martes, 12 de junio de 2012

Mi primer viaje por mar.. De Félix Pettorino



¿No querían ustedes conocer a sus abuelitos?



Voy a contarles una historia que protagonicé cuando era un niño de 10. Nuestra familia  vivía desde hacía cinco años en la ciudad nortina de Antofagasta donde mi padre trabajaba en la Comandancia de la Guarnición como “despachador de Aduana”. Pero sucedió que de la noche a la mañana pasó a ser ascendido y trasladado a la ciudad de San Felipe, por lo cual era necesario cambiar de residencia.
Por suerte el viaje era totalmente gratuito y en el “Flora”, uno de los buenos barcos mercantes de la CSAV, sigla de la ya histórica Compañía Sudamericana de Vapores, donde debía trasladarse la familia compuesta de dos adultos (papá y mamá) con cinco hijos, el menor de los cuales, Hernán, contaba apenas con poco más de un año.
El viaje por mar y en un vapor “caletero” fue toda una aventura para nosotros, los cuatro niños mayores, y duraba cuatro días, con escalas diarias en Taltal, Caldera, Coquimbo y Valparaíso, que era nuestro puerto de destino. Para una aceptable comodidad de los pasajeros, se contaba con la posibilidad de paseos de proa a popa durante el viaje, desayuno, almuerzo, onces y cena en el amplio comedor de la nave, con excelente atención y servicio a la mesa. Claro está que los únicos que disfrutamos “a concho” de esta maravillosa travesía fuimos solo dos: mi hermano Jorge y yo, que nos pasábamos a todo sol correteando del uno al otro lado del barco, no solo de proa a popa, sino también de babor a estribor, donde pudimos sorprendernos con la gran variedad de carga que el buque llevaba: corralitos para patos, gallinas, pavos y cerdos, grandes cajones de madera con barras de cobre y maquinarias, sacos por doquier, principalmente de salitre, mangueras, gruesos rollos de cordeles, etc. Cada uno de estos elementos era objeto de nuestra curiosidad infantil. Y si había alguna duda, no faltaba el marinero que nos mantenía informados, satisfaciendo en pocas y certeras explicaciones nuestra curiosidad inagotable.
Y había, además, otro par de ventajas: Jorge y yo, como recios muchachos del llamado “sexo feo”, no nos mareamos ni un ápice durante toda la navegación. Las dos chicas, Nena, la mayor, y Chivita, de apenas seis años, vomitaban sus mareos y debieron hacer la travesía arropaditas en sus camas durante casi todo el viaje. Además, tuvimos el privilegio de abandonar el barco acompañando al papá, nuestro “cicerone turístico”, cada vez que el vapor “caleteaba”, de tal modo que nos dimos el lujo de comer erizos en Taltal, jaibas exquisitas en Caldera y papayas en frascos de conserva e higos secos en caja durante nuestra más larga permanencia en Coquimbo.
Pero como no hay acontecimiento demasiado feliz que no tenga un brusco término, todo este novedoso deleite acabó en cuanto llegamos al Puerto Principal de Valparaíso, mi tierra natal de no muy buen recuerdo (como luego se verá), atiborrado de barcos, algunos de guerra como el acorazado Almirante Latorre, verdadero orgullo nacional, buques llamados cruceros, otros torpederas, el gran barco Araucano, buque-madre de los submarinos Simpson y Thompson, entre los que aún recuerdo, amén de lanchas fleteras, yates, veleros, grúas gigantes,boyas, carga de mercaderías por todos lados, etc., en una verdadera exposición que mostraba la grandeza de nuestra Armada, pese a lo relativamente estrecho de nuestro territorio, pequeño sí, pero de una extensión de costas hacia el Pacífico Sur que rebasaba con sus miles de kilómetros de largo nuestra ávida imaginación, aún sedienta de explorar y de conocer mucho más de lo que habíamos logrado captar en tan breve viaje…
Mas, debíamos desembarcar. Y lo hicimos. Nuestra madre con Nanchito la guagua y las dos niñas debieron alojarse en un hotel de la calle Serrano, muy cerca de la Intendencia. Allí fue donde pudimos contemplar maravillados el monumento a los héroes de Iquique, presidido en lo más alto por la egregia figura del capitán Arturo Prat, rodeado por las cuatro figuras inolvidables de sus valientes marineros que combatieron hasta morir en aquella notable gesta histórica de Iquique.
Los hombres, que éramos mi padre y nosotros dos nos fuimos a alojar como invitados al “bangalito” en que vivía Alejandro, hermano de papá y tío nuestro, junto a su mujer, conocida como Mimí. El matrimonio contaba a la sazón con dos hijos varones: Mario y Alejo, ambos de unos 14 y 12 años respectivamente. No menciono a las niñas, que componían el resto de la familia para no alargar excesivamente este relato, dado que hemos llegado ya al meollo de sus cuatro protagonistas infantiles.
Jorge y yo, antes de viajar a nuestro derrotero final que era la ciudad de San Felipe, nos hicimos muy amigos de Mario y Alejo, como si fuéramos primos conocidos de bastante tiempo. Y nos dispusimos a visitar la singular ciudad-puerto de Valparaíso, para nosotros una real y caprichosa maravilla, con todas sus casas y edificios de todos los colores y tamaños, como colgando de decenas de cerros cuya superficie no era posible apreciar, con funiculares llamados “ascensores” por todos lados, subiendo y bajando incansablemente de plan a cerro y de cerro a plan… Hasta tuvimos el tiempo necesario para ingresar al biógrafo (como se decía antes), o sea, al cine, para disfrutar de una película de cow-boys protagonizada por Gary Cooper y Dolores del Río.
Después de tan placenteras novedades cargadas de experiencias, a Mario se le ocurrió preguntarnos si queríamos conocer a nuestros abuelitos, que a la sazón vivían en una casa muy bonita y acogedora en la mitad casi de la Subida el Membrillo, cercana  al barrio del Cerro Playa Ancha, al sur de la ciudad puerto.
Imaginando en nuestras mentes infantiles una aventura grata y digna de ser vivida y bien recordada, aceptamos en el acto, con la promesa de que los primos nos conducirían hasta aquel promisorio hogar al día siguiente en la mañana…
Pero había algo que ignorábamos. Sólo Jorge había observado algo y lo había comentado muy de pasada:
Lo que más me llama la atención de este viaje es, Félix, algo que no te imaginarás: ¿Por qué nuestros padres, siendo que contamos con poco menos de una semana para partir rumbo a San Felipe, por qué están viviendo separados y han tenido que pagarle un hotel de lujo a la mamá con las niñas y Nanchito, la guagua? ¿Te has preguntado por que?
Yo, que soy un “volado” y “un pajarón” sin remedio, no supe que decir ante pregunta tan sorprendente para mí como para medir la larga vara que separaba el espíritu de observación de Jorge respecto del mío. Simplemente, me encogí de hombros demostrando una  indiferencia vacía de ideas y contesté lo primero que se me pasó por la mente:
¡Ni idea! Creo que es porque papá y mamá son dueños de hacer lo que quieran. Y que nosotros “no tenemos arte ni parte” en eso…
Jorge me miró con cierta extrañeza y se atrevió a replicarme con un gesto que me pareció inusual:
Pero… de haber algo, ¡algo hay! Y creo que tienes toda la razón. ¡No hay que preocuparse con tonterías que son cosas de gente grande… ¡Allá ellos! ¡Tienes razón!
El caso es que fuimos a pie, para conocer Las Torpederas, rumbo a la Subida El Membrillo. Después de ascender por el lado izquierdo “a patoneta” una media cuadra, Mario y Alejo se detuvieron frente a una casa de dos pisos. Y habiendo ingresado Mario por la puerta que estaba semiabierta, Alejo, antes de entrar, se atrevió a decirnos con cierto sigilo:
¡Esperen, primos, sentados aquí, en los escalones de cemento de la entrada. Veremos primero adónde están metidos estos abuelos. ¡Porque son medio jodidos los veteranucos! En cuanto todo esté listo, les avisaremos para que entren a conocerlos.
Pasaron algo así como unos veinte minutos antes que escucháramos algún ruido que requiriera atención. Después, sólo unos murmullos de tono creciente y a continuación, los pasos apresurados de nuestros primos en dirección a la entrada en que Jorge y yo estábamos esperando.
Y salió Mario. Tan solo se limitó a decir:
– Los abuelos no quieren recibirlos. Nos aseguran que si son hijos de doña Ernestina, la mamá de ustedes, entonces no son sus nietos… Podríamos haber exclamado como Condorito: – ¡Exijo una explicación!
Esta es muy sencilla y se remonta a aquel tiempo soñado en que los padres de Félix estaban recién casados. Tuvieron la cómoda, pero mala idea de irse a vivir a casa de los suegros. Al poco tiempo hubo una agria discusión entre la madre de Félix y su suegra y esta, valiéndose de su autoridad como dueña de casa, la expulsó de su hogar con críos y todo...

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