jueves, 2 de agosto de 2012

Niño o niña: ¿Quieren ustedes saber cómo eran los padres de antaño?



        
                           Mi mamá me castigó, pero supe que me quería.


                                                                                      Por Félix Pettorino.

 Para contarte esta breve historia debo remontarme al año 1932, cuando yo era apenas un muchachito algo más descriteriado de lo que soy ahora y los hábitos familiares, con especial relación a la autoridad ejercida por los padres, era notoriamente más severa que la de hoy.

Quienes éramos “hijos de familia” debíamos comportarnos con el mayor tino posible a fin de no llegar siquiera al más liviano enojo de nuestros progenitores, muchas veces con una nula capacidad de saber lo que realmente podía alcanzar una ira desatada de uno, de otro o de ambos…

Bastaba a veces la emergencia incitada por los deseos invencibles de desahogarse de los líquidos que portaba el cuerpo en pleno patio o en un rincón oculto de un callejón, para generar una alarma que sólo podía calmarse con la administración de una bien esmerada azotaina, acompañada de gritos desenfrenados que solían imponer para el futuro el más decente comportamiento posible.

Vivir en ese clima de constante temor no era muy grato que digamos. Lo peor era que el miedo a los castigos, con frecuencia imprevistos por nosotros, que nos arrastraba a vivir en un clima “sicoconductual” un tanto kafkiano, y creo haberlo dicho con propiedad, ya que tal escritor (Franz Kafka, por si no lo conoces) solía sufrir de una suerte de depresión extrema, que más de alguna vez lo arrastró a encarnarse imaginariamente en una asquerosa cucaracha, merecedora del mayor de los repudios, especialmente por parte de su tirano padre. Ciertamente el pobre Franz creía adivinar que a su repudiado niño él lo veía así.

Otro efecto de esa poco recomendable disciplina, ejercida aún hoy por unos escasos padres o hasta madres de familia, conducía inevitablemente a la mentira, cuando no a la hipocresía más descarada, ya que el hijo solía negar la veracidad de todas y cada una de las acusaciones que aparecían a diario como por arte de magia, eso sí que con el efecto de agravar la falta y el castigo en el caso de resultar sospechoso el censurado o censurada de haber alterado la exactitud de los hechos, aun cuando hubiese sido en un detalle aparentemente inocuo…

Después de tantos prolegómenos alargados con algún exceso, te pido disculpas, estimado lector, y, para hacerlas efectivas, acudo al grano del relato.

Es el caso que mis padres estaban muy contentos, aguardando la visita del hermano menor de mi padre, Guillermo, un varón ya hecho y derecho con unos 26 a 28 años encima. Había venido a nuestra ciudad, Antofagasta, con el propósito de ver después de tantos años,  a uno de sus hermanos mayores, mi padre, que ya sobrepasaba, aunque ligeramente, la barrera de la llamada “edad de Cristo”, vale decir, 33 años. Y de alternar un poco con el resto de la familia que él estimaba más a tono con el motivo de su visita, esto es, en orden descendente de edades,  Nena, Félix (yo), Jorge y Silvita, los únicos hijos de su hermano mayor. Engendrado y criado en la era del predominio del varón, prácticamente no contaba a la esposa de su hermano.

 Pese a todo, el tío Guillermo era un joven todavía soltero muy agradable, gran amigo y acompañador de su hermano mayor, y por ende partícipe de todas sus bromas, aficiones y costumbres, donde predominaba el afán de reírse a costa de los demás congéneres que vivían en la casa, sin hacer acepción de edad, sexo o condición social. Dados estos antecedentes las víctimas escogidas para sus “tallas” éramos en primer término nosotros, los niños varones, Jorge y yo, y, desde luego, la dueña de casa… A nosotros nos embarcaba el tío Guillermo, apoyado en gran medida por mi padre, en jueguitos de prestidigitación, donde había que adivinar en qué parte de su traje había dejado escondida la bolita, la carta del naipe o la moneda. Nunca atinábamos a identificar el lugar, lo que provocaba de continuo grandes risotadas de todos los circunstantes, tanto los prestidigitadores como de nosotros, los niños que, pese al bochorno, seguíamos casi tan alegres y entretenidos como si realmente hubiéramos acertado. La diversión en la mesa del comedor, mientras engullíamos nuestro almuerzo, cesaba bruscamente cuando al tío le daba por cambiar de víctima (justo nuestra mamá, la dueña de casa) a la vez que exclamaba con la mayor naturalidad de mundo:

¡Vamos a probar si estos porotitos burros están tan bien cocinados como nos asegura la patrona! Y sin decir más, procedía a sacar con los dedos una media docena de granos que había en su plato Y luego procedía a lanzarlos uno a uno  contra la mesa. Los porotos brincaban saltando un par de metros más arriba para luego desaparecer por los rincones o bajo los muebles, mientras el tío Guillermo y mi padre festejaban a risotadas los espectaculares brincos de cada grano azotado sobre la mesa y lanzado al aire.  -¡Observen, nos decía. ¡Todos los porotos  saltan como si tuvieran un resorte en el popó! Señal segura de que no están tan blandos para comérselos…, como sería nuestro gusto.

Nena,.Silvita y yo, y hasta Jorge,  manteníamos un religioso silencio mientras observábamos con el rabillo de ojo a mi madre que no hacía otra cosa que mirar la escena llena de furia mientras se retorcía la manos como queriendo asfixiar aunque fuera al meñique, su dedo más pequeño, en deseable representación de Guillermo, su “desubicado” cuñadito...

Una vez acabado el almuerzo, casi todos nos retiramos en silencio, algunos comentando en sordina las travesuras del tío Guillermo, muy alentado en todo momento por mi papá que, al parecer, encontraba muy simpáticas aquellas mojigangas de mal gusto.

Al salir del comedor, tuve la mala idea de echarle un vistazo a la copa de vino tinto de la visita, que a causa de haber empleado casi todo el tiempo en sus numerosas bromas, estaba solo servida a medias…

-¡Esta es mi oportunidad! – me dije, ya que nadie, por abandonar con presteza  la habitación, hacía siquiera amago de mirar a la mesa. Creí haber observado, además, que mi mamá se había encerrado en la cocina, a lamentar la humillación a que la había sometido el carácter machista y burlesco de los dos varones adultos, quienes –no creo que por vergüenza- se retiraron antes que nadie de nuestra casa, de seguro para continuar con la jarana…

Una vez que desaparecieron todos los comensales, me desplacé en puntillas hacia la mesa del comedor donde la copita del tío Juan lucía el color rojo del vino tinto tentándome con sus irisaciones de puro rubí a mandármela en un santiamén “entre pecho y espalda”. Sería la primera ocasión en mi corta vida que escanciaría de un solo golpe el néctar de los dioses, el predilecto de Baco. Y ese fue el preciso instante en que por única vez en mi vida ansié conocer el gusto de esa bebida tan elogiada por los adoradores del dios romano.

Pero yo no contaba con que mi madre, con la puerta de la cocina entornada hacia adentro, estaba observando mis abominables movimientos. Y sin pensarlo dos veces, ya que me veía a punto sorber la copa de vino, cogió lo que tenía más a mano y lanzó una cuchara rota hacia la dirección donde yo estaba. Lo hizo así porque le repugnaba el solo hecho de que a mi edad yo llegara a matricularme en el sendero del alcoholismo, todavía bebiendo vino ya tomado parcialmente por un “aguafiestas”, y lo peor,  ¡el bigoteado!, que destruiría mi vida y mi dignidad para siempre…

La  fatalidad o el arrebato ante las seguras secuelas del vicio quisieron que la tal cuchara lanzada estuviera rota en varias partes y llegó a herirme en la mejilla derecha, por lo que se precipitó por mi cara un chorrillo de sangre que mi madre se esmeró por curarme  con una servilleta blanca cogida desde la mesa del ágape, a la vez que con los ojos llenos de lágrimas me pedía perdón y me aseguraba una y otra vez que lo que ella  había querido hacer, era a lo sumo un buen coscorrón sobre mi cabeza bien poblada de cabellos negros… Pero nunca, nunca, pudo imaginar ese hilo de sangre que amenazaba con dejarme una fea cicatriz en el rostro...

La pobre ya había sufrido bastante con las bromas de mal gusto de Guillermo, su cuñado, con la complicidad de mi padre. Eso explicaba la violencia de su reacción.

Y por toda respuesta, muy emocionado le dije para consolarla:

-Tu castigo, mamá, lo tengo bien merecido. No pienses en el golpe, estoy realmente contento porque tus lágrimas y tus palabras, además del castigo, me han hecho ver que me quieres de verdad, porque sólo buscas que esté siempre sano, que me porte bien y que sea feliz… ¡Te amo más que a nadie y como nunca, mi querida mamacita…¡Y no llores más! ¡Es solo un pequeño tajito que desaparecerá en unos pocos días…!

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