lunes, 5 de marzo de 2012

Lo que se sueña, ¿puede ser verdadero? Félix Pettorino.

Del sueño a la realidad.

         Germán despertó repentinamente de bruces sobre la cama, con una extraña sensación de sudor en todo el cuerpo, como si hubiera estado practicando un agitado ejercicio natatorio sobre un oleaje tibio, pleno de ondulaciones excitantes. Al abrir los ojos se desvaneció la imagen de la sirena sobre cuyas escamas se hallaba montado y cabalgando desde quizás cuanto tiempo.
Lo más extraño que experimentó de inmediato fue el contemplar el rostro de Lucinda Rosales formando parte de la ondulante figura de aquella ninfa marina, que lo incitaba con apremiantes visajes a proseguir en la travesía. Pero Germán, en medio de la zozobra provocada por el repentino despertar, no atinó a otra cosa que a descansar entre las sábanas ronroneando como un vulgar gato regalón…No había pasado un par de segundos cuando la mirada implorante de Lucinda lo arrastró nuevamente a las profundidades para proseguir con las delicias de los vaivenes submarinos. Y Germán volvió a experimentar aquel sueño, que era en suma el espejismo o la pesadilla de una quimera de amor, de la que al poco tiempo retornó ante la mirada demandante y los gestos de reproche de su compañera que persistía nadando en esas aguas cimbreantes y oscuras que terminaron hundiéndolo de nuevo en las profundidades del océano…
En el colmo de la desesperación. Germán inclinó cuanto pudo el cuerpo para regañar a Lucinda, encarnada en la sirena, cuyo semblante le pareció tan hermoso, que no pudo evitar oprimirlo sobando desesperado sus labios a los de ella con toda la energía que le permitía su agotamiento onírico… Y justo, ese fue el momento en que se produjo lo inesperado: despertó, dio un salto para contemplar desde la arena el lecho marino, pero sólo se sintió, jadeante y sudoroso, tumbado entre las sábanas y sin señal alguna  de la presencia de su encantadora amiga Lucinda.
Giró el tronco. Luego se sentó en la cama y con la palma de la mano derecha pegada a la mejilla se resolvió a meditar durante un buen rato acerca de tan insólito despertar. A lo pocos minutos de reflexión se percató de una verdad deslumbrante que su subconsciente le había ocultado por varios meses: ¡Estaba locamente enamorado de tan irresistible muchachita!, aquella compañera de banco que en la Universidad de las Palmas solía inquietarlo con la presencia de su ondulante y graciosa figura, de su sonrisa perturbadora y de sus constantes preguntas, que Germán estimaba como sosas o infantiles y sin ninguna relación con las normales inquietudes que suelen embargar a los estudiantes de Filosofía del Derecho.
Era el instante preciso en que debía tomar una determinación: Ofrecerle a la sirena onírica su amor incondicional, siempre y cuando ella le prometiera serle fiel y no seguir coqueteando indefinidamente con sus compañeros de estudio, que ciertamente lo aventajaban en muchas cosas: vestimenta a la moda, capacidad de comunicación afable y protectora, inteligencia emocional y aspecto físico, especialmente tez alba y rubicunda, continente y estatura. Germán era apenas un muchachito algo moreno, esmirriado, de no más de un metro setenta, cuya presencia modesta delataba cierta incapacidad de gasto y alguna reserva en el trato con sus iguales, lo que lo hacía pasar durante las reuniones y fiestas como un personaje más bien insípido y anodino. Lo único que pudiera reivindicarlo de tanto defecto superficial era su condición de estudiante exitoso que le permitía ejercer apoyo didáctico a quien lo requiriera, razón por la cual no era muy raro encontrarlo rodeado de compañeros, especialmente del sexo femenino, que solicitaban su ayuda escolar con real urgencia, entre quienes la bella Lucinda  raras veces brillaba por su ausencia.
Ese era el único apoyo con que nuestro Germán podía contar para atizar sus pretensiones con Lucinda. En realidad muy poco o casi nada. Desalentado con tal pensamiento, se incorporó con ostensible desánimo del lecho y decidió ingresar al baño a fin de darse la ducha más helada posible a fin de borrar todo vestigio sensual de lo que él calificó mentalmente como “una pesadilla de vacía sensualidad”.
Por otra parte, el amor por Lucinda que Germán había descubierto en el sueño, adolecía de una traba que él juzgaba insalvable. Era la constante amistad que observaba entre ella y Rubén, uno de los más asiduos consultores de temas de estudio, relación que a él le parecía más que cordial, pues cabía advertir allí la ostensible coquetería de ella frente a la simpática cordialidad de su compañero, que a la vista podría ser sólo el resultado de un hábito de Rubén para con todas las chicas, antes que a una real insinuación amorosa.  Lo cierto es que Rubén era un muchacho alto y rubio de brillantes ojos verdes, cuya más que aceptable figura masculina solía acaparar miradas y gestos, al menos de admiración, de parte de toda la muchachería femenina. Y, según lo descubrió con sorpresa, allí estaba el principal obstáculo para que el joven soñador pudiera fantasear en un hipotético idilio con la niña de sus predilecciones oníricas.
Era una intuición que a cada minuto se le hacía más patente, absolutamente contrapuesta a todo intento que pudiera atreverse a iniciar para conquistar el corazón de la amada. Sin embargo, la intención se le aparecía a toda hora más y más impetuosa que la latente intuición de fracaso que le laceraba el pecho.
El joven obstinado que era Germán, lo condujo, para sólo “probar” (como su ego se lo decía) con el fin de intimar un poco más de lo acostumbrado con su compañero Rubén, a fin de indagar hasta qué punto la amistad de este con Lucinda iba más allá de una simple relación ocasional entre compañeros de curso. Germán se formó la idea de que así era la cosa, y no de otro modo, ya que lo cierto es que a aquel chico le llovían las demandas amatorias, no sólo de sus compañeras, sino de cuanta mujer joven y no tan joven se topara con él. Y sin mayor reflexión, puso manos a la obra e invitó a su compañero a “conversar” unas chelitas en un restorán de cierto prestigio que había en el barrio universitario.
En la cita de los dos jóvenes, después de los saludos y las frases de estilo, el diálogo esencialmente se desarrolló de la manera siguiente:
Germán: Como ambos estamos con la prueba de Filosofía del Derecho encima de nuestras cabezas, debo ir al grano. Mi intención al citarte hasta acá es preguntarte -y perdón si me entrometo en un tema personal tuyo- qué clase de relación tienes con nuestra compañera Lucinda Rosales.
Rubén: ¡Ajajá! ¡Era eso! No me lo figuraba… ¿Qué bicho te ha picado para que me hayas llegado a preguntar algo tan personal?
Germán: Perdona, amigo Rubén; pero pienso que el asunto ese es muy importante para mí. Y lo único que deseo es que no lo sea tanto para ti. Te imaginarás por qué.
Rubén: No necesitas confesármelo. Te aseguro que hace bastante tiempo me había percatado de que estabas enamorado de ella…
Germán: Amigo, lo admito…; pero …, lo que desearía saber es…, es… ¿qué pasa entre tú y Lucinda?
Rubén: ¡Ese es el punto! Me lo esperaba. Te diré con toda sinceridad que no me pasa nada que sea de tan real importancia como pareces dármelo a entender…
Germán: Tu respuesta me alivia un poco, pero no lo suficiente para un enamorado como yo. Me perturba algo eso de “nada que sea de tan real importancia…”, ¿es que tienes o has tenido algo “sentimental” con ella?
Rubén: Lo de “sentimental”, suprímelo de tus pensamientos y ni lo menciones, por favor. Si me conoces bien y estás al tanto de lo que ocurre en nuestro ambiente, debieras haber dado por supuesto que es frecuente que existan ciertas “ventajas” en las relaciones entre amigos, sobre todo cuando son de distinto sexo, sin excluir de ningún modo lo contrario…
Germán: ¿Ventajas? ¿Podrías explicarte mejor?
Rubén: Veo que eres más inocentón de lo que me imaginaba. O a lo mejor estás fingiendo para que te cuente mis intimidades con Lucinda…
Germán: ¿Intimidades? ¿Qué clase de intimidades…?
Rubén: Realmente me asombra tu ignorancia. Recuerda que los seres humanos somos básicamente bestias o, dicho más suavemente, animales mamíferos y de lo más voluptuosos… Con eso te digo todo. ¡Y no hablemos más, porque vamos a terminar con los ánimos alterados.
Al oír esto Germán, con un gesto de contrariedad y amargura, que se advertía en el brillo acuoso de su mirada, se levantó bruscamente de la mesa. No queriendo oír más, desapareció de la escena, mientras Rubén lo miraba de arriba abajo, con furibunda extrañeza, a la vez que tamboreteaba nerviosamente sobre la mesa.

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