domingo, 12 de agosto de 2012

La visita de un tío-abuelo que alegró mi infancia, sólo por pocos días...

                              El tío Chago y su cajita de naipes.

                                                                      Por Félix Pettorino.

         No sé si a estas alturas será posible trasladarnos con la imaginación a Antofagasta, en el Norte Grande de Chile durante la remota década del 1930, en que aún había en gran parte de los hogares una iluminación nocturna de carburo, el bullicioso traslado por la ciudad de todo tipo de bultos y mercaderías en pesadas carretas tiradas por mulas, varones pobres, grandes y chicos, caminando por las calles con los pies descalzos, esto es, “patipelados”,  pesados camiones rústicos  de carga con ruedas rodantes circundadas por simples gomas de caucho sin inflar; y, por último, algo no tan molesto que en la vida de hoy debemos soportar: escasísimos autos (todos de formas cuadrangulares) que gracias a su exiguo número hacían más llevadera y segura la vida de los peatones y más puro el aire que cada ciudadano disfrutaba siempre al respirar.

         Pero lo haremos de todas maneras porque me ha dado el capricho de contarles a ustedes, mis inseparables lectores, una anécdota que viví en plena infancia, cuando todavía no pensaba ir al colegio, ni siquiera a un kindergarten, ya que mis padres no poseían una fortuna que les diera para tanto. La verdad es que yo era apenas un mozalbete de un poco más de seis años que acababa de recibir la visita de un tío abuelo paterno, de nombre Santiago, en un inmenso camión colorado con cabina para el chofer y cinco pasajeros, para mí toda una novedad por la presencia de ese caballero bonachón que desde el primer momento me trató como si fuera mi abuelo de verdad, colmándome de chocolates, un autito amarillo de lata con ruedas rojas y una pelota de goma para chutear goles a destajo, que rápidamente mi madre se encargó de requisar “para evitar perjuicios”.

         Mis padres lo recibieron con singular beneplácito, no sólo por la cordial actitud del tío, sino por la abundancia  de regalos que trajo para todos, entre ellos un montón realmente impresionante de mercaderías, en especial comestibles, tan necesarios en una época de crisis (la del salitre), que harían notablemente más llevaderas nuestras vidas durante los quince días que él estaría como visita de honor en nuestro hogar, que a la sazón contaba con mis padres y tres hermanos, una niñita de 9 años, un varoncito de cuatro y una guagüita-mujer de solo dos años por cumplir.

         Dado que mi padre estaba constantemente fuera de casa dedicado a su trabajo y que mi madre se hacía poco atendiendo a los menesteres domésticos,  yo era prácticamente el único hijo varón disponible para la cháchara... Y así, de un día para otro, antes que el único gallo que teníamos alcanzara a cantar su primera clarinada mañanera, ya el tío Chago (como yo lo llamaba) era el dialogante predilecto de ese chiquillo mequetrefe que era yo… No había cosa que no le preguntara: que de adónde  venía (–¡De Santiago, pus cabro, la capital de Chile…! –¿de adónde diantres iba a ser? Y pa’ que te acordís, yo me llamo igual…); luego – ¿que era lo que hacía? (– ¿No te lo ha dicho tu papá, que es también mi sobrino? –Vengo  a inspeccionar el trabajo de unas minas de cobre que se quieren instalar en Pampa Unión…); que cuánto tiempo iba a estar en casa (–¿Qué ya me querís echar., sobrino-nieto, como te llamái, cabrito?) – Me llamo Ernesto y me dicen el Nene… (–¿No estái  ya “guailoncito” pa’ que te digan así? ¡Yo te voy a llamar puro Neto, porque es un Ernesto más corto y soi también mi nieto…, ¿no te parece…?) – Pus, que requetebién,  tío Chago. Neto me gusta mucho más que me anden diciendo el Nene, el Nelgo y otras payasás por el estilo… (– Y di’aónde sacaste eso de tío Chago?)  – Es como le ice mi apá. Ice que que usté es tamién su tío de él…(– Oye, Neto, ¿di’ aónde viene eso de Nelgo con que a ti te llaman?) – ¿No se ha fijao, usté, tío Chago, que mis tres hermanitos son colorines, tienen el pelo de cobre, icen porque mi mama los parió en Chuquicamata, el mineral del cobre. Pero lo que es yo, yo nací en Pancho, llamao tamién Malparaíso, que quea por allá por el sure di’aonde usté, viene, on tío Chago… (–No me digái “on”, no me gusta porque a veces me lliega a sonar como weón…, Con tu permiso, si querís, dime siempre tío Chago nomás,  a secas, y no vamos a entender como el par de hombres que somos…Y  bien hechos y derechos con el faor de Dió …!). – Oiga tío Chago: – le pregunté yo en un momento: ¿Qué son esas cajitas tan mononas, con una gran moneda amarilla en la tapa, que trae Ud. en su maletín? (– ¡Puchas que soy observaor, Neto! ¡No me había dao ni cuenta que mi maletín lo dejé con la tarasca abierta!  Es un naipe que traje pa’ jugar con los amigotes que nunca faltan…, tú por ejiemplo…) – ¿Y se puee saber, tío Chago, cómo se llama el jueguito ese? ¿Es muy difícil de jugar? (– ¡Qué va a ser difícil! Pa’ que sepái se llama brisca y se juega con una baraja española, porque de allá viene, de la tierra de los coñetes… Si te lo explico, vos, que se ve que soy un guaina que las cacha al vuelo, en un rato nomás vay a estar jugando ... ¡y hasta me podís ganar y hasta capotear di’un viaje!).

         Dicho lo cual, el tío Santiago procedió a abrir la cajita de cartulina y derramó sobre la mesa una serie de cartas muy vistosas entre las cuales  se podía divisar los naipes hermosamente ilustrados y  numerados con cuatro tipos de figuras llamadas “pintas” en forma de  monedas de oro, de copas, de  leños toscos, llamados “bastos”  y de rectas espadas, todos ellos marcados en los extremos con números digitales que señalaban, del 1 al 9, la cantidad de aquellos elementos existente en cada carta del naipe.  La numeración alcanzaba  al 12 para identificar cada pinta del naipe con tres figuras ad hoc  llamados “monos”: la sota, con la figura de un príncipe, con el número 10; la imagen de un caballo, con el número 11; y de un rey con corona y todo, el número 12, con los valores respectivos de dos puntos para la sota; tres para el caballo y cuatro para el rey. A estas cartas llamadas “briscas”, habría que agregar, para cada pinta y con la misma denominación, a los ases con 11 puntos y los números tres, con 10 puntos. A lo anterior habría que agregar que las demás cartas eran “blancas”, vale decir, el 2, 4, 5, 6, 7, 8 y 9, llamadas así por no representar ningún puntaje en el juego, el cual comienza cuando el “alzador” procede a la “pelada”, que consiste en destapar la primera carta oculta del mazo, la cual constituirá la pinta que recibirá el nombre de “triunfo” y que tendrá la propiedad de ganarle a cualquier carta con otra pinta sin que importe el valor en puntaje que tenga.

         Iniciado el juego entre el nieto y el abuelo, demás está decir que el anciano, con su mayor experiencia, fue el constante ganador, especialmente cuando yo, el Neto, no sabía como “cargar” o superar el juego del tío Chago, por no estar familiarizado con los valores y puntajes de cada carta, por lo cual era irremisiblemente condenado  al “renuncio”, vale decir, a la pérdida de la partida que se estaba jugando. Sólo una vez, cuando me tocó por pura suerte un número considerablemente mayor de “triunfos”, varios de ellos ases, treses, sotas, caballos y hasta reyes logré doblarle la cerviz al tío Chago, suceso este que se celebró con grandes risotadas, primero del tío Chago y luego, más por imitación que por haberme dado cuenta del gran batatazo, por ambos lados…

         Y asi fue como pasaron los días de juego y de conversa entre el tío Chago y yo, hasta que llegó el triste momento de la despedida, en que la visita debería retornar a sus lares santiaguinos a reanudar sus labores ordinarias y a disfrutar con su numerosa familia de hijos, nietos y hasta sobrinos…

 Una mañana cualquiera, a eso de las 10 y sin que yo me diera cuenta (porque me lo contaron después), llegó el consabido camión “cabinero” a buscarlo para su retorno a la labor cotidiana en una empresa capitalina. Y como era pleno verano, yo, sin saber nada de ese viaje, dormía a pierna suelta en el dormitorio que compartía con mi hermano Jorge.... El tío Chago debe de haber sentido alguna pena de despedirse de su sobrino-nieto preferido, así es que no halló mejor solución que dejarme en puntillas sobre mi velador, y a modo de regalo, la vistosa cajita con el juego completo de la maravillosa brisca…

         Al despertar tuve la amarga noticia de que mi tío Chago ya iba viajando rumbo a sur en el camión que lo conducía a su destino, según  me lo comunicó escuetamente mi madre, a la vez que me preguntaba qué significaba esa cajita de naipes muy bien instalada en mi velador, junto a la cabecera de mi cama. Dicho sea de paso, yo no había tenido tiempo de saber que estaba allí esperándome y ni siquiera de atinar a cogerla para comprobar que era justamente la brisca del tío Chago…

         – ¡Ah! –exclamé yo, –en buena parte consolado con el descubrimiento. ¡La brisca, la brisca! ¡El juego de naipes que me enseñó el tío Chago…!

         Y eso fue el final de todo. Con una premura para mí insólita, mi madre cogió la cajita de naipes y se la echó al bolsillo de su delantal floreado a la vez que me advertía moviendo el dedo índice:

         – ¡Se acabó para siempre, mi querido Nene, ese malhadado jueguito de fulleros viciosos que usted compartió a diario con el viejote ese del tío Chago!

 Y dicho y hecho: desapareció con la linda cajita del juego de naipes en dirección a la cocina. Y sin más que imaginar que estaba cautelando un futuro digno, probo e intachable para su hijito mayor, quemó todas las cartitas brisqueras en el fogón del horno a leña, mientras yo, sentado en mi lecho infantil, al sentir el chisporroteo y el pasoso olor a cartulina quemada, echaba unos cuantos lagrimones, despidiéndome así de un rosario de mañanas y de tardes de radiante alegría, que en adelante sólo se conservarían en mi corazón de niño como un recuerdo inolvidable para toda la vida.

Nunca más pude practicar en mi infancia, aunque fuera un inocente juego de dominó, ni tampoco tuve la oportunidad de que llegara siquiera a mis oídos una sola palabra de mi añorado tío Chago, ni menos aún de divisarlo tan solo de refilón en alguna ajada fotografía familiar...

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