domingo, 10 de junio de 2012

Amor prematuro, ¿fracaso seguro? De Félix Pettorino.



El amor adolescente nos suele dejar quebrados.

La presente historia trata de dos adolescentes cuyos protagonistas eran conocidos por sus nombres gringos de pila, a pesar (¡cosa rara!) de que ambos eran más chilenos que los porotos, como se dice por ahí. Y eso que la trama del relato se remonta al año 1995.
Douglas Miranda y Jennifer Mardones se conocieron en una residencial regentada por una abuelita de la chica, ya que su madre había fallecido de una bronconeumonía cuando la criatura contaba apenas con cuatro años. Douglas, en cambio, era hijo de una familia ancuditana, y estaba temporalmente alojado en la residencial mientras cursaba sus estudios, recién iniciados como estudiante de primer año de Derecho en la Universidad de Chile.
La diferencia de edad entre ambos adolescentes era más bien nimia: él apenas de 17 años y ella solo de 15.
Desde que Douglas ingresó al hogar de Jennifer, despertó gran simpatía, y hasta cariño maternal, por doña Celinda, la administradora de la residencial. El caso es que el muchacho, además de buen mozo, alto y musculoso, cuya contextura atlética era premiada con un par de ojos parduscos muy expresivos y una sonrisa que mostraba una dentadura alba y pareja, que –naturalmente- poseían el privilegio de despertar la curiosidad admiradora de cuanta mujer joven tenía la suerte de abordarlo o de conocerlo íntimamente, máxime si se trataba ya el resultado de una convivencia habitual, aunque no perenne, como era el predicamento acordado entre el padre de Douglas y la señora Celinda.
Y Jennifer, por otro lado, no estaba nada de mal como lolita, fácilmente confundible con una quinceañera despertando feliz a la aparición de aquella vida adolescente que suele insuflar en toda alma naciente la urgente necesidad de usufructuar del goce existencial que se adivina en germinación promisoria de deleites sin cuento ni medida… La chica era tierna y amorosa, como una perrita poodle en el clímax de su entrega al afecto de cualquiera criatura mortal que se le aproximara en son de cordialidad y protección. Además poseía una figura esbelta como la de una dalia en pleno crecimiento inicial, con sus expresivos ojos azules soñadores y un desarrollo espectacular, en que se adivinaba la belleza femenina en vías de la mayor perfección imaginable.
No obstante, se advertía una notable diferencia entre la madurez intelectual y de estudios ya universitarios que nutrían al cerebro del muchacho y el carácter rudimentario de los estudios de Jennifer que hasta el momento, por los azares negativos de la vida (madre muerta y padre desaparecido), se hallaba sumida en cierto retraso educacional limitado al 8º básico.
Demás está agregar que desde el casual ingreso de Douglas a la residencial de doña Celinda, el joven fue mirado por esta como un deseable pretendiente de Jennifer, su bella chicuela, la que a su vez tenía que ensayar púdicos esfuerzos, del todo involuntarios, para no aparecer mirando detenidamente al atractivo jovenzuelo convertido en un “duradero pensionista” de su abuelita, la cual solía alabar sus condiciones más bien intelectuales, pensando a ratos que la chica podría acaso necesitar recurrir a los servicios del muchacho como una especie de “tutor de estudios básicos”. Podría ser este el camino más “viable” para provocar ladinamente un trato más natural y quien sabe si hasta con ciertas perspectivas de “estabilidad” entre los dos muchachitos, lo que por cierto resultaría ser un logro, o mejor, una real dádiva de un futuro más promisorio para su hasta ahora desventurada nietezuela.
Las cosas aparentemente se dieron cuando Jennifer llegó exhibiendo la libreta de notas de su primera calificación trimestral, donde entre muchos dígitos azules brillaba como quemante lengua de fuego la nota dos (‘deficiente’) en la signatura de Matemáticas.
El problema fue traído a colación a la hora de almuerzo, justo cuando ambos muchachos estaban disfrutándolo sin otra compañía que Celinda, la abuela administradora de la “residencial”. Hay que destacar aquí que Douglas, a falta de pensionistas de un pasado ya obsoleto, era el único existente en casa, que solo había sido escogido por una antigua amistad que compartían doña Celinda con Lucía, la madre de Douglas.
– ¡No me puedo conformar con esa nota tan mala que has traído en tu libreta! – exclamó de pronto la anciana desde la cabecera de la mesa. – ¿Me podrías decir, mi Yeny querida, a qué se debe?
La pobre chica, sonrojada como tomate, se atrevió a contestar tímidamente:
– Lo que pa…sa, le…li…ta, es que no le entiendo ni jota a la profe. Esa custión del numerador y el demoniador me tienen vuelta loca la cabeza. Y con esos números quebrados con una horrible raya que los parte en dos, hay que sumar, restar, multiplicar y dividir… Y yo…, agüelita, me confundo entera y ¡peor entoavía, cuando la cosa se complica con el famoso “común demoniador”… Si hasta me parece algo satánico, cosa del mismo Diablo, diría yo…
Al escuchar esto, Douglas tuvo que resistir con todas sus fuerzas el deseo de reír a carcajadas. Pero fue capaz de retenerse y de convertir el conato de risa en un rictus donde la simpatía  era lo predominante.
– No se preocupe, señora, -se atrevió a interrumpir el reto- yo, yo, algo recuerdo de esas cosas. Y me ofrezco para hacerle unas pocas clasecitas a Jennifer, que como sé que es una niña empeñosa, ligerito no más va a entrar en vereda y hasta se va a reír de sus dudas y temores actuales…
La dueña de la pensión, después de mirarlo y admirarlo, se adelantó a manifestar su gratitud con la mayor gentileza posible:
– No sabe cuánto se lo agradecería, joven Dugla. Veo que tiene un corazón de oro…
– ¡Es el puro gusto de servirla a Ud. y a ella… Y al decir “ella”, miró con una sonrisa plena de cordialidad a la linda Jennifer, que bajó su crespa cabecita de cabellos castaños ocultando pudorosa su emoción.

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Y las clases de Aritmética no tardaron en comenzar. Se eligió la hora de las 22, después de la cena, ya que tanto Douglas como Jennifer estaban ocupadísimos en sus menesteres estudiantiles, durante todos los días, tanto en las mañanas como en las tardes,
La verdad sea dicha, Douglas estaba “casi” arrepentido de haberse ofrecido a dictarle clases de Aritmética a esa chica tan… tan bonita. Desde la primera mirada la había encontrado verdaderamente linda, un primor que se incorporaba sin quererlo en su vida, una vida áspera y dura, plagada de obligaciones de estudio, tareas afanosas frente al computador, consultas por doquier en Internet, libros y más libros, apuntes sobre apuntes, códigos por todos los rincones, interrogaciones tras interrogaciones, cargas abrumadoras, todas ellas durante su primer año en la Escuela de Derecho… (¿Qué irá a pasar con los cursos que vengan?) -llegaba a preguntarse. Y lo peor: poco después de haber afrontado con un estoicismo casi heroico el tradicional, horrible y estúpido mechoneo para los novatos recién ingresados a la Universidad… ¡Era un pasar su existencia juvenil que a ratos no parecía vida digna de ser tolerada...!
Pero estaba su palabra de hombre en público ofrecimiento. Una obligación que por su atolondrada generosidad se vio realmente obligado a cumplir en todas sus formas y detalles…
Y se dispuso a hacer las clases nocturnas de Matemáticas en el lejano y abandonado comedor de la residencial (¡una disciplina abstracta y, por ello mismo, seca, con la sequedad del desierto, que a pesar que había estudiado con facilidad, nunca, nunca, le había gustado…!
Y allí también, en el alejado y abandonado comedor, tenía que hacer sus clases, desde las 10 de la noche hasta no se sabe qué horas, frente a una doncella bellísima, tan fascinante que hasta le costaba mirarla detenidamente, porque ya le parecía que iba a sentir la sensación de otorgarle un beso profundo cargado de caricias… ¡Era un verdadero suplicio de Tántalo! Las frías Matemáticas tendrían que funcionar como la escarcha que, enemiga del fuego, lo apaga en cosa de segundos.
Pero no fue así, “no podía” ser así... Jennifer, la hija de la Eva ancestral, parecía entenderlo todo. Sin embargo, embelesada como estaba ante la tentadora imagen de Douglas, ni siquiera se podía dar cuenta de lo que al parecer estaba entendiendo…
No había pasado media hora de clase, cuando Douglas se levantó de su asiento para explicarle más de cerca el tema del trazo que separaba al número de arriba del de abajo y se aproximó tanto al rostro de la niña, que esta no pudo resistir la tentación de acercar su deliciosa boquita a la vez que le solicitaba su autorización para plantarle un besito en señal de gratitud…
Fue el preciso momento en que terminó la clase. Los besos se sucedieron por oleadas más cercanas que las que se ven en un mar agitado. Y luego los abrazos y las caricias cada vez más apretados, más continuos y más audaces…, hasta que Jennifer bruscamente se levantó para implorarle a su compañero que la dejara, que ya no podía más, que había llegado al límite de su tolerancia al amor, que mañana se verían de nuevo y que conversarían con franqueza acerca de lo que les estaba pasando...
Douglas asintió con cierta molesta reticencia, pero se resignó a dejar las cosas hasta el extremo a que habían llegado. Y mañana sería otro día…

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Pero ¡se acabaron las “clases de Aritmética”!. A Jennifer se le olvidó todo, todo, menos la aventura de los mil arrumacos… Douglas se decidió a suspender indefinidamente una actividad que iba en desmedro del pudor de aquella linda chiquilla y de su caballeroso compromiso para ayudarla en los estudios tanto o más fracturados que las operaciones con números fraccionarios.
Mas, no tardó en aparecer la señal de alarma que había dado origen a aquellos alocados revolcones eróticos.
Llegó el momento que Doña Celinda debería fatalmente afrontar: el de la nota 2 en Matemáticas de su nietecita. Y, como es natural, la llamó a su dormitorio, poco antes de acostarse, a fin de que le explicara cómo era posible que, pese a las clases que ella suponía que el buen Douglas le seguía dictando, con ejercicios y todo, Jennifer hubiera repetido la misma calificación de hacía solo un par de semanas.
Ahí fue cuando la niña, realmente atemorizada con el castigo que le podría propinar su abuela, sin contar el desprestigio femenino consiguiente, se vio obligada a mentir:
– Es que, en que…, abue, bue, li li li ta, no pu, pude seguir con las clases, porque Du, du, du, gla, el pensionista que le ofreció a us, us, té pa pa pa para prepararme con los que, que, que bra bra dos, me, me, me anduvo fal fal faltando el respeto…
Fue el momento en que ardió Troya. El joven Douglas fue expulsado sin conmiseración alguna de la improvisada residencial donde, pese a todo,  ya se estaba acostumbrando ... a mirar desde bien lejos a su linda Jennifer. Claro está que no le faltó otra pensión, la de un “Hogar de estudiantes” (¡todos varones!), dirigido por un sacerdote secular, adonde albergarse hasta terminar sus estudios de derecho y titularse de abogado.

Cuentan las malas lenguas que Douglas, ya con el título en la mano, buscó y rebuscó por todo Santiago, la capital de Chile, hasta que ¡por fin! encontró a Jennifer, su bella niña amada de antaño…

Estaba casada desde hacia unos 4⅔  años con un médico de prestigio y tenía dos hijitos: una hermosa niñita de un año y fracción y un varoncito próximo a salir de su vientre en 3⅜ meses más tarde…

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