domingo, 26 de agosto de 2012

Jotabeche, el primer y gran periodista que tuvo Chile. Por Félix Pettorino.

José Joaquín Vallejo Borkoski (Jotabeche) [Copiapó, 19.08.1811 – Totoralillo (Copiapó), 27.09.1858]. Jotabeche es, sin duda, el primero de nuestros pioneros, no solo en el periodismo, sino en la minería y la política. Hijo de  un artesano en confección de obras de plata y de una dama mestiza de polaco con chilena, quiso figurar en su vida pública como un ciudadano neto ciento por ciento útil , razón por la cual se dio el trabajo de cambiar el apellido materno por el de Borcosque, que aún se puede leer en algunas de nuestras guías telefónicas,
En 1819 sobrevino uno de esos grandes terremotos que asolan de tiempo en tiempo a nuestro accidentado territorio. Lo malo del caso fue que “se ensañó” con la provincia de Atacama y, sobre todo con Copiapó, que quedó semidestruido. Nuestro Joaquín tuvo que ser enviado a La Serena, ciudad que había resultado notoriamente menos dañada, donde por mandato de su padre quedó al cuidado de don Juan José Espejo, quien lo matriculó en el Liceo. Como era un alumno inteligente y empeñoso, al finalizar sus estudios fue designado algo así como inspector o profesor interino, cargo que le sirvió de maravillas para auxiliar a sus padres que se hallaban en duros quebrantos económicos. Y cuando en 1828 fue temporalmente suprimido el Liceo de La Serena, Vallejo fue enviado con una beca a ejercer en el Liceo de Chile de la capital, que a la sazón era regentado por el intelectual liberal español José Joaquín de Mora, quien fue el encargado por el gobierno de dar forma a la Constitución de 1828, con una parca vigencia de solo cinco años. En esas aulas Vallejo tuvo la suerte de ser condiscípulo de otros  varios futuros escritores, políticos y periodistas destacados, como José Victorino Lastarria, y entabló amistades “para toda la vida” con personajes tan preclaros en su tiempo, como don Manuel Antonio Tocornal y Antonio García Reyes. Todos terminarían por formar parte de la prestigiosa generación romántica de 1842.
Pero, mucho antes que aquello ocurriera, pasaron en Chile algunos acontecimientos graves. Hubo una época de gran intanquilidad y desorden político que ha sido conocida como el período de la Anarquía, que se desata después de la renuncia de don Ramón Freire, en 1827, al final de su segundo gobierno. Sobreviene entonces una breve guerra civil entre pelucones (conservadores) y pipiolos (liberales) que culmina en 1830 con la Batalla de Lircay, en que son derrotados los liberales. Con ello, se acabó el Liceo de Chile y Mora fue expulsado del país rumbo a Bolivia y se inicia el período portalianao con el presidente Joaquín Prieto a la cabeza.
En esa época el joven Vallejo contaba apenas con unos 20 años. Fue enviado en 1832 a trabajar como inspector al Instituto Nacional, y dado que disfrutaba de algún tiempo libre, se matriculó en Derecho, pero no le fue posible terminar la carrera por falta de recursos. Y al pobre Joaquín no le quedó más remedio que emplearse como dependiente de una tienda.
 Por fin, en 1835, consigue dejar su ocupación de ayudante de tendero para convertirse en secretario de la Intendencia de Maule. Curiosamente, el cargo le fue ofrecido, según cuenta el propio Jotabeche, por el presidente Prieto, que pertenecía al partido de los pelucones. Y surge aquí un interesante episodio que refleja la pasta de que estaban hechos nuestros viejos próceres. Vallejo le advirtió al mandatario que él era, en realidad, un opositor a su gobierno conservador, pero el presidente le replicó con una frase como esta: "–Este gobierno no repara en banderías,  sino en la honradez y la calidad de la gente”.
            A todo esto, cuando todo hacía suponer que las cosas andarian “sobre ruedas”, sucedió un episodio tan banal como lamentable: la enemistad, rayana en el odio, que Domingo Urrutia, el señor intendente, llegó a sentir contra su secrecretario. ¿Razones? La vida disipada de “tenorio empedernido” que mantenía Vallejo con las señoritas (algunas no tanto) que laboraban como campesinas en la región del Maule, especialmente en Cauquenes; y el haberse separado de su jefe para lucrar con algunos negocios a costa de él. No se sabe si la cosa empezó por el “escandaloso modus vivendi” del jovencito o por discrepancias derivadas de las operaciones comerciales, el caso es que a raíz  de las diatribas satíricas que en 1836 Vallejo escribió en la prensa de aquel tiempo en contra de su jefe, este, valiéndose de que su contrincante, en  su calidad de “cívico”, estaba subordinado al régimen militar, dictó la consabida orden de prisión. No hay que ser adivino para sostener que nuestro héroe tenía todas las de perder frente a un intendente que gozaba de poderes omnímodos. Y, en efecto, no solo fue encarcelado, sino engrillado, y en un cepo. Cuenta la historia que llegó a tal extremo la odiosidad  del señor intendente contra el prisionero, que, con el fin de atormentarlo, mandó matar al perro que le servía de compañía en la celda. Además, le impuso ayunos, lo incomunicaba continuamente y, lo más doloroso para Jotabeche: le correteaba a las mujeres que se escabullían hacia el interior de la cárcel a fin brindarle un mínimo de consuelo con su compañía. Pero Vallejo, además de tozudo, era valiente y desafiante, (como suele serlo el roto chileno en desgracia) y comentaba con su acostumbrada sorna: “...cuando oían el ruido del martillo al remacharme los grillos, honraron ellas mi desgracia con sus lágrimas. Estaban como unas veinte cerca de mi prisión, sentadas en un corredor, desde donde, a presencia de Urrutia, me hacían mil manifestaciones de sus apreciables sentimientos por lo que me estaba pasando".
Como es obvio suponerlo, el proceso finalizó con la absolución del reo, pero el intendente encontró la manera de retenerlo en la cárcel durante el mayor tiempo posible. A Vallejo no le quedó otra alternativa que recurrir a su habitual astucia y se fugó con rumbo a Santiago el 31 de agosto de 1840. Allí aguardó el tiempo necesario para leer el fallo absolutorio de la corte marcial.
En 1843 logró ser elegido regidor por Copiapó, su ciudad natal. Su posición política, a pesar de las firmes convicciones que sustentaba en torno a la libertad y a la democracia, fueron toda la vida de una absoluta independencia. Por eso mismo, sus contemporáneos solían sentirse desorientados por las decisiones de Vallejo, que consideraban excesivamente personalistas. Hubo sin embargo ocasión para calurosos discursos regionalistas en contra del odioso centralismo, impuesto hasta el día de hoy por Santiago. Y ese regionalismo, manifestado una y otra vez, en encendidos discursos, fue, entre otros muy diversos factores, una de las causas más potentes que le permitieron acceder con gran facilidad a las representaciones ciudadanas de  diputado por Vallenar y Huasco (1849-1852). Después repetiría la victoria por el distrito de Cauquenes, en 1852 hasta 1855.
Pudo entregarse entonces de lleno a escribir sus artículos y cuadros de costumbres que, publicados por la prensa provinciana y santiaguina, se hicieron muy populares entre los lectores chilenos, siendo ampliamente celebrado por su humor escéptico y por la aguda capacidad de penetración que lucía en los temas sociales y en diversas situaciones cotidianas de su época, que en el fondo no difieren mucho de la actual... Reveló, en calidad de actor y testigo de primera línea, el frenesí minero de Copiapó, especialmnte tras el afortunado descubrimiento del gran yacimiento de plata de Chañarcillo (V.). Entonces comenzó a firmarse como Jotabeche, supuestamente usando las iniciales de un vecino de su pueblo, famoso por su amenidad y gracia, llamado Juan Bautista Chaigneau.
Su estilo ha sido comparado con Mariano José de Larra, notable periodista español de la época, a quien Vallejo admiraba abiertamente y leía a diario. El mismo Jotabeche confesaba en sus cartas la gran admiración que sentía por los artículos periodísticos de Larra: “Rara vez me duermo sin leer algunas de sus preciosas producciones", escribió a un amigo. Ello le valió el encomiástico apodo de “el Larra chileno”.
En 1845 había fundado en su ciudad natal el periódicoEl Copiapino”. En él comenzó a tratar con su gracejo satírico tan peculiar, temas relativos a la vida provinciana, a anécdotas locales y sobre todo a las aventuras y vicisitudes de la dura vida de los mineros. Denuncia, además,  algunos vicios observables en la vida cotidiana, tanto social como política.
Solía ridiculizar el clima social y político de la capital, y estaba muy lejos de compartir los discursos recargados de ideologismo, literatura barata y elogios exuberantes, sea a las personas o al país considerado como una abstracción. Para él los políticos de Santiago estaban aquejados de lo que él llamaba  "tontedad". Entre sus artículos de cierto interés pueden citarse: Un provinciano en Santiago, El provinciano renegado, Los cangalleros, El carnaval, La cuaresma, Algo sobre los tontos, Los descubridores del mineral de Chañarcillo, Los chismosos, El último jefe español de Arauco.
Logró reunir una fortuna apreciable gracias a sus bien estudiadas actividades mineras y a las acciones del Ferrocarril Copiapó-Caldera que logró adquirir a tiempo.
En 1854, aquejado por una grave enfermedad pulmonar, pasó hasta Argentina en busca de asistencia profesional y medicinas, pero en vista del fracaso de su intento, se vio obligado a regresar a Chile, donde al poco tiempo falleció.

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