jueves, 21 de junio de 2012

¡La guerra no es un juego de niños!

Banderitas de guerra.

De Félix Pettorino.


Fines de agosto de 1939, en la ciudad nortina de Antofagasta.

A medida que pasaba el tiempo, se sentían, cada vez con mayor frecuencia y con más denodada furia, ráfagas de tibios ventarrones marinos anunciando el advenimiento de la estación de las flores sobre el desierto más árido del planeta.

Sin embargo, había algo de turbio y agorero en su continuo golpetear durante las noches sobre las puertas y ventanas mal encajadas en los ranchos y mediaguas que habían osado trepar hasta una altura cada vez más distante del centro de la ciudad, en una suerte de desbande desesperado por salir de la segregación y la miseria, buscando, si no una pacifica soledad, al menos la esperanzadora compañía con sus iguales y el giro venturoso de la rueda fortuna que caería del cielo justo en el lugar indicado para celebrar el batatazo...

Y aun cuando había retornado cierto ambiente de paz y de sosiego en el país, después del retorno de la democracia, primero con el León de Tarapacá, que, a pesar de las promesas de acabar con el odio, hubo de ahogar en la Torre de la Sangre los devaneos juveniles de siete decenas de nacistas universitarios, y luego, con Pedrito Aguirre Cerda, traído prácticamente en andas por la voluntad del pueblo con el Frente Popular, se sentían todavía, a través de la vocería de las radios y de las letras gordas en los titulares de los diarios, vientos de guerra, pero de una guerra de verdad, en el mismo corazón de la vieja Europa, con el inminente riesgo de convertirse en una conflagración de efectos devastadores sobre toda la faz del planeta...

A la sazón, yo, como suele suceder con los cerebros inmaduros, era un muchacho despistado, pronto a cumplir los 16 años, sólo preocupado más que del estudio, de las “tareas para la casa” con la que solían “chicotearnos” a diario los maestros de antaño y a duras penas podía captar las pálidas sombras de la realidad a través de los comentarios de mesa y de sobremesa con que solían terciarse los mayores. Por mi parte, no entendía mucho la vehemencia de los diálogos ni las caras de espanto con que solían acompañar a tales intervenciones orales y gestuales, y que -diría con franqueza- me provocaban más diversión malsana que real interés por los embrollados argumentos y considerandos de política internacional que se ponían en juego durante los alegatos.

Lo único que me quedaba en claro era que en la belicosa palestra había dos fuerzas en juego: una, de suyo potente y ganadora de mil batallas, representada por los Aliados, con Gran Bretaña, Francia y Estados Unidos a la cabeza, y otra cuasi solitaria y sempiterna perdedora, la Alemania de los obstinados teutones, temeraria en sus pretensiones de abatir la soberbia de quienes –según su obstinado juicio- se consideraban los dueños y señores de cuanta determinación había que adoptar acerca del destino de Europa, que ellos daban por cierto que inevitablemente redundaría en el triste destino de nuestro inmaduro y estólido planeta...

De más está agregar que, sin hacer un mayor análisis, mis simpatías, frutos de la compasión por el más desamparado, no podían sino estar con el bando más débil, que sin asomo de duda, había sido hasta el momento el más aporreado por los no siempre justos avatares de la Historia: la humillada Alemania, cuyo mayor designio era el de acabar de una vez por todas con su oscuro pasado reciente y luego alzarse con un triunfo reinvindicatorio que pusiera las cosas en su lugar, para satisfacción y contento de toda su gente.

Y como ningún ser viviente era capaz de imaginar siquiera las atrocidades que vendrían después, con masacres, campos de exterminio e incluso, por el otro lado, con imprevistos ataques atómicos que diezmarían ciudades enteras, las dos corrientes se configuraban en un “fifty-fifty”, como se dice ahora, que tenía mucho más de lúdico que de ideológico, razón por la cual el tema había pasado a ser un irresponsable parloteo en que se mezclaban apuestas al voleo en favor o en contra de uno u otro bando, con desaprensivas salidas ingeniosas, a veces jocosas, del todo despojadas de la tensión que caracteriza las discusiones sobre asuntos realmente candentes.

De ahi que nadie se extrañara que, a poco de haberse iniciado las hostilidades, aparecieran en el comercio antofagastino unas cajas chatas, de cerca de medio metro de largo, muy bien presentadas con ilustraciones a todo color exhibiendo imágenes bélicas, cuyo contenido era un juego adolescente que consistía en un gran mapa de Europa a cuyo costado estaba incrustado un depósito rectangular dividido en dos secciones que contenían las consabidas banderitas de cartulina de los bandos en pugna, cuyo mástil era un diminuto alfiler de cabeza dorada: de una parte, los Aliados, representados hasta el momento por sus banderas, particularmente las de Inglaterra, Francia y Polonia; y de la otra, la del llamado “Eje”, que pese a abarcar en definitiva, como es sabido, a Alemania, Italia y el Japón, se limitaba por el momento sólo a la esvástica de los alemanes, gobernados a la sazón por el nazismo, a la cabeza -como se sabe- de Adolfo Hitler, el más loco político de la guerra que alguna vez hubiera sido parido sobre la faz del planeta.

Mi inmediata (y entusiasta) reacción fue la de tomar parte en el jueguito de marras. Primero: era barato y, como a la sazón me ganaba algunos piticlines hacíéndoles algunas clasecitas de Castellano a dos o tres alumnos algo atrasados, procedí sin más tardanza a la compra de la tal cajita, con su mapa y sus banderitas. La compra del juego bélico estaba perfectamente al alcance de mi bolsillo, sin necesidad de recurrir a la autorización o al auxilio de mis padres. Segundo: disfrutaría a diario con la emoción de un pasatiempo que me aliviaría la tensión propia de los estudios “humanísticos”, como pomposamente se denominaban en aquellos años ya lejanos. Y tercero: junto con familiarizarme gozosamente con la morrocotuda geografía europea, aprendería la historia contemporánea para contársela después hasta a mis nietos..., si es que me tocaba algún día la suerte de ser el profesor de algún ramo afín o acaso, años más tarde, convertirme en un abuelito chocho, bueno para contar historias y anécdotas del pasado... Esta última reflexión tuvo el mérito de ser mi único acierto.

En cuanto adquirí la cajita, claveteé el mapa con chinches en un rincón poco visible de la sala, la cual se encontraba al lado derecho del pasadizo de entrada. Era el sitio, por lo común desierto y reservado, donde había resuelto instalar mi pequeño estudio, consistente en un simple banco de madera provisto de una tapa barnizada de negro, donde guardaba libros, cuadernos y otros útiles de colegio. Y ahí mismo guardé las banderitas ensartadas con alfileres a guisa de mástiles, esperando ansioso el inicio de las hostilidades...

Fue así como empecé el ameno jueguito en los dos o tres primeros días de setiembre de 1939, con la toma de Westerplatte por los alemanes. Allí clavé mi primera banderita roja en cuyo círculo blanco aparecían alojados los negros trazos funerales de la cruz gamada. Luego vino la batalla de la aldea de Bzura que, después de trece días de sangre y fuego, combatidos denodadamente por los valientes soldados polacos, fue ocupada, dejando el campo sembrado de cadáveres de ambos bandos... Y en premio a su “hazaña”, los nazis fueron gratificados con la segunda banderita. A continuación, el 18 de setiembre, en pos de la toma de Tomaszów, empezó a gestarse el abatimiento definitivo de Warszawa y el día 28, el tercer diminuto emblema hitleriano se hizo acreedor a ser clavado ... “en el mismo corazón de aquel pueblo inocente, arrasado por una guerra de conquista que lo asolaba obligándolo a luchar hasta la muerte, pese a no entender en absoluto por qué había tanta saña en un conflicto que le era del todo ajeno... ¿Cómo es posible que un muchacho maduro como tú se encuentre enfrascado en ese juego del demonio..?”.

Fue lo que me increpó mi padre que, sin yo adivinarlo, me estaba observando desde la puerta de la salita mientras yo hincaba la tercera insignia sobre el círculo negro que marcaba la capital de Polonia...

Y, vencido por la fuerza de la razón, se acabó para mí aquella estrambótica diversión adolescente.

Fue el final del juego..., mas no de aquella espantosa guerra, que a medida que pasaba el tiempo, justificaba cada vez con mayor convencimiento la sabia y oportuna intervención de mi padre.

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