanudo” y avariento, o en términos más radicales y veraces, el “huevón estirado cagado” que era… ¿Qué se habrá imaginado el muy carajeta?

Y decidió espiarlo secretamente, de modo que su “enemigo” no se diera ni cuenta: ¿Qué hacía, que le permitía proveerse de todo, sin pedirle un centavo a nadie? Y si siempre andaba tan bien “apertrechado”, ¿dónde demonios guardaba la plata ese infeliz?

Un día sorprendió a su madre muy afanada revisando bolsillos en la ropa que estaba guardada en el clóset de su hermano. Ud., lector, si es bien perspicaz como me lo imagino, habrá adivinado en el acto, que la viejita tenía exactamente la misma presunción que su hijo Gûile: ¡Danny (como también le decía al mayor) disponía de tanta plata, que debería mantenerla guardada en algún lugar ultra secreto! ¡Y no había más remedio que recurrir al ingenio más avispado para descubrirlo de una vez!

– ¿Y quién era poseedor de ese ingenio privilegiado! ¿Aterrizó ya, usted, querido lector? Evidentemente: ¡Era nada menos que el Güile en persona…!

Desde ese mismo instante, este “cabrito pelusa” no perdió ninguna oportunidad para vigilar desde lejos las maniobras del Danny.

Y una mañana, cuando el Güilicito permanecía oculto tras la puerta a medio cerrar del WC del patio, pudo apreciar como paso a paso, casi en puntillas, el muy tonto del Danny se agachaba como viejo curcuncho para meterse  en el subterráneo abierto al patio en que estaba asentado el “dulce hogar” de su familia… Así fue como el Güile, entre brillantes luces de colores, vio su inmediato futuro: Y una vez que desapareció la inclinada figura de su hermano bajo la casa “matriarcal” (el padre hacía tres años que había tomado las de Villadiego en compañía de una “buenamozona” muchacha de veintitantos años y de él no quedaba en casa ni la huella de los zapatos), el Güile se introdujo en el subte para espiar adónde diablos estaba el lugar preciso del entierro que ocultaba el suculento  tesoro”…

Y lo supo. Y esperó que su hermanito mayor se fuera. Y no bien lo hizo, cuando el Güile, medio gateando para no plantarse un coscacho con el suelo de la vivienda, descubrió la tierra removida del escondrijo, escarbó como un zorro y en cosa de segundos descubrió y rescató la ansiada “cajota”, no “cajita”, repleta hasta la misma tapa de cientos de monedas y billetes.

Y en cuanto su hermano partió a sus fructuosos trajines, corrió hasta donde estaba su pobre mamita “sin una chapa ni para hacer cantar a un ciego”, acudió emocionado a abrazarla para susurrarle con ternura mientras le rodeaba el cuello a punto de llorar de emoción:

–¡No te preocupes, mamucha querida, encontré este “tesoro” en el subterráneo de la casa…! De seguro que debe haber pertenecido a un antiguo arrendatario, que se le olvidó adonde lo tenía escondido… ¡Todo. todo es para ti, viejita! ¡No me des nada, ni una luquita siquiera, por favor!

Y ella lo besó varias veces en la cara con una ternura que rebasaba por mucho a todas las precedentes.

–¡Gracias, mi Güilito querido! ¡Tan inteligente, despierto y generoso que eres y has sido siempre con tu madre! ¡Un ángel del cielo premiará tu bella acción!

.¡Si, sí, mamacita…, ¡no sabes cuánto te quiero!  Tú siempre has sido y serás un “ángel del cielo” para mí – exclamó el muy bribonzuelo.

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