viernes, 1 de junio de 2012

Travesuras de niños. De Félix Pettorino.

Del juego de las monas al baúl de los secretos.

La presente historia trata de dos hermanos, Ernesto (el Nene) de 14 y Joaquín (el Juaco) de 12, a veces muy unidos, cuando se trataba de una nueva aventura, en especial con intenciones bastante fuera de regla; y otras veces también rivales, que nunca alcanzaban a ser enemigos, siempre que se tratara de algún malentendido o de aquellos conflictos de intereses que surgen ocasionalmente.
Vivían en el pueblo de San Felipe dentro de un hogar más bien modesto. El padre era un militar con el grado de sargento primero que trabajaba en la contabilidad del Regimiento Yungay, famoso en otro tiempo por haber participado como unidad de ataque en hazañas memorables realizadas durante las campañas patrias. Su madre, dama de ascendencia siciliana directa, muy activa y eficiente en sus actividades domésticas, se destacaba por su irrenunciable dedicación a la crianza y educación de sus cinco retoños.
Ernesto y Joaquín solían jugar en la gran habitación llena de ventanales que servía de gabinete de trabajo al jefe del hogar. Allí hacían también las tareas del colegio y solían entretenerse jugando a las “monas”, menudas fotografías en blanco y negro o a color, insertadas entre las dos hileras de 5 cigarrillos cada una que traían las llamadas “cajetillas” de “pitos” que fumaba de vez en cuando el “taita” en su propia casa y con mayor asiduidad,  los “amigotes”, como los calificaba doña Josefa, la mamá, cada vez que ingresaban “en patota” a la sala con el fin de deleitarse al más regalado gusto con las chácharas,“tallas” y “chascarros” del dueño de casa, echándose al coleto lo que hubiera sobre la mesa, sin faltar nunca la damajuana de “tintolio”, los “bisteques” y otras meriendas de menor cuño, mientras una espesa niebla de “pitillos” encendidos en medio de las olas sucesivas de carcajadas ante aquellas salidas ingeniosas de los comensales provocaban la curiosidad de los dos muchachitos y la furia creciente, pero bien retenida de la dueña de casa, que esgrimiendo su escoba atisbaba desde lejos la jarana, mientras fruncía el ceño con impotencia cada vez que explotaba el alboroto.
Y ese era el lugar y la ocasión ideal para que Ernesto y Joaquín ingresaran a curiosear y luego a recibir de los comensales las famosas “monas” de las “cajetillas”, elemento vital codiciado para nutrir sus juegos de destreza y azar en la tranquilidad del gabinete de trabajo del taita durante todo el tiempo en que este se hallaba trabajando en el regimiento.
Una tarde, mientras ambos niños se encontraban encerrados en aquel tugurio, disfrutando “a concho” con el juego de las “monas”, Nena, que era la denominación familiar con que trataban a su hermana mayor (de no más de trece años) apareció de improviso en la habitación, provocando el temor natural de Ernesto y de Joaquín al sentirse sorprendidos “con las manos en la masa”, en medio de la práctica de un vicio tan deleznable, con la certeza de que no transcurrirían diez minutos sin que el tal delito pasara a conocimiento de la autoridad materna, con la cual Nena era no sólo una regalona”, sino (lo más grave) una confidente de locuacidad bastante espontánea.
– ¡Hola Nenita! – exclamó Joaquín. Nos pillaste justo cuando estábamos tratando de recoger las monas que se nos habían caído al suelo. – ¡Ayúdanos por favor, a buscarlas y ordenarlas, porque si las dejamos  en el piso se van a ensuciar y la mamá va a reclamar…
La chica se oprimió el estómago para reír a mandíbula batiente. La explicación era a todas luces “una chiva fétida”.
– Miren, chicos. A mí ustedes no me hacen lesa, porque no soy ninguna tonta. ¡Y sé lo que estaban haciendo! Estaban jugando a las monas y por eso las tiraban al suelo. ¡Si yo conozco ese jueguito, chiquillos tontos! Lo practicamos en el liceo durante los recreos para que sepan. ¡Cómo no voy a saber que el jugador que logra montar una mona, aunque sea por la punta, gana todas las monas que quedan en el suelo…! Y para que sepan que estoy al tanto, ¡aquí traigo un montón de monitas, que se ven bien brillantes de lo puro nuevecitas y bien cuidaditas que las tengo!
Los dos hermanos se miraron las caras. Estaban perplejos. Nunca imaginaron que Nena, una simple niña mimada, ¡y mujer para más remate!, estuviera al tanto de secretos tan celosamente guardados por ellos. El incidente fue para ambos, no la primera, sino una de las tantas elocuentes revelaciones de la astucia y sagacidad de las mujeres… Pero miraron como reales golosinas esas monitas que traía ella, tan “nuevecitas” y bien cuidaditas… Y el “Juaquito”, haciéndose el inocente, se atrevió a preguntarle:
– Nenucha, mi hermanita querida, ¿y para qué trajiste tantas monitas? ¿De adónde las sacaste?
– Pues, ¡para jugar con ustedes las traje, chiquillos lesos, no faltaba más que me dejaran afuera...! Y para que sepan, ¡me las regaló mi papá!
Ambos muchachitos se miraron las caras de nuevo, más que sorprendidos, admirados por la marrullería de su hermanita mayor, a quien naturalmente (por su “bocaza") la habían descartado como compañera de juego…, ¡claro que sí!, pero sólo hasta ese preciso momento. Como era de prever, reaccionaron de inmediato y con suma gentileza la invitaron a jugar. Desde luego, “de yapa” tenían la certeza de que la cosa era “pan comido” para ellos. Presumían que en cuestión de minutos ella iba a perder todo su tesoro.
– ¡Cómo no, Nenita! ¡Ven ven, juega con nosotros!– le contestaron casi a dúo.
– Pero antes que nada… – se adelantó Ernesto para advertirle con la mayor seriedad posible:
– Tienes que comprometerte bajo juramento a dos cosas: Primera: A no contarle nada de esto a nuestros viejos, ni menos a la mamá, de la cual sabemos los dos que eres ¡lejos! la regalona. Y segunda: a aceptar, también bajo juramento, las consecuencias buenas o malas del juego, ¡pase lo que pase! Recuerda :puedes ganar o perder.
– ¡Esto sí que está lindo! – replicó la Nena. – ¿Y por qué no juran también ustedes? Me parece una frescura que me obliguen a jurar a mí sola…
– ¡Porque los dos ya juramos todo eeeso! – contestaron ambos hermanos con una energía que sonaba decididamente a “machuna”.
Y el Nene agregó: – Pero, Nenita, para que estés tranquila, vamos a jurar los tres al mismo tiempo, ¿qué te parece?
– ¡Que es lo justo! – repuso la Nena.
Entonces los tres lolos levantaron al unísono la mano derecha y juraron por Dios y por todos los Santos Inocentes que iban a respetar, sin chistar, los resultados del juego, fueran buenos o malos. Y recogidas todas las monas que había en el suelo, procedieron a reanudar el esparcimiento incorporando con natural optimismo a la que ellos consideraban una forzada visita que se estaba metiendo en una camisa de once varas...
No acabaron de pasar los quince o veinte minutos, cuando se sintió un gemido atroz en la habitación: Entre Ernesto y Joaquín habían despojado, gracias a su experiencia y habilidad en el juego, a su hermanita, la que se retorcía y lloraba a mares como si fuera una Magdalena. ¡Había perdido hasta a su “lindo Tyrone Power”, el galán del cine del momento, y a la muy tonta no se había ocurrido conservar en su poder ni siquiera esa foto en colores, que ella solía acariciar y hasta a besar cada vez que renovaba su devoción por el atractivo retrato de aquel galán, estimado en esos ya olvidados tiempos como uno de los más notables astros de la pantalla holywoodense.
Pero había que reaccionar de inmediato. No cabía la menor duda de que si los lamentos continuaban, la mamá iba a ingresar muy pronto a la habitación con el fin de averiguar qué estaba pasando con su chica predilecta. Y ahí no más acabaría todo...
Antes de que fuera demasiado tarde, los dos varoncitos decidieron inmolar el prestigio de su sexo llamado el más “fuerte”. Y sin ponerse previamente de acuerdo,  agarraron la totalidad de las monitas (las ganadas a Nena y las que pertenecían a ambos) y se las entregaron “en bandeja”, vale decir, en una bolsita plástica en que las habían guardado para repartírselas “miti-mota”). Y Nena, la tierna hermanita regalona, como si se tratara de un milagro caído del cielo, cesó en el acto de llorar: ¡se había quedado con todas las monas: las de ella y las de sus dos hermanos…¡Qué rico, qué rico!, – zapateaba como loca.
Y cuando la mamá abríó la puerta del gran gabinete paterno, los encontró a los tres riéndose a carcajadas como si la pérdida total de las monas cigarreras hubiese sido un chiste de los mejores. Lo era sí, pero sólo para la Nenuca, que acababa de dejar estampada para las historias familiares una gran verdad aplicable al feminismo: “Más vale maña que fuerza”.
Y, aunque no viniera al caso, la única frase inútil que se le ocurrió publicar a la despistada progenitora fue. “La risa abunda en boca de tontos”. Y se retiró muy tranquila con un portazo y sin mayores comentarios, mientras Nena partía saltando felizcota con la bolsita repleta de monas en pos de su madre.

_*_

El Nene y el Juaco se quedaron paralogizados como si les hubiera caído de repente sobre sus cabezas un balde de agua fría… Pero como “todo tiene remedio en la vida, menos la muerte”, al segundo de los hermanos, que ya el lector debe haber notado que era el más sagaz, se le ocurrió renovar la diversión, pero de un modo mucho más “encachado” y hasta agradable para ambos.
A pesar del grave riesgo que debería correrse, lo tomó como una manera ingeniosa de consolar al Nene. Se trataba de una estratagema en la que había pensado más de una vez. Y podía convertir de un golpe la pérdida total del fatídico jueguito ese de las monas. Al lado de la nueva diversión en proyecto, la lesera esa de las “monas cigarreras” era más bien una actividad “tonta” y hasta ”fome”, propia de mujeres regalonas, como acababa de demostrarlo la Nenucha, con todas sus artimañas sentimentaloides y quejosas, siempre protegida bajo las polleras de la mamacita. Porque el Juaco (sin excluir al Nene) habían quedado realmente picados por haber sido vencidos “sin pena ni gloria” por una chiquilla llorona. ¡Y mujer para más recacha!
¿Y cuál era el nuevo esparcimiento que acaba de proyectar la mente siempre despierta de Juaquincito? No se lo diré de inmediato, estimado lector. – ¡Adivínelo, si es que puede hacerlo! Porque sé de antemano que Ud. jamás le achuntaría, salvo que antes ya me haya leído esta historia de comienzo a fin. Muy sencillo, al menos para Joaquincito, el Niño Ladino, como Nene solía elogiarlo.
Pero dejémonos de digresiones. La respuesta del “Niño Ladino” no se dejó esperar. Y no debe dejarse esperar tampoco para un amigo tan querido como usted, estimado lector…
– ¿Ves, hermano, en un rincón del gabinete, ese baúl de cuero tan elegante con sus listones de roble barnizado? – comenzó el Juaco con su pregunta motivadora  ¿No te has fijado que el viejo lo cuida y lo va atesorando con toda clase de “objetos y papeles raros”, ni más ni menos que si se tratara de un cofre de misteriosos secretos que únicamente él conoce, pues no deja que nadie entre en esta habitación, principalmente cuando a él le da por abrirlo para disfrutar bien solito de cuanta maravilla oculta en su interior?
No era la primera vez que Ernesto, bien llamado el Nene, se sorprendía ante las brillantes iniciativas de su hermano menor. Admiraba también su locuacidad, capaz de convencer con su verba al más recalcitrante de los hombres serios. Pero su papel de “hijo mayor” lo llevaba a ser prudente y cuidadoso, a fin de no llegar a cometer locuras o excesos que podrían significarles graves castigos con los quebrantos consiguientes.
– ¿Y cómo vas a abrir ese inmenso baúl? – encontró necesario advertirle. Y si lo abres, ¿cómo te las vas a arreglar después para cerrarlo?
– ¡Calma, calma, hermano mío! Te voy a contestar al hilo las dos preguntas: A la primera: ¿y para qué se inventaron las ganzúas, cuando basta con hacerle dobleces a un alambre suficientemente grueso? Y a la segunda: Pues…: con la misma ganzúa se cierra el baúl. ¡Eso sería todo!
– Y esa es la cosa: ¿me estás asegurando que eso sería todo?
– ¡Y eso seria todo, amigazo – replicó el Juaco. ¡Y te lo voy a demostrar al tirante.
Acto seguido se metió la mano en el bolsillo derecho de su pantalón, desde donde extrajo una especie de bichito alámbrico parecido al insecto llamado “el palote”, lo introdujo en la cerradura del baúl y este, al primer ¡clic! soltó el cerrojo hacia arriba y permitió abrir el baúl en el acto.
– Y ahora, ¿quieres que lo cierre con la ganzúa? – preguntó con una sonrisa de chico “ladino”, que es lo que era él realmente.
– ¡Así es que lo tenías todo preparado, cabro bellaco! – le espetó el Nene.
– ¡Esa es la cosa, hermano! En este pícaro mundo, hay que estar siempre listo, como un scout, Porque “el que se manea es vaca y pa’ más remate le sacan la leche”, como dicen los huasos. Y a propósito, ¿quieres que ahora cerremos el baúl? –agregó el Juaco haciéndose el de las chacras.
– ¿Tai loco, huevón? – respondió el Nene. Aprovechemos para mirar, aunque sea en general, lo que tiene el viejo. A lo mejor no hay nada de real importancia…
– ¡A lo peor quedrás decir…! Te voy a demostrar que este baúl es un verdadero tesoro de sorpresas para nosotros… Ya estoy viendo aquí cosas realmente interesantes. Mira acá los fajos de cartas rosadas, como las que se intercambian los enamorados, un montón de revistas en colores con mujeres en pelotas, mazos de naipe inglés, cartas tipo Tarot, cachos con dados, baraja española para jugar brisca, caricaturas de gente de la familia, fotografías antiguas, libros y folletos con chistes y cuentos pícaros.. ¡y hasta un revólver cargado!, ¡habráse visto qué multitud de cosas raras tiene el viejo aquí dentro…! Es algo maravilloso. ¡Vamos a pasar momentos requete encachados con este verdadero museo!
Pero llegó el momento en que el Nene se impacientó y cortándole al hermano de un guaracazo su retahíla de “descubrimientos”, le gritó para asustarlo:
– ¡Oye, Juaco: ¿no has mirado la hora? ¡Van a ser las 7 de la tarde y nuestro padre está por llegar… ¡Cierra, por favor, ese baúl y mañana en la tarde conversamos sobre lo que se puede hacer con este descubrimiento clandestino!
Y, sin decir una palabra más, el Niño Ladino obedeció. Cerró el baúl con la ganzúa incrustada en la cerradura, sacó la llave postiza y se la guardó en el bolsillo.
                                               *
                            *                                    *

         Al día siguiente, en pleno mes de mayo, amaneció un día de sol esplendoroso que hacía revivir el regocijo de la atmósfera veraniega recién pasada.
Ernesto, después de haber viajado por las aventuras del sueño durante toda una noche agitada por la imagen del baúl paterno girando boca abajo en las cercanías del cielo de la habitación…De pronto, abriendo de improviso la tarasca de su tapa, empezaba a dispersar su contenido por todas partes. Aterrorizado abría los ojos. Y junto a su pecho aparecía sonriendo el rostro de una joven desnuda que aproximándose a sus labios lo invitaba a un beso fugaz. Tras ella venía un verdadero ejército de esquelas sonrosadas en desordenada formación que le cubrían la cara y el pecho con sus agitadas aletas de papel. Después de rozarlo ligeramente, le dejaban un escueto mensaje que alguien (al parecer su hermana) le leía a gritos una y otra vez: – ¡Los voy a acusar al taita!, ¡Los voy a acusar al taita!
Despertó sobresaltado. Lo primero que hizo fue mirar al lado para contarle la pesadilla a su hermano Juaco. Pero este no estaba ni acostado ni levantado en la habitación. Su cama se veía revuelta, con las sábanas colgando a un lado, en las proximidades del suelo.
Haciendo de fuerzas flaqueza, se levantó en pijamas, observó para todos lados, ¡las ventanas hacia el patio estaban cerradas y cubiertas por todo el cortinaje! Luego abrió la puerta del baño: ¡ni luces de su hermano! Todo estaba en su sitio, la bañera sin agua, la tapa del wáter en su sitio, los paños de lavabo resecos colgando tiesos desde el toallero.
Después de pensar un poco, decidió arroparse con la bata de levantarse y salió rumbo al gabinete del papá…
Allí estaba el Niño Ladino encuclillado junto al baúl con la misma tarasca de la pesadilla abierta de par en par. Se encontraba leyendo ávidamente unas esquelas rosadas. Casi se murió de susto cuando vio a la figura alzada de su hermano ingresando en puntillas a la habitación:
– ¡Juaco! ¿Qué estás haciendo? – le preguntó con enojo.
Repuesto del miedo al taita, Joaquín levantó la cabeza para explicarle sin inmutarse:
– Estoy leyendo las cartas de amor, fechadas en 1924, que papá le dirigía a nuestra madre para pedirle perdón por sus picardías. ¡Este viejo sí que era avispado con las minas. Te voy a leer lo último para que goces con la lectura:
“Mi añorada mamita. mijita rica, la más rica que he tenido en mis brazos. Te pido de rodillas, si fuera preciso, que me perdones. Estoy muy arrepentido de haberte hecho sufrir con mis noches de parranda. Te prometo no llegar nunca más a la casa pasado de trago, cuando por Diosito te dignes recibirme y acogerme  de nuevo en tu añorado hogar, y sin ninguna mancha de rouge ni de colorete, ni ese olor pasoso al pachulí de las mujeres diablas, como tú las llamas. Porque, mi adorada ñatita, ¡te lo juro y beso varias veces la cruz con mis dedos!: A ti es a la única mujer a quien he amado, amo y amaré durante toda mi vi…
Un estruendo de los demonios interrumpió la lectura del muchacho
– ¡Córtala de una vez, Juaco! ¿Cómo se te ocurre violar los secretos más íntimos de tus padres? ¡Son sagrados! ¿Estái loco o qué? ¿No te dai cuenta del daño que le van a hacer a tu cabeza? ¡no seái tan infantil, cabro pelotudo!
Hecho lo cual cerró la puerta con estrépito y salió del gabinete.

Note bien, mi querido lector: el Nene ya había empezado a madurar desde hace algún tiempo. Al Juaco sólo le quedaba el total desenlace de esta historia para madurar como persona en el camino a su edad de varón adulto.

No hay comentarios:

Publicar un comentario